Cien años de Bertolt Brecht

Se cumplieron, en febrero, 100 años del nacimiento del dramaturgo alemán Bertolt Brecht. Partícipe di­recto de las convulsiones políticas e ideológicas de la Alemania de entreguerras, se integró a las corrientes artísticas de vanguardia y al movimiento comunista. Exiliado en Estados Unidos durante la época de Hitler, regresó a Alemania tras la caída del régimen nazi y decidió instalarse en Berlín Oriental. Allí permaneció, desarrollando su obra en el Berliner Ensemble, hasta su muerte en 1956.


Su teatro es un teatro de vanguardia. Nacido al calor de las experimentaciones expresionistas de los años 20, volcó ese lenguaje tranagresor y rupturista a su ideología marxista y socialista. Expresamente en sus textos teóricos y prácticamente en sus piezas dramáticas, Brecht rechaza la ‘ilusión’ del público de estar asistiendo a una “segunda realidad”. Brecht busca despertar al espectador, recordarle que está viendo una obra de ficción, producto de un autor (y de una compañía teatral) que tiene una tesis que decir sobre el mundo. Brecht no quiere que el público sea ‘conducido’ a una conclusión evidente por sí misma, lógica dentro de la lógica de la obra.


¿Cómo lo hace? Rompiendo a cada paso la ilusión escénica, con alocuciones directas al público, con pro­yecciones, canciones y carteles, quebrando la continui­dad de las secuencias. Su objetivo es que el espectador pueda replantearse el mismo destino de los personajes de la obra, que pierda esa ‘identificación* pegajosa que hace que ‘nos metamos’ en la piel del héroe y nos impide reflexionar sobre sus circunstancias, es decir, sobre nuestras circunstancias.


Esta postura, llamada por Brecht “extrañamien­to” (Breviarios de estética teatral, Ediciones La Rosa Blindada), es inseparable de su rechazo del héroe positivo. Los protagonistas de las obras de Brecht son sustancialmente no heroicos, son personajes plagados de contradicciones, que a menudo son derrotados por el mundo que los rodea justamente porque no conocen sus contradicciones, porque no saben que están inmer­sos en un mundo dominado por una ideología que los domina también a ellos. Brecht lo que busca es hacer que esa ideología, transparente para todos, invisible porque nos domina y no la podemos ver, se haga opaca, y aparezca ante nuestros ojos de espectador teatral.


El héroe positivo es un personaje sin fisuras, homo­géneo, que se instala en un mundo maniqueo: los buenos (representados por el héroe) y los malos. Pero los héroes, plantea Brecht, no existen en la realidad. El héroe es, desde el romanticismo hasta las películas de Hollywood, la forma burguesa (individualista) de re­solver las contradicciones de la realidad a través del elevamiento de un individuo excepcional por encima de la masa. El héroe en las obras de ideología socialista es la expropiación del poder popular en beneficio de un ilusorio líder extraordinario. Por ello, Brecht busca romper con esta concepción del héroe positivo y mos­trar que los hombres de carne y hueso viven alienados, ‘¿respondiendo en parte a sus necesidades, en parte a consignas de la ideología dominante. La verdadera heroicidad, la verdadera liberación, consiste en empe­zar a desarmar el mecanismo ideológico que nos para­liza. La única manera de mostrarlo en escena es, para Brecht, a través de la técnica del extrañamiento (Paolo Chiarini, Bertolt Brecht, Laterza, 1967).


Brecht es parte de una generación que buscaba subsanar las dificultades de crecimiento del socialismo no en el terreno de las orientaciones políticas, sino en el de las ideologías, creencias y culturas individualis­tas de las masas, ese sustrato cultural que a menudo actúa como una rémora para el desarrollo de la ideolo­gía socialista. El teatro de Brecht forma parte de la misma preocupación del psicoanalista Wilhelm Reich, cuando, hacia la misma época, buscaba “acompañar” al socialismo con una “política sexual”, y aún ubica­ba las causas de la victoria de Hitler en ese aspecto.


También está emparentada con las disquisiciones so­bre la “hegemonía”, de Antonio Gramsci, quien tam­bién apunta a que el partido obrero acompañe su orientación política con un desarrollo “cultural”, que vaya disputando la hegemonía burguesa en ese terre­no.


En los tres casos (Brecht, Reich, Gramsci) se trata­ba de un subterfugio para evitar la discusión sobre la contrarrevolución stalinista. En vez de replantearse las políticas ultraizquierdistas de la Comintem de los años 1928-1933, trataban de ‘rellenar* los vacíos culturales por abajo, como si fuera eso lo que separaba al Partido Comunista de las masas.


