Aniversarios

25/1/2022

Las lecciones de la URSS a 30 años de su caída

Colaboración.

Tras la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, los acontecimientos se sucedieron rápidamente en los países del bloque soviético y en la propia Unión Soviética (URSS), en donde culminan en diciembre de 1991. El día 25, Gorbachov dimite como presidente y transfiere la condición de jefe de Estado a Borís Yeltsin, presidente de Rusia. El día siguiente se autodisuelve el Sóviet Supremo, sellándose así la desaparición de la URSS como Estado, que había sido creado sesenta y nueve años antes, el 30 de diciembre de 1922 (setenta y cuatro años desde el triunfo de la Revolución de octubre).

Desde el punto de vista de la clase capitalista, la implosión de la URSS es motivo de alborozo, porque con ella desaparece un referente para la clase obrera a escala mundial. Aunque es fraudulenta su propaganda de que dicha desaparición demuestra el fracaso inevitable de toda pretensión emancipatoria, la realidad es que para los explotadores resulta un alivio la disolución del primer Estado obrero de la historia, salvando la breve experiencia de la Comuna de París en 1871. Pero el Estado obrero que se disuelve en 1991 era muy distinto del que se había constituido inicialmente, en 1917, proclamado como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas cinco años después.

Por el contrario, desde la perspectiva de la mayoría de la población, que es la clase trabajadora, la experiencia soviética es un proceso que aporta enseñanzas importantes. Lecciones que no tienen que ver con la nostalgia, sino con la constatación de que sólo a partir de la liquidación de la base material de la opresión, la propiedad privada de los grandes medios de producción, se hizo posible resolver de forma inmediata cuestiones decisivas como la salida de la I Guerra Mundial o el reparto de la tierra hasta entonces latifundista. Y se comenzó a encaminar una auténtica transición socialista que, entre otros muchos hitos, dio pasos decisivos en la plena igualdad entre mujeres y hombres, como en ningún otro momento.

Entonces era la barbarie capitalista la que había provocado la guerra mundial, de forma análoga a como hoy dicha barbarie es la causa de un proceso cada vez más sistemático de destrucción de fuerzas productivas (la crisis, el saqueo de los recursos naturales y, sobre todo, la desvalorización de la fuerza de trabajo y la consecuente precarización vital de la mayoría de la población, las guerras imperialistas permanentes). En particular, de ningún modo se puede entender la dimensión de la pandemia -así como su utilización para imponer más regresión económica y política- si no es partiendo de su condición de resultado de la crisis del capitalismo y las destructivas políticas económicas que inevitablemente la acompañan, como el desmantelamiento de los sistemas públicos de salud o la investigación farmacéutica regida por el objetivo único de la ganancia y cada vez más cortoplacista.

El Estado obrero que surge de la Revolución

Ningún Estado burgués puede resolver los problemas de la mayoría. Es así por definición y se constata empíricamente. Porque estos problemas proceden de la dominación burguesa, cuya base material, la explotación, debe necesariamente aumentar para contrarrestar -finalmente de forma infructuosa- las contradicciones crecientes de la acumulación capitalista. Lo padecemos tras cada proceso electoral en el que, más allá de la ilusión que pueda despertar en ciertos sectores tal o cual resultado, todo nuevo gobierno que se subordina a las exigencias del capital y su personal político (en particular el FMI) actúa contra los intereses de la clase trabajadora. Hacerlo a su favor implicaría situarse en una posición de ruptura, porque las legítimas aspiraciones de la mayoría son incompatibles con las exigencias del capital.

El triunfo de la revolución rusa en octubre de 1917 significa la destrucción del viejo Estado burgués, en sus versiones zarista y “democrática”, subordinado al imperialismo de las potencias dominantes. Y la constitución de un nuevo Estado que expresa la liquidación de la dominación de las clases explotadoras, cuya base material ha desaparecido con la expropiación de los grandes medios de producción y entre ellos el latifundio. Además, los Estados de las clases explotadoras se apoyan también en otras organizaciones reaccionarias como lo son en particular las religiones, como se expresaba entonces en Rusia en la injerencia de la Iglesia ortodoxa u hoy aquí en la injerencia de la Iglesia católica.

Es por tanto la constitución del Estado obrero, un Estado de la clase obrera en alianza con el campesinado pobre, lo que hace posible una serie de medidas tan importantes como lo son las dos que se toman en las primeras veinticuatro horas, desde la resolución sobre la formación del gobierno obrero y campesino: el decreto de la paz y el decreto de la tierra. Inmediatamente, ocho días después, la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia que incluye el derecho de autodeterminación. Todavía en 1917, es decir, en los dos primeros meses del nuevo Estado, se promulgan, entre otros muchos, decretos que ponen la organización económica bajo control de la mayoría y a su servicio: control obrero de la producción, contra la especulación y los especuladores, de nacionalización de los bancos y la cancelación de préstamos estatales, supresión de las herencias, de duración del trabajo, del límite de edad y el trabajo de las mujeres y, muy destacadamente, de la nacionalización del comercio exterior. También de defensa de la revolución y del internacionalismo, como los decretos de formación del Ejército Rojo de Obreros y Campesinos, de la milicia obrera y de apoyo material a la revolución mundial. Y de contenido democrático, igualitario, con los decretos de derecho de revocación, de la prensa, de la educación popular y de la erradicación del analfabetismo, del matrimonio civil y el divorcio, de la abolición de las categorías y grados civiles, de la libertad de conciencia y la separación de las Iglesias del Estado.

Un listado verdaderamente impactante, máxime si se mira desde la perspectiva actual cuando la mayor parte del contenido de estos decretos siguen siendo aspiraciones insatisfechas. En noviembre de 1920 se promulga el decreto de protección de la salud de las mujeres, que incluye el derecho a que las mujeres utilicen los medios técnicos para controlar su reproducción, en particular con el aborto. Algo que todavía hoy no está garantizado en muchos países (Stalin lo prohibiría en 1936, mostrándose también en ello su carácter contrarrevolucionario). Todo ello es el resultado de un Estado obrero, como decíamos, un Estado que no está ligado a la propiedad privada de los grandes medios de producción, sino que, al contrario, expresa su expropiación.

La degeneración burocrática no era inevitable

Obviamente, la toma del poder concretada en la creación de un Estado obrero no completa el paso a una sociedad comunista, aunque sí supone una enorme palanca para la transición socialista hacia ella. Prueba de ello son los avances que suponen los decretos mencionados en todos los ámbitos, en particular en la alfabetización o en la lucha por la emancipación de la mujer de la opresión patriarcal y por los derechos nacionales de los pueblos que integraban la unión, como parte del proceso general de emancipación social de toda forma de opresión.

Progresar en el proceso de transición exige un aumento de la productividad que permita el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero Rusia era una economía atrasada y dependiente que, además, padecía la devastación de la guerra mundial y sobre la que se lanzó una “guerra civil” contra la revolución, de forma inmediata, por parte de las potencias imperialistas, apoyando a los restos del viejo ejército zarista convertido en ejército blanco. Además, y esto es decisivo, el método marxista había identificado el contenido internacional de la lucha de clases, aunque mantuviera formas nacionales (como explican el propio Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista en 1848). Dicho de otro modo, toda ilusión de completar el socialismo en un solo país era y es ajena al marxismo y por tanto al bolchevismo. Pero Rusia queda aislada por las derrotas de los procesos revolucionarios que tienen lugar al final de la guerra mundial, en particular en Alemania y que se completan con la china (que no se deben a falta de combatividad del proletariado, sino de la debilidad del partido y, en particular en China  bajo la influencia de la burocratización de la Internacional Comunista, además de a la traición de la dirección socialdemócrata en Alemania). El retroceso de las fuerzas productivas –producto de la destrucción causada por la guerra mundial y la posterior guerra civil- impedía sacar a la población de la miseria rápidamente.

Cuando una alcoba individual, una alimentación suficiente, un vestido adecuado aún no son accesibles más que a una pequeña minoría, millones de burócratas, grandes o pequeños, tratan de aprovecharse del poder para asegurar su propio bienestar. De ahí el inmenso egoísmo de esta capa social, su fuerte cohesión, su miedo al descontento de las masas, su obstinación sin límites en la represión de toda crítica y, por fin, su adoración hipócritamente religiosa al “jefe” que encarna y defiende los privilegios y el poder de los nuevos amos (Trotsky, La revolución traicionada).

Desde muy pronto, tanto Lenin como Trotsky habían alertado del riesgo de burocratización, de que se constituyera una capa de burócratas que pudieran parasitar los avances de la revolución (en textos como el “Testamento” o Más vale poco y bueno el primero o El nuevo curso o Carta a una asamblea del partido el segundo). Durante los años veinte tiene lugar una pugna que se expresa también, en parte, en una discusión teórica conocida como “debate de los años veinte”. En 1924 Bujarin acuña la expresión “socialismo en un solo país”, que en 1925 hace suya Stalin. Es la negación de la noción de revolución permanente que antes de Trotsky en 1904 -y de Lenin en 1905- ya habían formulado Marx y Engels desde 1845 en La sagrada familia. Con ese mantra se va preparando una gigantesca operación propagandística orientada a justificar la eliminación de todo resquicio democrático, lo que se concreta en 1927 con la expulsión de Trotsky del partido y en seguida de toda la oposición de izquierda. Con la posterior expulsión de la oposición de derecha se culmina el proceso de destrucción del centralismo democrático (plena unidad de acción bajo la premisa de plena libertad de discusión) en el Partido Bolchevique, que se sellará en las pantomimas contrarrevolucionarias de juicios que fueron los siniestros Procesos de Moscú ya en los años treinta, contra la vieja guardia bolchevique y también contra una parte de la propia burocracia.

