James Joyce en Prensa Obrera

Estas impresiones comenzaron formando parte de una carta de congratulación y terminaron convirtiéndose en un breve artículo de opinión. El cálido elogio inicial estaba referido a la aparición de una nota sobre la novela Ulises, del escritor irlandés James Joyce, en las páginas del N° 856 de Prensa Obrera.


Es casi seguro que todo lector consecuente de los materiales del Partido Obrero parte de la aceptación de que los restringidos medios con que cuenta un partido revolucionario en crecimiento deben privilegiar naturalmente los aspectos relativos al análisis político y económico más coyuntural, aquellos que se encuentran en relación directa con la intervención práctica en los diversos frentes y las inmediatas necesidades de orientación y organización; en síntesis: se corresponden con la intervención partidaria y el desarrollo programático que surge en consecuencia. Tal urgencia determina muchas veces una política de selección de temas errática en cuanto a aquellas cuestiones que escapan a ese requerimiento inmediato. De cualquier manera, y en tanto el crecimiento obliga a enfrentar nuevos y más complejos problemas, es posible notar en el último período –fundamentalmente en las colaboraciones de miembros de LuchArte– la aparición más continua de aspectos vinculados más directamente a los territorios del arte y la cultura. Ahora bien, convengamos que no es para nada habitual que figuras como las de Joyce, uno de los más fuertes innovadores de la literatura contemporánea según el juicio coincidente de los especialistas, tengan también un lugar. La nota sobre el Ulises significa, en consecuencia, un paso adelante que es preciso valorar y que marca un camino sobre el que se debe avanzar.


Si la felicitación se convierte en argumentación es debido a que el intercambio de opiniones con otros lectores de la prensa, firmes militantes partidarios, nos permitió constatar con asombro que algunos de ellos consideran que el artículo en cuestión poco aporta o nada interesa, básicamente porque se encuentra alejado de las costumbres y el gusto de los trabajadores y los desocupados, de la apetencia y las posibilidades del conjunto de las masas. Es más, hay quien ha considerado –muy apresuradamente, por cierto– que su publicación expresa una suerte de soberbia por parte de los editores del periódico, quienes no habrían considerado que la amplia mayoría de los lectores ignoran quién es Joyce, jamás leyeron una novela y, por ello, no cuentan con las habilidades necesarias para comprender la nota que se le dedicó.


Lo que aquí afirmamos es que, precisamente, porque esa distancia existe –y en una dimensión dramática– se necesitan no un artículo de este tipo de vez en cuando sino cien, mil; o sea: se requiere un seguimiento perseverante de las cuestiones relativas al arte y la cultura y que este tesón sea, al mismo tiempo, cada vez más exigente.


¿Por qué un periódico que busca en primer lugar la educación de los explotados y desposeídos, que les exige un esfuerzo cotidiano para que, después de horas de duro trabajo y de esforzada militancia sindical y política, dediquen todavía tiempo de su vida a leer, analizar y debatir complejos fenómenos económicos y sucesos históricos, la vida política nacional e internacional, por qué debería debilitar u omitir esa exigencia cuando se trata de la literatura y el arte? Quien, de un modo más o menos explícito, piensa que se trata de tareas excluyentes, en el fondo establece una jerarquía indebida cuya consecuencia consiste en dejar en manos de otros aquello que el partido aparta a un lado. Como ya se sabe, en el fondo, se trata de política: siempre se trata de lucha política, y en el combate político no existen los vacíos.


No se necesita buscar las citas pertinentes de Marx, Engels, Lenin o Trotsky (las hay y en abundancia) para enfatizar la evidencia que establece que los trabajadores y las masas explotadas son los herederos de los mejores frutos que el pensamiento y la acción de los hombres y las mujeres han ido forjando a lo largo de los siglos. Los obreros y los pobres no deben contentarse con la idea de que alguna vez, en el futuro, sus hijos o los hijos de sus hijos podrán disfrutar de todos los bienes materiales y simbólicos; es fundamental que se organicen y peleen para exigirlos ya, ahora. Del mismo modo que pelean por mejores viviendas, mejores medios de transporte, mejores hospitales y medicamentos, mejores escuelas, ya, ahora, y en esa lucha se van armando con las herramientas que les posibilitarán lograr tal objetivo, asimismo deben pelear por su derecho al consumo y disfrute de las mejores obras que los artistas han producido. Y así como en el debate político inmediato nuestra prensa se ha caracterizado por la excelencia de sus análisis y la riqueza de los elementos que aporta sin dejarse tentar por formulaciones simplistas en función de “aligerar” las dificultades que su lectura pueda plantear, el mismo empeño ha de orientarla a la hora de incursionar en otros terrenos no tan frecuentados.


