Cultura

19/10/2020

A 20 años del estreno de Okupas: la única verdad es la realidad 

Sobre la miniserie que pateó el tablero de la TV argentina. La pauperización de la juventud, ayer y hoy.

Aquella noche del miércoles 18 de octubre de 2000 las imágenes de Canal 7 irrumpieron con el desalojo de una casa tomada del barrio de Monserrat. El fiscal, junto a un destacamento de la Policía Federal, da la orden marcial: “habiendo sido apercibidos, a partir de este momento tienen tres minutos para desalojar el inmueble”.

De pronto aparece el fugaz registro de un joven holgazán durmiendo ante la atónita mirada de su abuela y acto seguido, ante la poderosa voz de Luciano Pavarotti sonando en un viejo “combinado”, el desalojo comienza.

Nada se entiende y nadie sabe si lo que ocurre es realidad o si el productor del canal confundió los tapes del noticiero con la grabación de algún unitario.

Pero nada de eso. Es Okupas, la miniserie que hizo de la realidad una de las ficciones más creíbles, crudas y reconocidas en la televisión argentina, convirtiéndola no solo en un objeto de culto sino también en la crónica de aquel fin de siglo de miseria y desocupación de la resaca del menemismo y el ajuste de la Alianza, que cobra vigencia con cada nueva crisis.

Una serie que además abrió el paso a un neorrealismo en la TV (como así también en el cine) que lejos estaba de las producciones costumbristas de clase media de tipo naif de los ’90, plagadas de estereotipos y guiones trillados repletos de historias de enredos amorosos en tono de comedia, con decorados de interiores visualmente agradables y exteriores poco reconocibles, logrando de alguna forma evadir el contexto social y político de la época.

Una serie que aún sigue vigente por su lenguaje y su contenido y que, consecuente con su filosofía, sobrevive –en baja calidad de imagen y sonido- como okupa en YouTube frente a las rabiosas políticas de copyright de la red social por el soundtrack de la misma, motivo por el cual no ha sido posible su reposición en calidad HD en plataformas como Netflix.

“Elige tu futuro, elige la vida”

Los ’90 habían finalizado y más que “naves espaciales que lleguen a la estratosfera”, como prometiera Carlos Menem, los 2000 eran aquel mundo profetizado por Discépolo en “Cambalache”.

La frivolidad menemista ya no podía disimular el colapso de la convertibilidad, como así el aumento de la pobreza y la desocupación. Mientras “cavallino rampante” de la Ferrari de Menem daba paso al cansado y estoico andar de los de remises a gas (con que miles de trabajadores despedidos intentaban sobrevivir), la cultura de la “Pizza con Champagne” perecía ante la Pizza, birra y faso de una juventud empujada a realizar largas colas por la ilusión del puesto de cadete por 400 pesos por mes, en un contexto donde el fantasma de las puebladas piqueteras recorría la Argentina toda desde Mosconi, Tartagal y Corrientes hasta la matancera Ruta 3.

Fue en ese contexto donde Bruno Stagnaro trajo a la televisión Okupas. La serie, que compartía formato con su producción cinematográfica anterior Pizza, birra y faso (1998), pateó el tablero de la ficción en TV con la historia de Ricardo (Rodrigo de la Serna), Sergio “el pollo” (Diego Alonso), Walter (Ariel Staltari) y “el Chiqui” (Franco Tirri), cuatro jóvenes outsiders en una ciudad vacía y sin rumbo más que tratar de sobrevivir en una casa tomada, más conocida en la serie como “el caserón del orto”.

A lo largo de sus once capítulos, cada intérprete irá construyendo su personaje, como en cierto punto a la Argentina de aquellos años. El protagonista será Ricardo, un joven de clase media acomodada sin rumbo que –después de abandonar la facultad- no logra hallarse y su vida viene se viene a pique para transformarse en esa figura estigmatizante conocida como “los jóvenes ni-ni”.

A contramano de las clásicas telenovelas, su rol protagónico no busca generar simpatía alguna ni atracción, y por momentos se muestra oportunista y ventajero, como forma de supervivencia que compense su inexperiencia en los “bajos fondos”.

