Aniversarios
10/1/2007|978
La guerra y la revolución
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A fines de 1916, el mundo ya había ingresado al tercer año de una guerra que, por primera vez en la historia, involucraba a las principales potencias (meses más tarde incluiría a Estados Unidos) y que por sus objetivos sociales y políticos (la recolonización del mundo) tenía un alcance planetario, desde América hasta los confines de China, Persia y Africa.
La guerra estaba estancada. Masas humanas de millones de hombres estaban enterradas en las trincheras, azotadas por los cañoneos y los gases. La conquista de unos pocos cientos de metros de trincheras enemigas, que costaban cientos de miles de muertos, era temporaria. El inevitable contrataque recuperaba las trincheras perdidas, al costo de nuevos cientos de miles de muertos.
El frente ruso es la excepción en este escenario de estancamiento: las tropas zaristas pierden batalla tras batalla frente a las alemanas, y Rusia se derrumba. Abrumado por las derrotas, las retiradas y las masacres (Rusia sufrió más del doble de bajas que cualquier otro país beligerante), el ejército ruso se descompone. Sus oficiales conspiran; sus soldados se rebelan o desertan. En la retaguardia, la catástrofe agrava las innumerables penurias de los explotados. Crece la agitación y el repudio a la monarquía zarista.
La guerra pone a Rusia, a fines de 1916, en las puertas de una revolución. De la misma manera que la guerra de 1904 contra Japón las había abierto a la revolución de 1905.
Pero el cataclismo de la guerra no crea la revolución de la nada. Simplemente, la tensión suprema que exige una guerra de esta magnitud exacerba hasta lo intolerable las contradicciones sociales que el régimen zarista ya había incubado. Su atraso histórico, representado en la condición semiservil de millones de campesinos; la ausencia de toda democracia; la existencia de una clase obrera muy concentrada y con una rica experiencia de lucha; la existencia de cientos de pueblos y decenas de millones de almas viviendo en condiciones de brutal opresión nacional en el imperio zarista, todo esto representaba un enorme volcán.
La revolución había hecho su debut en 1905. Pocos años después se perfila una nueva revolución. En 1912, la clase obrera rusa retoma la lucha huelguística que había cesado después de la derrota de 1905. Hubo grandes huelgas económicas y políticas (en las que participaron más de un millón de obreros) y levantamientos en la armada y el ejército. El Partido Bolchevique caracterizó que ese movimiento huelguístico anunciaba “una nueva revolución de cuyo comienzo somos testigos...”. 1
La guerra inminente representa, para la monarquía y la burguesía, una salida contra la revolución. El inicio de la guerra liquidó el ascenso huelguístico; Lenin reconocía entonces que “si algo puede aplazar, en ciertas condiciones, la caída del zarismo, ese algo es la guerra actual”. 2 Pero la catástrofe de la guerra regresa al primer plano la revolución que la guerra había pretendido evitar.
Que la guerra provocaría la revolución a escala europea era un pronóstico que compartían los socialistas antes de 1914. En su congreso de Basilea (1912), la II Internacional había pronosticado que la guerra crearía “crisis económicas y políticas”, es decir situaciones revolucionarias, y que el deber de los socialistas era “aprovechar estas crisis (...) para estimular al pueblo y precipitar el hundimiento del capitalismo”. 3
En 1914, cuando la guerra estalló efectivamente, la mayoría de los partidos socialistas renegó de estos planteos y se alineó con sus respectivas burguesías. Lenin y los bolcheviques, en cambio, basaron toda su orientación estratégica frente a la guerra en el pronóstico de Basilea: que la guerra llevaría a la revolución.
“Es imposible saber si enseguida, después de esta guerra, durante ella, se desarrollará un poderoso movimiento revolucionario”, escribía Lenin en mayo de 1915 4 . ¿Serían las penurias provocadas por la guerra las que llevarían a “movilizaciones revolucionarias” o la derrota de algunas de las naciones involucradas o los sacrificios que demandaría la “reconstrucción” posbélica? Las tres posibilidades que plantea Lenin ocurrieron efectivamente: en Rusia (1917), por las penurias; en Alemania y Hungría (1918), por la derrota, y en Gran Bretaña (1926), por la reconstrucción.
La guerra y la revolución estaban indisolublemente ligadas, no sólo en la Rusia atrasada y autocrática sino en todos los países capitalistas. La guerra que desangraba al mundo en 1916 era una guerra de rapiña, de saqueo, por la apropiación de colonias y “áreas de influencia”. Era un nuevo tipo de guerra: la guerra imperialista, por la dominación mundial. Los imperialistas británicos y franceses luchaban contra los imperialistas alemanes por las posesiones coloniales en Africa y Asia, los Balcanes, Armenia, el control del Mar Negro, China (de la misma manera que hoy distintos grupos imperialistas luchan por Asia Central, Medio Oriente, Europa Oriental, Rusia y China).
A diferencia de las guerras nacionales del pasado, que buscaban por la vía de la fuerza abrir el camino a un desarrollo nacional independiente, la guerra imperialista tiene como perspectiva nuevos repartos y redistribuciones del mundo entre las grandes potencias y pulpos capitalistas.
La guerra imperialista es la confesión de que el régimen del capital ha cumplido su misión histórica: el desarrollo de las fuerzas productivas y la creación de un mercado mundial. Es la confesión de que se trata de un régimen social históricamente agotado, que manifiesta su parasitismo de manera abierta y directa. Los Estados van a la guerra en defensa de sus monopolios. Pero esos monopolios representan una transición de la producción privada a la producción socializada, aun sobre la base de la apropiación privada del producto cada vez más social. El monopolio socializa la producción a escala mundial. Al mismo tiempo, separa como nunca la organización de la producción de la propiedad del capital, relegando a la burguesía a una posición social parasitaria. El imperialismo representa esta fase histórica superior del capitalismo, exacerbando hasta límites intolerables todas las contradicciones que son propias de éste.
Con el imperialismo se abre una era de revolución social; es decir, la disyuntiva histórica del pasaje a un régimen social superior o del retroceso social sin precedentes. El lugar histórico del imperialismo es el de una transición entre el capitalismo y un régimen social superior.
La revolución proletaria que abra el paso a una completa reorganización social es una de las alternativas históricas de esa transición; la otra es el retroceso social, cuya expresión es la propia guerra, con sus millones de muertos y la destrucción de una parte de la riqueza social acumulada por la humanidad.
La revolución está indisolublemente ligada a la guerra, y ésta al imperialismo. Pero no como un fenómeno local, parcial, particular y circunscripto, sino como un fenómeno universal, determinado por el carácter del imperialismo como un régimen de transición. El imperialismo es la época de guerras y revoluciones.