Aniversarios

15/11/2007|1017

Las horas que aún conmueven al mundo (II)

El Congreso de la dictadura soviética

E l 25 de octubre, por la noche, el periodista y socialista norteamericano John Reed llegó hasta el Smolny y se abrió paso entre la muchedumbre para llegar a la sala de sesiones. Así relataba el escenario que se presentó ante sus ojos:


“El salón no tenía otra calefacción que el calor sofocante de los sucios cuerpos humanos. Una densa nube azul del humo de los cigarrillos de esta multitud se elevaba y permanecía suspendida en la pesada atmósfera. A veces, uno de los dirigentes subía a la tribuna y rogaba a los camaradas que no fumasen. Entonces todos, incluso los fumadores, gritaban: ‘No fumen, camaradas’, para continuar fumando mucho más. Petrovski, delegado anarquista de las fábricas de Obújovo, me hizo un lugar a su lado. Sin afeitar, sucio, se caía de cansancio, llevaba trabajando tres noches seguidas en el Comité Militar Revolucionario. En la tribuna habían tomado asiento los jefes del antiguo Comité Ejecutivo Central, dominando por última vez a estos soviets turbulentos, a los cuales dirigían desde el comienzo de la revolución, pero que ahora se habían alzado contra ellos. Así terminaba el primer período de la revolución, que estos hombres habían tratado de mantener dentro de las vías de la prudencia. Faltaban los tres principales: Kerenski, que corría hacia el frente a través de las ciudades de provincia, donde la agitación comenzaba a ser inquietante; Cheidse, la vieja águila maltrecha, que se había retirado desdeñosamente a sus montañas de Georgia, donde había de atacarlo la tisis; y, por último, Tsereteli, noble carácter, quien afectado también peligrosamente por la enfermedad, debía de todos modos gastar aún su hermosa elocuencia en una causa perdida. Gots, Dan, Lieber, Bogdanov, Broido, Filipovski, se encontraban presentes, con las facciones pálidas, los ojos hundidos, desbordantes de indignación. A sus pies hervía y se estremecía el segundo Congreso de los Soviets de toda Rusia, mientras sobre sus cabezas el Comité Militar Revolucionario forjaba el hierro puesto al rojo vivo, manejaba con decisión los hilos de la insurrección, golpeaba con vigoroso brazo… Eran las diez y cuarenta de la noche.” 1


“El poder está en nuestras manos”


La apertura del Congreso, pautada para las dos de la tarde, se había ido postergando hora tras hora, dado que los bolcheviques pretendían rematar la toma y ocupación del Palacio de Invierno antes de iniciar las deliberaciones. Pero la toma del Palacio no finalizaba y la situación no podía alargarse más. Los dirigentes conciliadores, que tenían la responsabilidad de inaugurar el Congreso en su carácter de autoridades salientes, abrieron la sesión cerca de las once de la noche.


Dan hizo sonar la campanilla. “Se hizo el silencio, instantáneo, imponente, turbado tan sólo por los empujones y las discusiones que había en la puerta.


— El poder está en nuestras manos — comenzó, con un acento de tristeza. Tras una pausa continuó, bajando la voz:


— Camaradas, el Congreso de los Soviets se reúne en circunstancias tan desacostumbradas, en un momento tan extraordinario, que comprenderán por qué el Comité Ejecutivo Central no considera necesario abrir esta sesión con un discurso político. Lo comprenderán mejor todavía si tienen en cuenta que yo soy miembro del buró del CEC y que en este mismo momento nuestros camaradas de partido se encuentran en el Palacio de Invierno, bajo el bombardeo, sacrificándose para desempeñar las funciones de ministros que les han sido confiadas por el CEC… Declaro abierta la primera reunión del Segundo Congreso de los Soviets de diputados obreros y soldados.” 2


En medio de la agitación, se realizó la elección de la mesa. La composición de este Congreso era muy diferente a la del Congreso de junio. “Los galones de oficial, las gafas y las corbatas de los intelectuales ya casi no se veían, dominaba el color gris en las vestimentas y en los rostros (…) Rostros rudos, mordidos por la intemperie, pesados pies cubiertos de sabañones, dedos amarillentos de fumar tabaco ordinario, botones medio arrancados, correas colgando, botas gastadas y sucias sin lustrar desde hacía tiempo. Por primera vez, la nación plebeya había enviado una representación honesta, sin disfraz, hecha a su imagen y semejanza” 3 .


