Aniversarios
16/2/2012|1211
La ocupación de las Malvinas en 1982
Un simulacro de soberanía que terminaría en tragedia
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El canciller, Héctor Timerman, le agradeció edulcoradamente a la subsecretaría de Estado norteamericana para América Latina, Roberta Jacobson, la postura de Washington sobre Malvinas -manifestada poco antes por la portavoz de Hillary Clinton, Victoria Nuland: “Alentamos a la Argentina y Gran Bretaña a resolver esto de manera pacífica, a través de negociaciones”.
En un contexto diferente, fracasada ruidosamente la política de “seducción” hacia los falklanders que intentaron Carlos Menem y su canciller Guido Di Tella, el gobierno argentino toma al camino en el cual Leopoldo Galtieri creyó sustentar su política respecto de Malvinas: la búsqueda de respaldo en la diplomacia norteamericana para forzar una negociación con Londres.
Cristina Kirchner señaló en qué consistirían esas negociaciones, cuando se refirió a la calificación de “colonialista” que el primer ministro inglés, David Cameron, le había dado a la Argentina: la Presidenta le recomendó al premier que hablara con los CEO’s de empresas británicas radicadas aquí “para que le cuenten cómo somos”.
Por cierto, podrían darle a Cameron excelentes referencias de las facilidades que tienen para sus negocios y negociados argentinos los ejecutivos, entre muchos otros, del Banco Patagonia (asociado con el Lloyds TSB Bank); o los del HSBC (controladora de la Rockhopper Exploration, que en estos momentos tiene sus plataformas petroleras en las aguas circundantes de las islas Malvinas); o del Standard Bank; o de Metro Gas (perteneciente al British Gas Group). Incluso los de Repsol, agentes de la City londinense.
En definitiva, el reclamo de una soberanía formal es un simulacro de soberanía, cuando es formulado por un gobierno que muestra como cartas credenciales su protección a los pulpos imperialistas en el territorio continental.
Hace ya treinta años, ese simulacro derivó en una enorme tragedia.
Una dictadura en crisis terminal
El 15 de diciembre de 1981, el comandante de la Armada, Jorge Isaac Anaya, llamó a su despacho al comandante de Operaciones Navales, Juan José Lombardo, y le dio una orden que debía ser mantenida en estricto secreto: preparar un plan de desembarco militar en las islas Malvinas. El propio Anaya había diseñado un plan de ese tipo en 1977, cuando era comandante de la Flota de Mar, pero Lombardo se encontró con una primera gran dificultad: no podía consultar ese material porque estaba en poder del Servicio de Inteligencia Naval (SIN), una cueva de infidentes donde resultaba imposible mantener algo en reserva. En otras palabras, la disgregación terminal de la dictadura y de las Fuerzas Armadas hacía de todo el conjunto un armatoste inoperante.
Menos de un mes antes, esa lucha entre camarillas militares había provocado el derrocamiento del presidente de facto Roberto Viola y su reemplazo por Galtieri, de quien el periódico ultraconservador norteamericano The Christian Science Monitor había dicho que era “un duro y perspicaz estratega y un caluroso aliado de los Estados Unidos”.
Días antes de aquella orden que le dio a Lombardo, Anaya había recibido los primeros cinco aviones franceses Super-Etendard de una partida de catorce. En un cuadro de caída de la producción, inflación galopante, especulación financiera sostenida con emisión de moneda casi descontrolada y un sistema bancario en crisis (tenía una cartera de incobrables de casi 10 mil millones de dólares), la dictadura gastaba 6 mil millones de dólares anuales en equipamiento militar.
De un modo u otro, la dictadura era un régimen acabado a comienzos de 1982. El periódico clandestino Política Obrera lo anunció así, en una tapa en marzo de ese año, como corolario de la devaluación del peso decidida por Martínez de Hoz. Si el de Viola había sido el último intento de unidad burguesa en tomo del cuartel para reordenar la economía y permitirles a los militares retirarse en orden, el de Galtieri era el gobierno de una camarilla, de la franja del capital financiero más vinculada con los Estados Unidos -su ministro de Economía era Roberto Alemann-, y no podía menos que volcar hacia la oposición incluso a la mayor parte de la burguesía nacional.
El entreguismo sin bozal en el plano interno encontraba su continuidad en la política exterior de la dictadura, en su compromiso con las bandas de militares narco- traficantes que habían asaltado el poder en Bolivia y con los regímenes criminales de América central. No obstante, también en ese plano estaban liquidados: la dictadura boliviana ya hacía frente a una resistencia de masas activa y multitudinaria, mientras en Centroamérica los paramilitares argentinos, al servicio del Departamento de Estado yanqui, recibían una paliza detrás de la otra.
Entretanto, el movimiento obrero aceleraba la recomposición que -en forma de una resistencia sorda, molecular- había comenzado a semanas del golpe y encontraba su punto de inflexión en la huelga general de abril de 1979, cuando más de 4 millones de trabajadores pararon en medio de la congeladora dictatorial. El 30 de marzo de 1982, tres días antes de la ocupación de las islas, una enorme movilización obrera derivó en una batalla campal durante todo el día, y mostró que el conflicto social tendía hacia el estallido de una crisis explosiva.
En ese contexto, Malvinas fue el intento -sobre la base de un cálculo groseramente fallido- de reconstruir la posición de la dictadura y establecer una nueva relación de fuerzas imperialistas en el Atlántico Sur, con el régimen militar argentino en un lugar de importancia -lo cual, en la imaginación de Galtieri y compañía, les permitiría permanecer en el poder indefinidamente.
Malvinas, base militar norteamericana
La intención de la dictadura al ocupar las Malvinas se desprende de una serie de artículos en el diario La Prensa, firmados por Jesús Iglesias Rouco -un portavoz de la camarilla de Galtieri. Por ejemplo, uno del 3 de marzo de 1982 (un mes antes del desembarco militar) reclamaba la “comprensión” norteamericana. La soberanía argentina en las islas, decía, “constituye, a esta altura, condición sine qua non para el establecimiento de una adecuada estructura defensiva en el Atlántico Sur, de cara a la penetración soviética en la zona”. En aquellos días, conviene recordar, la dictadura acariciaba la idea -también Washington- de constituir una Organización del Tratado del Atlántico Sur, una Otas, hermana de la Otan, alianza militar del imperialismo contra el bloque soviético.
La ocupación no tendría un gramo de antiimperialismo y La Prensa lo decía explícitamente. “Buenos Aires -señalaba Iglesias Rouco- estaría dispuesto a ofrecer a la British Petroleum y otras empresas británicas una participación en la explotación de hidrocarburos y otros recursos en extensiones importantes de la región, lo mismo que facilidades para su flota. todo ello en forma tal que la soberanía no implique mengua alguna -más bien al contrario- de las perspectivas de Gran Bretaña en el Atlántico Sur” (ídem).
Incluso en Londres, el Latín America Weekly Report 112/03/1982, dirigido por Rodolfo Terragno) escribía: “Galtieri siente que una acción drástica sobre las islas Mal vinas (…) podría hacer maravillas con su popularidad. Algunos observadores creen que él podría usar la cuestión como una plataforma para el lanzamiento de un partido oficial o semioficial". EL semanario ingles agregaba que la disputa por las islas "puede abrir el camino a la instalación de una base militar norteamericana'' Esto es: la ocupación apuntaba a reforzar la dominación imperialista en la zona, de ninguna manera a suprimirla.