Aniversarios
23/10/2019
A 90 años del crack de Wall Street
La era histórica del colapso capitalista.
Seguir
Movilización de desocupados en Nueva York en 1935.
El 24 de octubre de 1929 pasó a la historia como el ‘jueves negro’, por el desplome de la Bolsa de Nueva York. El crack financiero de Wall Street abrió una prolongada fase de depresión económica, en Estados Unidos y en el mundo, solo interrumpida con la devastación de la Segunda Guerra Mundial y el ordenamiento internacional que emergerá después -cuyo mayor exponente será el acuerdo de Bretton Woods.
Una gigantesca burbuja especulativa se pinchó aquel jueves, llevando al colapso al epicentro financiero del mercado mundial. Estados Unidos había pasado a ser la mayor potencia imperialista en el orden surgido con la Paz de Versalles tras la Primera Guerra Mundial, y se había convertido en el principal acreedor y proveedor de la Europa derruida por la guerra. El crack de 1929 estalló en el punto más alto de la hegemonía yanqui en el plano internacional, y fue gestado justamente en las entrañas de su mismo poderío.
El sueño americano
El predominio norteamericano tuvo todas las características esenciales de la etapa monopolista del capitalismo, que se desenvolvieron a lo largo de la ‘prosperity’ de los años ’20.
La enorme potencia industrial yanqui -el 42% de la producción industrial global- se desarrolló en base a una concentración monopolista sin precedentes. El ritmo de las fusiones y adquisiciones de empresas casi se triplicó durante esa década. En 1926, la US Steel controlaba el 30% de la producción de acero, y los tres principales fabricantes de autos (Ford, General Motors, Chrysler) el 83% de la rama. Ocho grupos financieros detentaban el 30% de la renta nacional. Creció también la concentración del comercio minorista: en seis años, la Great Atlantic Pacific Tea pasó de 5.000 a 17.500 tiendas.
Por otro lado, se aceleró la exportación de capitales. Se multiplicaban las inversiones directas en el exterior, se crearon filiales de las grandes empresas norteamericanas en el extranjero, y se formaron sociedades que operaban exclusivamente fuera del país. “El deseo de introducir capital norteamericano en la industria europea constituía la quintaesencia de la política monetario-financiera de Estados Unidos en el período”[1]. Se incrementó una vez y media la emisión de préstamos exteriores y aumentó la suscripción de títulos extranjeros.
Así, Estados Unidos se alzaba victorioso. “Antes de la guerra Norteamérica era deudora de Europa. Esta última servía como fábrica y depósito principal de las mercaderías de todo el mudo. Más aun, Inglaterra, era el banquero central del mundo. Estos tres roles dirigentes ahora los cumple Estados Unidos, es la fábrica principal, el depósito principal y el banco central del mundo”, señalaba Trotsky en 1926[2], cuando advertía que el 60% de las reservas de oro se hallaban en EEUU. Los créditos otorgados por los norteamericanos eran la base para la estabilización de las monedas nacionales de Europa, lo cual interesaba al imperialismo yanqui como garantía del repago de las deudas. El capital financiero era el ariete inigualable para sojuzgar al resto de las naciones.
La burbuja
Exultante por la prosperidad obtenida, la burguesía norteamericana fue cobijando una descomunal burbuja especulativa. Eran tiempos de euforia en los mercados financieros, que permitían multiplicar los beneficios.
Entre 1925 y 1929 casi se triplicó el valor total de las acciones que cotizaban en la bolsa. Para participar del festival financiero, se tomaban préstamos a los bancos que, ante la creciente demanda, prestaban a corto plazo a una tasa del 12%, habiendo tomado prestado al 5% de la Reserva Federal. Los agentes de cambio prestaban a sus clientes aceptando como garantía los títulos comprados. Hasta los ahorros de los trabajadores eran invertidos en acciones de las compañías para las que trabajaban.
El verano de 1929 fue frenético en Wall Street. Seguía creciendo la actividad en el mercado bursátil, que redituaba cada vez mayores ganancias por una sencilla operación concertada. Los principales especuladores actuaban en común formando un pool, se cartelizaban para hacer subir el valor de sus títulos y acciones, lo que atraía a su vez a otros compradores que contribuían a mantener el alza de las cotizaciones. Las oficinas de los agentes de cambio pasaron la temporada abarrotadas de gente.
Esta euforia explica el desconcierto de la burguesía yanqui, que no quería ver la tormenta que se avecinaba. Un reconocido economista llamado Irving Fisher declaraba un mes antes del estallido que "los precios de las acciones han alcanzado lo que parece ser una meseta permanentemente alta". Poco antes, el propio presidente Herbert Hoover aseguraba que “en la América de hoy estamos más cerca del triunfo final sobre la pobreza de lo que ninguna tierra lo ha estado nunca en la historia”.