De los 650 delegados presentes, los bolcheviques y sus aliados sumaban casi 400. Respetando el criterio proporcional, según la cantidad de delegados, la votación dio como resultado una mesa compuesta por catorce bolcheviques, siete socialistas revolucionarios, tres mencheviques y un internacionalista del grupo de Gorki. Pero los socialistas revolucionarios de derecha y del centro anunciaron inmediatamente que se negaban a formar parte de la mesa. Los mencheviques tomaron la palabra para decir lo mismo. Incluso los mencheviques internacionalistas (el grupo de Martov) plantearon que ellos no podían participar. En medio de gritos y agitación general, se nombró a los bolcheviques que integrarían la mesa. Se desató entonces una ovación y subieron a la tribuna de la presidencia Trotsky, Kamenev, Lunacharsky, Kollontai y otros bolcheviques. Comenzaba el Congreso de la insurrección soviética.


¿Un gobierno de toda la “democracia soviética”?


Tras la lectura del orden del día, pidió la palabra Martov, aquel viejo compañero de Lenin en los comienzos de la socialdemocracia rusa, dirigente histórico del partido menchevique, jefe ahora de su fracción internacionalista. Mientras tanto, comenzaban a sonar más fuerte los cañonazos del crucero Aurora.


“¡Comienza la guerra civil, camaradas! — dijo Martov— . La primera cuestión debe ser el arreglo pacífico de la crisis. Por razones de principio tanto como por razones políticas, debemos comenzar por discutir con urgencia los medios de impedir la guerra civil. Están matando a nuestros hermanos en las calles. (…) Es preciso que creemos un poder reconocido por toda la democracia. Si el Congreso quiere ser la voz de la democracia revolucionaria, no debe cruzarse de brazos ante la guerra civil, so pena de provocar el estallido de una peligrosa contrarrevolución… Una solución pacífica sólo es posible mediante la constitución de un poder democrático unido… Debemos elegir una delegación que negocie con los otros partidos y organizaciones socialistas…” 4 .


La propuesta de Martov de formar un gobierno soviético compuesto por todos los partidos que integraban el Congreso (es decir, desde los conciliadores hasta los bolcheviques) contó con la aprobación de un amplio sector de delegados. Sujánov y otros cronistas relatan que la propuesta fue aplaudida por la mayoría de la sala. Los socialistas revolucionarios de izquierda y otros pequeños grupos se mostraron de acuerdo. Todos ellos pensaban que los bolcheviques se manifestarían en contra. Sin embargo, Lunacharsky pidió la palabra y declaró que los bolcheviques no tenían nada que objetar a la propuesta de Martov. La moción fue aprobada.


Era un momento crítico. Durante meses los soviets, dominados por los conciliadores, habían cedido el poder a la burguesía y al gobierno provisional, negándose a tomar el poder en sus manos. Ahora, cuando los bolcheviques contaban por primera vez con una mayoría, se planteaba formar un gobierno unitario de todos los “partidos soviéticos”. Es decir un gobierno de conjunto de los bolcheviques con aquéllos que habían apoyado al gobierno de coalición con la burguesía. En otros términos, cuando todavía se estaban combatiendo en el Palacio de Invierno, Martov proponía un acuerdo entre los sitiadores y los sitiados. Aún así, los bolcheviques decidieron no rechazar la propuesta. Las tradiciones del poder dual, las antiguas consignas, los viejos planteos todavía pesaban en la conciencia de las masas revolucionarias. Había que procesar esa experiencia. Y los acontecimientos se desarrollaban de modo tal que el proceso sería muy rápido.


Se retiran los conciliadores


En efecto, la actitud que tomaron los conciliadores estuvo lejos de aceptar el “compromiso”. “Tan pronto como los bolcheviques apoyaron la formación de un gobierno democrático de coalición, una sucesión de oradores, todos representantes del antiguo bloque dominante de los socialistas moderados, salió a denunciar a los bolcheviques” 5 . Uno tras otro, fueron subiendo al estrado voceros de los mencheviques y socialistas revolucionarios, denunciando el “golpe de Estado” bolchevique. La mayoría de ellos eran oficiales del frente, y a pesar de su alto rango decían defender la postura de los soldados de las trincheras.


“Los políticos hipócritas que dominan esta asamblea — gritó uno de ellos, un capitán menchevique llamado Jarash— nos han dicho que debemos arreglar la cuestión del poder. Bien, esta cuestión se está arreglando a espaldas nuestras, antes incluso de que se abra el Congreso.” Lo siguió otro oficial, también menchevique: “Los socialrrevolucionarios y los mencheviques rechazan toda participación en este movimiento e invitan a todas las fuerzas públicas a que se opongan a toda tentativa violenta de toma del poder”. Un representante de los socialistas revolucionarios, en el mismo sentido, dijo: “en el frente, al cual voy a regresar, todos los comités consideran que la toma del poder por los Soviets, tres semanas antes de la reunión de la Constituyente, ¡es una puñalada asestada por la espalda al ejército y un crimen contra la nación!”. Entre los gritos de la mayoría de la asamblea, que lo acusaba de mentiroso, continuó: “Terminemos aquí esta aventura, abandonemos todos este salón por el bien del país y de la revolución”.