Hay una conclusión decisiva de todo esto: la burocratización no era inevitable. Fue producto de una feroz lucha donde triunfó el ala burocrática contrarrevolucionaria. No hay ninguna ley social que determine que, necesariamente, toda experiencia revolucionaria, emancipatoria, de forma inevitable degenerará. La única forma de sostener eso sería sobre la base de que “el ser humano es así, egoísta, mezquino”. Pero el ser humano no es de ningún modo descontextualizado del marco social en el que vive. La perspectiva del socialismo no es un deseo sino una necesidad. Digámoslo claramente: el engendro de que toda revolución será traicionada es pura propaganda, orientada a sembrar resignación en la clase trabajadora, mediante el cuento, de terror, de que no hay alternativa al capitalismo.

La decantación de la compleja situación en favor de la degeneración burocrática se debió por tanto a las circunstancias específicas de la URSS. El atraso impide una mejora generalizada de las condiciones de vida de toda la población, de modo que la pugna distributiva sigue vigente. Y las condiciones políticas y culturales no alcanzan a ser un parapeto ante la presión burocratizante. Además, hay otros aspectos como la modificación de la composición social del partido bolchevique, los que se pueden identificar retrospectivamente como “errores” de la oposición, la muerte de Lenin, etc.

En ese contexto se consolida una capa con intereses propios, sus privilegios, que domina mediante el terror. Es la burocracia, que tiene –en sus inicios- una condición inevitablemente contradictoria, porque sus privilegios proceden del desarrollo que hace posible la revolución, de modo que deberían protegerla, pero la única forma de hacerlo efectivamente sería mediante su profundización y extensión internacional, lo que sin embargo supondría la ola que barrería a la propia burocracia. Por eso, es la base material de la burocracia, sus intereses particulares, la que inevitablemente la convierte en contrarrevolucionaria, como efectivamente se verifica en la Revolución china en 1925-27, frente al ascenso de Hitler o en la revolución española en 1936-37. Y, de una forma más amplia, en 1945 con la traición a los procesos revolucionarios en curso mediante su colaboración directa con el imperialismo sellada en las conferencias de Yalta y Postdam entre otras. Y a la vez su carácter contrarrevolucionario señala sus límites, que conducen inexorablemente a un dilema: o bien los trabajadores llevan a cabo una revolución política que, desembarazándose de la burocracia, permita preservar las conquistas de la revolución avanzando en su extensión mundial; o bien la burocracia acabará restaurando el capitalismo. Y esto replanteará la necesidad de una nueva revolución social que expropie a las nuevas burguesías restauracionistas. Como lo explica Trotsky en 1936, en La revolución traicionada, “¿devorará el burócrata al Estado obrero, o la clase obrera lo limpiará de burócratas?”.

El resto es conocido, el papel contrarrevolucionario del estalinismo, la corriente política que expresa la burocracia soviética destruyendo la Internacional Comunista constituida en marzo de 1919, bajo el liderazgo de dirigentes de la talla de Lenin y Trotsky en unas condiciones verdaderamente adversas, en medio de la guerra civil. La burocracia tuvo políticas ultraizquierdistas que llevó primero al siniestro Tercer periodo impulsando la división de la clase obrera para girar luego al oportunismo de la colaboración abierta de clases, con los frentes populares, constituidos para contener y derrotar los procesos revoluionarios. Vale la pena al respecto transcribir un breve fragmento de la entrevista que Howard, un periodista estadounidense, le hace a Stalin en 1936:

Howard: Su declaración, ¿significa que la Unión Soviética ha abandonado hasta cierto punto sus planes e intenciones de llevar a cabo la revolución mundial?

Stalin: Nosotros nunca tuvimos tales planes e intenciones (…) Eso es el fruto de un malentendido.

Esta posición ilustra bien la justeza de la decisión de constituir la IV Internacional en 1938, que además se refrenda con la decisión de Stalin de disolver la III Internacional en 1943, como señal de buena voluntad hacia las potencias imperialistas, específicamente Estados Unidos y Reino Unido, con las que se apresta a repartirse el petróleo persa en la Conferencia de Teherán.

Qué nos enseña la experiencia soviética

La disolución de la URSS por la burocracia estalinista justo ahora hace treinta años era la de un Estado obrero, sí, pero enormemente degenerado y en marcha a la restauración capitalista. No el Estado obrero creado bajo el liderazgo de Lenin, Trotsky y otros, sino su negación. Pero esto no significa que la experiencia soviética completa no aporte enseñanzas.