Desde su entorno familiar, conformado por su abuela Coca y su prima Clara Alvarado (Ana Celentano), Ricardo terminará siendo el reflejo de una juventud empobrecida, cuya sociedad -además de no darle oportunidades- le exige valores morales de comportamiento y expectativas de movilidad social para ser reconocidos como “gente de bien”. Por un lado, su abuela “Coca” recriminándole su actitud holgazana frente a la vida y recordándole como en los tiempos de antaño era posible progresar; y por el otro su prima Clara, una exitosa licenciada en Marketing que le confía el cuidado de la casa desalojada bajo cinco reglas –“los cinco mandamientos”-, que no son más que las normas de comportamiento esperadas por la sociedad capitalista en la juventud, transformándola a lo largo de la serie en el Heraldo de la moral burguesa.

Es aquí donde en la serie (y en la casa) entrarán las nuevas amistades y enemistades que Ricardo cosechará en su aventura por la marginalidad.

Por un lado, estará “El Pollo”, un viejo amigo de la escuela proveniente de una familia trabajadora empobrecida y cuya realidad deambula en el mundo del delito. Su curtida cultura callejera será un elemento de deseo permanente por parte de Ricardo, y al mismo tiempo el motivo por el cual el Pollo se termine transformado en su “ángel de la guarda” frente a la ingenuidad y la falsa valentía con que el propio Ricardo intentará recorrer aquel entorno. Un dato interesante es cómo en el pasado Ricardo y el Pollo compartieron el mismo pupitre de la escuela, ya que dicho detalle deja entrever la falsa idea de que la educación puede permitir sobreponerse e inclusive igualar las diferencias históricas entre las clases sociales en el capitalismo.

Para completar a “la banda”, estarán Walter, un joven rollinga algo fanfarrón y provocador que sobrevive paseando perros, dándole a la serie ese elemento tan propio de la juventud noventosa como fueron las tribus urbanas. Y por último “El Chiqui”, una especie de neo hippie vagabundo (también amigo del Pollo), de espíritu aniñado y bonachón, siempre dispuesto a tomarse los problemas y conflictos de forma calma. Tal vez una expresión de la bohemia lumpen de la Buenos Aires de fin de siglo, que, junto a Walter, se apegará sentimental e ideológicamente con un perro callejero de nombre “Severino” en honor al militante anarquista Severino di Giovani.

Estos serán los compañeros de ruta de Ricardo, en una trama que comienza con una simple aventura por la indigencia de vivir con lo justo y el consumo de drogas, para más tarde transformarse en el terror ante la verdadera cara del mundo de la delincuencia, los transas y la violencia.

Es en este punto donde la serie se parte en dos ante la aparición del personaje más siniestro, “el negro Pablo” (Dante Mastropierro), un transa violento y ex socio del Pollo de la zona de “el Docke”, cuyo espíritu vengativo será un punto de inflexión en el safari de Ricardo por el lumpenaje con una de las escenas más tensas, violentas y mejor ejecutada, como lo fue el intento de violación ante el mote de “el masca-pito”. Una escena que resume las técnicas de grabación y el tratamiento de las tomas a lo largo de Okupas, donde el realismo –junto con los sonidos ambientales urbanos- se preponderan por delante de cualquier arreglo de imagen y sonido y donde la cámara será inclusive un personaje más, el testigo que invitará al espectador a ser parte de la trama.

A partir de aquí la sensación de aventura y experimentación darán paso a un permanente sentimiento de persecución ante la vendetta del Negro Pablo, donde los personajes perderán toda inocencia, donde nada parece estar bajo control y donde más que buscar resoluciones, la trama experimentará una sensación de caída hacia un vacío constante y el peligro.

El grupo de amigos entrará en conflictos y partimientos, y Ricardo terminará buscando esa dureza deseada en figuras como el delincuente traicionero y de características psicópatas, Miguel (Jorge Sesan), en una situación que lo llevará a tener que crecer y tomar la decisión de dejar de ser el “criadito” y mantenido de su abuela, pero principalmente de su familia acomodada. Transformándose así en un okupa más junto a un grupo de inmigrantes en la casa –nuevamente tomada- llevándolo a enfrentar a su prima empresaria.

Pero por el otro lado Ricardo tomara conciencia de que el mundo de la delincuencia, en el cual intentará incursionar junto a Miguel, le son tan ajenos como los privilegios de clase que él supo tener en algún momento en su etapa de estudiante de Medicina y frustrado músico amateur.