La situación se volvió tensa en extremo. Los delegados conciliadores eran interrumpidos por los gritos de la masa de soldados y obreros, que los acusaba de kornilovianos, de hablar en nombre del Estado Mayor, de traicionar a la revolución. Cuando consiguió hacerse oír, Jinchuk leyó la declaración de los mencheviques: “la única solución pacífica consiste en entrar en negociaciones con el Gobierno Provisional para la formación de un nuevo gabinete que tenga el apoyo de todas las capas de la sociedad”. Según Reed, “durante varios minutos le fue imposible continuar”. Cuando pudo seguir, anunció que los mencheviques se retiraban del Congreso.


Cambia el clima


Después de las intervenciones de los oficiales conciliadores, comenzaron a tomar la palabra soldados rasos de los regimientos del frente, muchos de ellos bolcheviques. El clima de la asamblea cambió por completo. Karl Peterson, un soldado joven de la infantería letona, fue el más recordado. “Habéis escuchado — dijo— , las declaraciones de los dos delegados del ejército; esas declaraciones hubieran tenido algún valor si sus autores hubiesen sido realmente representantes del ejército”. En medio de una ovación, continuó, “los soldados letones han repetido muchas veces: ‘¡Basta de resoluciones, basta de palabrerías! ¡Actos! ¡Queremos el poder!”. ¡Que los delegados impostores abandonen el Congreso! El ejército no está con ellos’…”.


La intervención de los soldados rasos transformó el clima de la asamblea. Relata John Reed: “Los aplausos estremecieron el salón. Al comienzo de la sesión, asombrados por la rapidez de los acontecimientos, sorprendidos por el estruendo del cañón, los delegados permanecían indecisos. Por espacio de una hora, desde la tribuna les habían asestado martillazo tras martillazo, soldándolos en una sola masa, pero aplastándolos también. ¿Sería posible que estuviesen solos? ¿Se había alzado Rusia contra ellos? ¿Era cierto que el ejército marchaba sobre Petrogrado? Luego había venido este soldado joven de mirada límpida y, como a través del fulgor de un relámpago, habían reconocido la verdad. Sus palabras eran la voz de los soldados; los millones hormigueantes de obreros y campesinos en uniforme eran hombres como ellos, que pensaban y sentían como ellos”.


“¡Al basurero de la historia!”


Los delegados de la derecha abandonaron el Congreso. Al hacerlo, dejaban tecleando en el vacío la propuesta presentada por Martov, que ya había sido aprobada, de llegar a un compromiso entre todos los partidos soviéticos. Pero Martov insistía, denunciando la insurrección como “algo realizado únicamente por el partido bolchevique” y reclamando la suspensión del Congreso hasta llegar a un acuerdo entre “todos los partidos socialistas”.


Era preciso responder; Trotsky fue el encargado. Su discurso, histórico, marcaba el punto de inflexión en el Congreso de la insurrección proletaria.


“Lo que ha sucedido — dijo Trotsky, con el rostro pálido y un tono frío y despectivo— es una insurrección y no un complot. El levantamiento de las masas populares no necesita justificación. Hemos dado temple a la energía revolucionaria de los obreros y soldados de Petrogrado. Hemos forjado abiertamente la voluntad de las masas para la insurrección y no para un complot. Nuestra insurrección ha vencido y ahora se nos hace una propuesta: renunciad a vuestra victoria, concluid un acuerdo. ¿Con quién? Pregunto: ¿con quién debemos concluir un acuerdo? ¿Con los miserables grupitos que se han retirado de aquí?… Pero si ya los hemos visto de cuerpo entero. No hay nadie ya detrás de ellos en Rusia. ¿Con ellos deberían concluir un acuerdo, de igual a igual, los millones de obreros y campesinos representados en este Congreso, a quienes aquéllos, y no es la primera vez, están dispuestos a entregar a merced de la burguesía? No, ¡aquí el acuerdo no sirve para nada! A los que se han ido de aquí, como a los que se presentan con propuestas semejantes, debemos decirles: Estáis lamentablemente aislados, sois unos fracasados, vuestro papel ya está jugado, dirigiros allí donde vuestra clase está ahora: ¡al basurero de la historia!…” 6


 


Notas


1 y 2. John Reed, Diez días que conmovieron al mundo.


3. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa.


4. John Reed, idem.


5. Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks come to Power.


6. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa