En defensa del boxeo


En cuanto a la carta de Cacho (PO N° 1.000, 12/7), acerca del boxeo en Sasetru, corresponde señalar, en principio, que con toda seguridad los compañeros no han pensado, al organizar esas exhibiciones, si se trataba de un deporte o no. Simplemente, los trabajadores y la población en general consideran que sí lo es, del mismo modo en que se incluye entre los deportes al fútbol y a otras actividades profesionales.


Si se ha de seguir el principio griego de “mente sana en cuerpo sano”, no hay deporte en el capitalismo: sólo un enorme negocio que se ha constituido en uno de los principales motores de acumulación de capitales junto con el tráfico de armas, de drogas y el reciclado de mugre. Armamentos, falopa, circo y mugre: he ahí el capitalismo en su época de decadencia.


Desde ese punto de vista, es infinitamente más deporte el boxeo practicado a modo de esparcimiento en una actividad de trabajadores que toda la porquería que vemos por televisión aunque se trate de disciplinas, como el tenis, en las que nadie se pega.


Por lo demás, no deja de asombrar que en esta época, cuando el régimen social ha acumulado una capacidad de destrucción capaz de provocar en horas el estallido del planeta, cause tanto escozor la violencia elemental de dos hombres, o dos mujeres, que atacan y se defienden con sus puños arriba de un ring.


El compañero Cacho sostiene que, si nuestras ideas toman el poder, el boxeo será prohibido. Ya se hizo en la Edad Media, cuando los curas entendieron que cualquier cosa que enalteciera el cuerpo constituía paganismo y, por tanto, pecado. Empero, el boxeo no se extinguió y su práctica, clandestina, prosiguió hasta que la pujanza del primer capitalismo lo devolvió a la superficie.


La escritora norteamericana Carol Oates dice, en un libro más que interesante (El boxeo) que, en la sociedad capitalista, el pugilismo no representa la vida, que es la vida. Quienes asisten a cualquier espectáculo deportivo, desde cierto punto de vista rememoran todo el aspecto lúdico de su propia infancia. En cambio, los espectadores de un encuentro de boxeo, y los boxeadores mismos, recuperan de algún modo los ancestros bárbaros de la especie.


¿Puede todo eso suprimirse con una prohibición? Es de temer, compañero Cacho, que si tal cosa se intentara, el boxeo, como en el medioevo, se las arreglaría para sobrevivir en la clandestinidad y quien esto escribe, no tenga dudas, contribuiría a que así fuera.


Cuando el acto brutal de dos hombres que se golpean deje de ser la vida porque la vida habrá cambiado, el boxeo, como el Estado, simplemente se extinguirá sin necesidad de prohibiciones. Jamás las prohibiciones han servido para suprimir lo prohibido, salvo, claro está, la prohibición de explotar a los trabajadores.


Por otra parte, resulta por lo menos improcedente comparar al boxeo profesional, y aun al aficionado en competencias de alto rendimiento, con una exhibición pugilística en una fiesta de trabajadores. A nadie se le puede ocurrir seriamente que el objetivo de quienes las ofrecieron, y divirtieron con ellas a sus compañeros, hayan procurado causar a quien tenían enfrente conmociones cerebrales o de cualquier otro tipo.