Más allá de los méritos que se deben reconocer en la obra de James Joyce, el escritor irlandés es un emblema de la destreza profesional y especializada, la perfección técnica y la complejidad formal que ha alcanzado el arte contemporáneo, y que corre paralela a un mundo en el que la división del trabajo ha disociado ciertas capacidades humanas de otras. Algo similar a lo que ocurre con la ciencia, por ejemplo. En consecuencia, de lo que se trata es de dotarse de las herramientas que posibiliten el acceso a esas capacidades como parte del trayecto hacia la superación del sujeto fragmentado.


No se trata de una simple cuestión de gustos: la literatura “alta”, “intelectual”, “aristocrática”, versus la “cultura popular”, “rápida”, “espectacular”, “atractiva”; la complejidad del debate no puede cerrarse en estos términos. Así hablan los interesados productores televisivos, los manipuladores del gusto juvenil y popular que califican a las grandes obras de arte como “aburridas” y “pretensiosas” para que el “público” se conforme (y gaste sus pocos pesos) con lo que ellos auspician y venden (tarea para la cual no se privan de citar todo tipo de argumentos populistas y “democráticos”): películas de aventuras y efectos especiales, música pegadiza y bailable, más y más fútbol y teleteatros, revistas e incluso libros sobre los escándalos de los ricos y famosos…


No se trata de negar la función de entretenimiento y el efecto emotivo que suscitan un partido de fútbol, la cumbia de los sábados a la noche o los culebrones televisivos, para nada; de lo que se trata es de no permanecer recluido en un universo simbólico acotado y aceptar naturalmente que la pintura impresionista, los poetas del romanticismo alemán, las ficciones de Borges, las películas de Fassbinder o el jazz de Miles Davis pertenecen a los otros. Porque “los otros”, los que no luchan por la independencia política de la clase obrera, pueden también disfrutar del fútbol y las telenovelas o bailar pachanga, además de gozar con una buena novela, escuchar una ópera, aplaudir un espectáculo teatral o visitar una galería de arte.


La anécdota resignada repetida sobre todo entre los docentes, da cuenta del joven que dice que el Quijote es “aburrido” y por ello lo rechaza y se refugia, como respuesta, en la escucha de su grupo musical habitual o en la lectura del fanzine; lo que la anécdota no revela es que el muchacho o la muchacha en realidad no puede leer la obra de Cervantes, que ésta le exige un esfuerzo que no está en condiciones de hacer, una preparación que la escuela no le ha brindado. Y que, por supuesto, cada vez le brinda menos a los más pobres de acuerdo con un sistema educativo que reproduce, como un calco, el mapa social que se distribuye en escuelas de primera y escuelas de cuarta.


El Ulises de Joyce forma parte de esa lucha, y es importante que se sepa bien por qué estamos luchando. En las cuestiones del arte, como en ninguna otra quizá, se puede percibir el carácter conservador que suele adueñarse de los hombres a través de la afirmación del supuesto “gusto personal” o “gusto popular” como fórmulas encubridoras. Las grandes obras de arte sacuden espíritus y cerebros, obligan a ver al mundo y a los hombres a partir de las múltiples maneras que los enlazan y comunican, y también en la particularidad de sus matices; no confirman lo que ya sabemos y esperamos, nos desafían, desafían nuestra comprensión y nuestras emociones.


Por eso las necesitamos: porque pueden hacernos reír o llorar pero, sobre todo, porque nos conmueven, nos ayudan a detenernos un minuto y a reflexionar en lo que subyace, en lo que no es aparente. De ello se concluye la necesidad de muchos James Joyce en Prensa Obrera.