El capitalismo no es que conduzca a la barbarie, sino que ya nos tiene instalados en ella. La voraz maquinaria del capital arrasa con todo y en particular con las condiciones de vida que históricamente había logrado arrancar la clase trabajadora. Pero la clase trabajadora y los pueblos no renuncian a sus aspiraciones legítimas, que se concretan en una vida digna, acorde a las posibilidades que la productividad que su trabajo aporta. De modo que la explosividad social no va a remitir, de lo que dan buena prueba las múltiples expresiones de resistencia que estallan todo el tiempo, como sucede en este momento en América Latina.

Ninguna ilusión puede depositarse en que los graves problemas sociales se resuelvan en el marco de los Estados burgueses, lo que pone sobre el tapete la perspectiva socialista no como deseo sino como necesidad. ¿Por qué hay estallidos revolucionarios que triunfan y otros que no? La experiencia soviética ofrece una lección importantísima acerca de la toma del poder y la conformación de un Estado obrero, a partir de los órganos de lucha revolucionaria de la clase obrera, los soviets, que se transforman en órganos de poder. Pero no sólo eso, también del papel insustituible del partido revolucionario, que sólo lo podrá ser plenamente si se basa en el centralismo democrático, parte esencial de su programa. Por supuesto, no se trata de que dé una receta, un algoritmo matemático aplicable igual en todos los casos. Sí algunas lecciones importantes que, de cualquier modo, deberán adaptarse a las circunstancias particulares de cada caso.

Aunque sólo fuera por esto, como sí se puede aprender de esta experiencia y mucho, quedan delatados quienes pretenden que se olvide, calificándola de fracaso, abiertamente o disimulándolo con la forma de “fin de ciclo”. Si fracasó es porque habría podido triunfar, pero entonces, ¿cuál habría podido ser ese triunfo? ¿La culminación de la transición socialista allí, alcanzándose sólo en este país el comunismo? Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Fin de un ciclo? ¡Como si la lucha de clases admitiera treguas!

“Lenin, Trotsky y sus amigos fueron los primeros (…) pueden clamar (…) ¡Yo osé!” (Rosa Luxemburg)

No es sólo eso, hoy, frente a toda la propaganda que pretende sepultar la experiencia revolucionaria como referente para la lucha actual, decimos con Rosa Luxemburg que:

(…) en el momento actual, cuando nos esperan luchas decisivas en todo el mundo, la cuestión del socialismo fue y sigue siendo el problema más candente de la época. No se trata de tal o cual cuestión táctica secundaria, sino de la capacidad de acción del proletariado, de su fuerza para actuar, de la voluntad de tomar el poder del socialismo como tal. En esto, Lenin, Trotsky y sus amigos fueron los primeros, los que fueron a la cabeza como ejemplo para el proletariado mundial; son todavía los únicos, hasta ahora, que pueden clamar con Hutten “¡Yo osé!” Esto es lo esencial y duradero en la política bolchevique. En este sentido, suyo es el inmortal galardón histórico de haber encabezado al proletariado internacional en la conquista del poder político y la ubicación práctica del problema de la realización del socialismo, de haber dado un gran paso adelante en la pugna mundial entre el capital y el trabajo. En Rusia solamente podía plantearse el problema. No podía resolverse. Y en este sentido, el futuro en todas partes pertenece al “bolchevismo”. (…)

Hoy estamos librando un conjunto de luchas contra la desocupación, los despidos y la precariedad, por un salario igual a la canasta familiar y su indexación, por la defensa de las jubilaciones, por una educación pública al servicio de la mayoría popular, por la centralización del sistema de salud, por la defensa del medio ambiente y por terminar con las privatizaciones menemistas (que todos mantuvieron), por la ruptura con el FMI y el no pago de la deuda pública. Son luchas transicionales que llevan a plantear la toma del poder para poner realmente imponerlas. Ante la constatación de la imposibilidad de que sean satisfechas en el capitalismo, la lucha sigue y en ella es en donde se organiza la clase, en el camino hacia el inequívoco horizonte de que hay alternativa, la del gobierno de los trabajadores. Camino para el que la experiencia soviética sigue siendo una enorme fuente de aprendizaje, porque las conquistas de Octubre están vivas como referente, son patrimonio de la humanidad; no se debe olvidar que la existencia de la URSS ayudó a la clase obrera a escala mundial, a conseguir avances importantes.

La construcción del partido revolucionario, la convocatoria a un Congreso del FIT-U abierto a las organizaciones que llevan adelante la lucha de ruptura con el FMI y una Conferencia Latinoamericana que ponga en el centro una salida positiva para el pueblo trabajador al conjunto de las rebeliones populares en nuestro continente, desde la independencia de clase y por un gobierno de obreros y campesinos.