El crack
Durante los años de la prosperidad el rendimiento del capital se triplicó. Sin embargo, la burbuja especulativa era la expresión del intento de superar la caída de la tasa de beneficio, y una forma de eludir la creciente sobreproducción de capital. El crack del ’29 pasó a ser el ejemplo clásico de cómo el capital ficticio, que en un principio permite aplazar la crisis hacia adelante sobre la base de una valorización de capital puramente especulativa – es decir violando su propia ley de valor-, termina agravando las contradicciones y desencadenando un desplome de mayores proporciones.
Desde junio, en el comienzo del auge especulativo del verano de 1929, había empezado a caer la producción industrial, en particular el acero y el transporte ferroviario. Las empresas industriales norteamericanas –cuyas acciones estaban en la base de los vertiginosos negocios de la Bolsa de Nueva York- comenzaban a aumentar el stock de productos, porque ya no conseguían vender como antes. En el afán de elevar el consumo, se generalizó la venta a crédito – que llegó a abarcar el 15% del comercio minorista. La “balcanizada” Europa –como la denominó Trotsky tras el Tratado de Versalles- obligada a cancelar sus obligaciones con sus reservas de oro, no podía costear sus importaciones más que tomando nuevos créditos en dólares. Las contradicciones terminaron por hacer estallar todo el equilibrio aquel 24 de octubre.
El ‘jueves negro’ el pánico se apoderó de los centros financieros de EEUU. En la Bolsa de Nueva York, ante las primeras noticias de la caída en las cotizaciones de títulos y acciones, la desesperación por venderlas llevó a que cambiaran de mano casi 13 millones de acciones en la jornada. “Los títulos se vendían ya por nada. Las Bolsas de Chicago y Buffalo habían cerrado. Comenzaba a desarrollarse una ola de suicidios; once especuladores de reconocida fama se habían dado muerte hasta entonces”[3].
A las doce en punto, tuvo lugar una reunión en las oficinas de J. P. Morgan de Wall Street, que congregó a los representantes de los cinco principales bancos del país. Acordaron allí proceder a la compra de acciones de las principales compañías como US Steel o General Electric, para mantener el valor de las cotizaciones. Pero los esfuerzos serían en vano.
Tras algunas idas y vueltas durante el fin de semana, el desplome terminó de concretarse el martes 29. Se vendieron ese día en la Bolsa de Nueva York más de 16 millones de títulos cuando ya los empleados no dieron abasto y el resto ni siquiera pudo registrarse. El índice industrial del Times cayó un 43%, “cancelando las ganancias de los doce maravillosos meses anteriores”[4]. La crisis estaba solo comenzando, y afectaría al conjunto de la economía mundial.
La Gran Depresión…
Los años siguientes al crack financiero la Gran Depresión dominaría el escenario. La renta nacional, que había alcanzado en 1929 su punto máximo, caía a menos de la mitad tres años después. Los bancos restringieron los créditos y retiraron sus propios depósitos, lo que llevó a decenas de miles de empresas a la quiebra. La venta a crédito casi desapareció. La producción industrial cayó un 45%.
El desempleo se disparó desde 1,5 millón en 1929 a casi 13 millones en 1933, afectando a uno de cada cuatro trabajadores. “Había montones de casas pero permanecían vacías porque la gente no podía pagar el alquiler, les habían desahuciado y ahora vivían en improvisados hoovervilles (villas miserias llamadas así en alusión al presidente Hoover) construidos en vertederos de basura”[5].
Acorralado, el gobierno de Estados Unidos emprendió una medida hoy clásica: el rescate de las compañías consideradas demasiado grandes para quebrar, para lo cual creó la Corporación Financiera de Reconstrucción. La idea de que podía controlarse el proceso de eliminación del capital sobrante para evitar un caos fracasó estrepitosamente. Sin embargo, mostraba la tendencia a la intervención estatal para buscar reactivar la economía, que sería la consigna del New Deal, ensayado por Franklin Roosevelt luego de derrotar a Hoover en las elecciones de 1933. El New Deal (Nuevo Pacto) pretendía, sobre la base del dirigismo económico, estímulos e impuestos, recomponer un ciclo expansivo. Luego de algunos progresos episódicos, el naufragio de esta política sería evidente, ya que no logró remontar los índices de producción ni reducir la enorme desocupación estructural -solo absorbida recién con los requerimientos de la maquinaria de guerra en hacia la década del ‘40.
… y la guerra
Para 1932, la producción mundial había caído el 33% en su valor, mientras que el comercio mundial se había reducido un 60%. En el mundo los desempleados pasaron de 10 a 30 millones de trabajadores. Comenzaba así una era de destrucción masiva de fuerzas productivas, que tomaría luego otra magnitud con la Segunda Guerra Mundial. Solo la Unión Soviética, con su economía planificada, quedaría exenta de la arrasadora depresión económica.
La tendencia a los choques internacionales se intensificó a la luz del dislocamiento de la economía internacional. En 1930, Hoover firmó la ley del arancel Smoot-Hawley que aumentó los gravámenes a unos 20.000 productos importados para reducir la competencia, pero la medida llevó a que otros países respondan adoptando impuestos similares y se desencadenó una guerra comercial que terminó en un descenso de las exportaciones americanas. Le seguiría la carrera devaluatoria que determinó el fin del patrón oro -que regulaba el comercio y el sistema financiero internacional.
Este dislocamiento iría recrudeciendo cada vez más las tensiones entre bloques económicos, que a su vez tendían a la conformación de zonas monetarias y áreas de influencia. La crisis marcó el ocaso del liberalismo, las burguesías apostaron al proteccionismo estatal. Se prefiguraba el escenario de la conflagración bélica más grande de la historia, que volvería a poner de manifiesto la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y los estrechos límites de las fronteras de los estados nacionales.
La guerra, además de una colosal destrucción de fuerzas productivas y eliminación de capital sobrante, serviría para combatir el crecimiento de la lucha de clases al interior de Estados Unidos, donde se experimentó un fenomenal proceso de recomposición del movimiento obrero encarnado por la CIO (central de sindicatos por industria que se desarrolló en oposición a la AFL dominada la aristocracia obrera) y el progreso de organizaciones de izquierda, como el PC o el trotskista SWP. Las luchas obreras serían crudamente reprimidas “por el bien de la nación”. Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, el ascenso del fascismo expresaba el lanzamiento de las burguesías europeas al aplastamiento del movimiento obrero, explotando la crisis de dirección de la vanguardia revolucionaria.
La tendencia del capital al colapso
Lo que el crack de Wall Street puso sobre la mesa fue que si los Estados Unidos se habían erigido como la principal potencia imperialista del mundo, lo hacían en la época de declinación histórica del capitalismo y preso de sus contradicciones. La dependencia cada vez mayor del resto de los países respecto del imperialismo yanqui, había convertido a éste en dependiente del inestable mercado mundial.
El enorme estallido vino a confirmar categóricamente el acierto de la tendencia identificada por Marx sesenta años antes, sobre la tendencia al colapso del capital. La crisis -además de ser una consecuencia de la sobreproducción de mercancías y de capital, que había creado una gigantesca burbuja especulativa para sortear la saturación del mercado y elevar el beneficio- tenía su origen en la fortaleza del imperialismo norteamericano, cuyo dominio no podía más que acelerar las contradicciones que llevaron a la Gran Depresión.
La crisis de 1929 vino a demostrar que todas las contradicciones que derivaron en la Primera Guerra Mundial -es decir, la competencia despiadada entre monopolios en la que los Estados se convierten en los gendarmes de los trust de sus países- no podían más que agravarse con la nueva hegemonía del imperialismo yanqui, convertido en vendedor y banquero del mundo entero.
90 años después, las burguesías imperialistas advierten sobre las tendencias a una recesión global, el recrudecimiento de la guerra comercial y las devaluaciones competitivas. A ello se suman los choques militares en Medio Oriente y los levantamientos populares en América Latina. Son muestras de que la caracterización de que estamos en la etapa declinante del capitalismo conserva toda su vigencia. Luego de los salvatajes estatales posteriores a la crisis de 2008, vienen fracasando año tras año los incentivos financieros que han resultado en que un tercio de la deuda global tenga tasa negativas. El FMI advierte sobre los riesgos del superendeudamiento privado de las empresas de las ocho economías más grandes del mundo. En el primer semestre del año, las compras de oro de los bancos centrales se incrementaron un 93% respecto del año anterior, ante las expectativas de nuevas devaluaciones monetarias, agudizadas por los reclamos de Trump por reducir las tasas de interés. Una devaluación significativa del dólar, sin embargo, implicaría el desmantelamiento del sistema financiero norteamericano, que reposa sobre la ‘confiabilidad’ que ofrecen sus títulos.
Todo el escenario internacional anticipa nuevos cracks, que son la expresión de la anarquía capitalista. Como en 1929, la crisis es inseparable de una agudización de la lucha de clases, que es la arena en la que se resuelven la tensión entre el carácter cada vez más socializado de la producción y la centralización cada vez mayor de los beneficios. Como anticipara Lenin, la fase superior del capitalismo, con la concentración monopolista de la producción, crea la premisa del socialismo.
[1] A. Stadnichenko, La crisis del sistema monetario del capitalismo
[2] L. Trotsky, Sobre Europa y Estados Unidos.
[3] John K. Galbraith, The Great Crash, 1929.
[4] Ídem.
[5] Howard Zinn, La otra Historia de los Estados Unidos.