A fines de los años 20 y comienzos del 30, Brecht es conocido en toda Alemania, por sus poemas y sus piezas dramáticas. Pero sus teorías y su práctica teatral chocan con las concepciones stalinistas que se estaban elaborando en ese momento. Georg Lúkacs, que luego de dos expulsiones había agachado la cerviz frente a la dirección stalinista del Partido Comunista húngaro de Bela Kun, fue enviado por Moscú a Berlín, específicamente (Sara Sefchovich, La teoría de la lite­ratura de Lukács, UNAM, 1979, pág. 37) a combatir las concepciones culturales de la izquierda del Partido Comunista alemán, donde un papel central le cabía a Brecht. Desde la revista Die Linkskurve, Lukács co­mienza sus teorizaciones sobre el realismo y la necesi­dad de que el arte refleje las contradicciones funda­mentales de la sociedad, resueltas siempre por un héroe positivo encamado por un obrero, en lo posible con el carnet del Partido Comunista en su bolsillo.


Durante toda la década del 30 se desarrolla la polémica Brecht-Lukács (Bemard Dort, Lecture de Brecht, Seuil, 1972). Con el nazismo, Lukács se exilia en Moscú, donde asiste imperturbable a la masacre de los opositores a Stalin. Brecht prefiere Estados Uni­dos, donde, sin abandonar sus posturas socialistas, se relaciona con la vanguardia artística e intelectual alemana del exilio.


El planteo de Lukács, quien hasta su muerte se mantuvo fiel a los postulados culturales del stalinismo, consiste en la siguiente crítica a Brecht (Estética I, vol. 3, Grijalbo, 1982, pág. 190): la teoría del “extra­ñamiento” dice luchar contra la teoría de la “empatía”, es decir, la consustanciación, la unidad espiri­tual del espectador con la obra. Pero, dice Lukács, el “gran arte” ha ido mucho más allá de la empatía, y ha podido plantear la destrucción de sociedades decaden­tes a través de la lucha de héroes positivos contra los viejos regímenes. De tal forma, la teoría del “extraña­miento” es sólo una teoría pequeño burguesa como su contracara de la empatía. Como se ve, Lukács defien­de aquí el “gran arte” burgués contra los ataques de Brecht, y tilda a la teoría brechtiana de estéril. Sin embargo, reivindica parcialmente la producción ma­dura de Brecht, es decir al período del Berliner Ensemble en la Alemania Oriental.


,Pero en ningún sentido Lukács puede demostrar que el efecto de extrañamiento no sea efectivo para una comprensión cabal de los procesos sociales y de las contradicciones ideológicas de los personajes y, por ende, del público. O en todo caso, no dice que como dramaturgo Brecht tiene todo el derecho del mundo a mostrar su visión de cómo superar esas contradicciones sociales. La condena que Lukács y el stalinismo hicie­ron de toda la literatura occidental moderna desde Flaubert en adelante es incoherente con el ‘perdón’ que se le otorga a Brecht, y le transforman la condena a muerte (que en Rusia habría sido casi un trámite burocrático más) por una tolerancia circunstancial.


De hecho Brecht fue un artista incómodo para el régimen stalinista (al cual apoyó desde su regreso a Alemania Oriental en 1946). Por su fama internacio­nal era un personaje intocable, por sus teorías estéti­cas era un factor de irritación insoportable. En la práctica, Brecht usó al régimen en su provecho, y el régimen stalinista hizo lo mismo. Por otra parte, el de Brecht no fue un apoyo incondicional. Durante la insurrección obrera de 1953 en Berlín, el dramaturgo planteó rápidamente su apoyo a las reivindicaciones obreras, incluso reclamando el armamento popular. Se propuso como mediador entre el gobierno y los comités obreros y emitió una declaración en tal senti­do, que terminaba planteando también su apoyo al Partido Comunista en el poder. Por la radio oficial sólo reprodujeron la última frase, con lo cual Brecht cayó víctima de sus propias vacilaciones. Al término de la rebelión obrera, escribe un poema: si el pueblo no puede disolver el gobierno, propone, “¿no sería más simple para el gobierno disolver el pueblo y elegir otro?”.


Cumpliéndose 100 años de su nacimiento, se mul­tiplican los recordatorios en todo el mundo. La dere­cha no duda en enchastrarle cuanto insulto encuentra en el diccionario, como por ejemplo Mario Vargas Llosa en La Nación (19/2) o Ambito Financiero (18/2) reproduciendo las infamias de un libro increíble, que no merece el tiempo de lectura de estos dos renglones que lo citan. El stalinismo mutante, hoy transformado en un partido demócrata abierto y comprensivo, lo evoca como uno de los guías de los años de oro del ‘socialismo’, y falla al verlo como un “analista de las derrotas”. Brecht es un analista de las dificultades para la estructuración de una conciencia de clase, lo que está muy lejos de ser una derrota. Para él, con razón, ese análisis era la premisa de la victoria.


La obra de Brecht parece hija de otro tiempo, imposible de ser trasplantada a este fin de milenio, donde prevalece el arte pasatista y donde triunfa la técnica sobre el significado. Sin embargo, su obra se ha incorporado al arte occidental de este siglo y ha dejado, fundamentalmente, una teoría dramática insoslaya­ble. El desarrollo de una “cultura socialista”, o una cultura que acompañe al movimiento socialista, podrían revitalizarla.