Estos irreconciliables antagonismos sociales estarán presentes y, a contramano de las clásicas telenovelas, nunca buscarán ser resueltas, como bien ocurre en las relaciones amorosas entre Ricardo y Sofía (hija de un inmigrante) y Clara con el Pollo, todas ellas fugaces y efímeras.

Todo será tan efímero que hasta la propia amistad entre el grupo, la cual parecía haberse estabilizado, terminará de forma abrupta y fatal, dejando para siempre aquella casa que la vio nacer.

Así “el caserón del orto” se terminará transformando en una especie de metáfora de la Argentina previa al Argentinazo del 2001, donde la presencia del Estado será el del rol de gendarme de los intereses de sociales de los explotadores –en este caso a través de un negocio inmobiliario- frente al hambre, la miseria y la falta total de perspectivas de una juventud sin oportunidades.

La TV tumbera

Así como Okupas revoluciono la ficción argentina, también creó un legado en la televisión. Sus tres premios Martín Fierro, los altos niveles de rating -que se incrementaron en sus sucesivas reposiciones-, dieron cuenta de la avidez que existía en la Argentina por este tipo de unitarios, que en este caso tenía muchas reminiscencias en el neorrealismo italiano de la segunda mitad del siglo XX y que se supo erigir en una televisión donde las producciones naifs de Cris Morena y el costumbrismo clasemediero de la productora Pol-Ka parecían no tener competencia alguna.

Desde hacía décadas algunas producciones nacionales habían intentado incursionar en esa temática, como La Raulito (1975), Las tumbas (1991), la ya mencionada Pizza, birra y faso y Mundo Grúa (1999). Inclusive se pueden encontrar grandes similitudes entre el universo de Okupas con producciones internacionales como las muy chocantes Trainspotting y Kids, ambas filmadas entre 1995 y 1996.

Tras el “boom Okupas”, se produjo una revolución en la televisión argentina, llevando a que las productoras se abocaran de lleno a tratar de recrear ese mundo de marginación y miseria. La series Tumberos y el film El Bonaerense (de 2002), así como las tiras Disputas Sol Negro y la película El polaquito (de 2003) fueron la primera tanda de este nuevo paradigma, el cual se vería rápidamente opacado por otra realidad, más pomposa y extravagante, como lo fueron los reality show. Inclusive el propio reality show Policías en acción usufructuaría el mundo de lo marginal desde una óptica grotesca, banal y hasta morbosa.

El puntero devolvería en el 2007 el formato a la pantalla chica, aunque sin esa sutil espontaneidad de Okupas. Más en la actualidad aparecerían Un gallo para Esculapio (2017), El tigre Verón (2019) y el reciente boom de El marginal, que volverían a transformar a la marginalidad en mainstream, aunque en algunos casos simplemente explotando los recursos del realismo okupa en historias que lejos estaban del talentoso guion de Stagnaro.

La única verdad es la realidad

En una serie de entrevistas realizadas a Bruno Stagnaro, el creador de Okupas ha recalcado el carácter atemporal de la serie. Ante la pregunta sobre la actual situación de pobreza en la juventud, él respondió: “Me hace sentir que estamos atrapados en una espiral cíclica. Veníamos de años muy complicados y esta situación de la pandemia por supuesto que complicó todo muchísimo más” (Télam, 15/10/2020).

No es para menos: la Argentina del 2020 atraviesa una crisis profunda que nuevamente vuelve a traer a los fantasmas de aquel comienzo de milenio, con niveles de pobreza de más del 40%, una desocupación real de casi 30% y con un peso especial en la juventud, que padece a su vez la precarización laboral, la falta de conectividad que garantice la educación y las decenas de casos de gatillo fácil, secuestros y abusos perpetrados por la policía como el ocurrido con Facundo Castro.

Nuevamente la Argentina se ha vuelto a convertir en el “caserón del orto” con más de 4 millones de familias con problemas de vivienda, donde las tomas de tierras –como la de los vecinos de Guernica- resiste los aprietes de Kicillof, Berni y sus idiotas útiles.

Y en esta no hay confusiones ni ficción, es la realidad. Una realidad que no debe ser solo relatada e interpretada, sino también transformada.

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