Cultura
24/7/2021
literatura
“Canción”, de Eduardo Halfon: memoria y escritura de la convulsionada Guatemala de los sesenta
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Un congreso de escritores libaneses organizado por la Universidad de Tokio en Japón le sirve a Eduardo Halfon como excusa para dar comienzo aparente a Canción, la nouvelle, por ponerle un nombre, recientemente editada por Libros del Asteroide y que es una entrega más de su particular proyecto literario: esa obra hecha de obras que ya lleva más de una década en la construcción de piezas que pueden leerse por separado pero que van tejiendo una trama única.
En ella la memoria, la identidad y sus mecanismos, los permanentes orígenes, la tensión entre el escribir y el ser escritor, los contextos y sus determinaciones -exitosas o fracasadas- son narrados con un inconfundible y particular estilo hecho de palabras encadenadas melodiosamente, que la remisión directa al título de este libro describe con acierto.
Pero cuidado. Nada es tan directo en el universo Halfon. Ni siquiera en Canción donde la Historia se mete con todo y lo hace en su brutal complejidad de geopolítica imperialista en los sesenta y el lugar que le tocó en ese reparto a Guatemala colmada con sus guerras civiles, sus movimientos guerrilleros de miras cortas y sus acciones, sus gobiernos nacionales que encaran su represión siempre feroz, siempre brutal y de cómo eso a partir de un acontecimiento puntual pasa a formar parte de la historia personal, de la memoria y del acto de narrarlas.
Disfraces y tensiones
“Llegué a Tokio disfrazado de árabe”. Con esta frase, que parece decir poco, Halfon amaga a abrir Canción. En realidad hace más bien otra cosa: muestra el tono con el que va a narrar la primera de las tres partes sobre las cuales está edificado el libro. En ella Halfon insiste en la problemática de la identidad (la personal y la social) y en su inestabilidad. Lo hace remarcando la cuestión del disfraz, ese elemento fundamental para desempeñar los roles sociales, tan profundamente instituidos, que la “normalidad” no hace más que confirmar.
Halfon llega a Japón invitado a dar una conferencia entre escritores libaneses pero él no es libanés. Este equívoco le sirve para contar el motivo de la confusión que es que su abuelo fue inscripto como libanés por distintas peripecias burocráticas, hilarantes y no tanto, sin serlo. A partir de ello Halfon se mofa de toda la situación resituando la tensión entre la práctica de la escritura, el hecho de escribir con todo lo que implica, con el disfraz que hay que ponerse al ser un escritor y, por ejemplo, tener que hablar como lo que uno no es y sobre lo que no necesariamente hace.
Así Halfon desmenuza esa zona del campo literario hecha de encuentros, en forma de congresos y conferencias, de prestigios armados a fuerza de solapas y contratapas, de preguntas esperables y respuestas ensayadas pero que bien valen un viaje y una estadía: “Nunca antes había estado en Japón. Y nunca antes me habían solicitado ser un escritor libanés. Escritor judío, sí. Escritor guatemalteco, claro. Escritor latinoamericano, por supuesto. Escritor centroamericano, cada vez menos. Escritor estadounidense, cada vez más (…) Escritor polaco, en una ocasión, en una librería de Barcelona que insistía -insiste- en ubicar mis libros en la estantería de literatura polaca (…) Todos estos disfraces los mantengo siempre a mano, bien planchados y colgados en el armario (…) Y me pareció poca cosa hacerme el árabe durante un día, entonces, en un Congreso de la Universidad de Tokio, si eso me permitía conocer el país”.
Guerra civil y la alternancia entre víctimas y verdugos
La segunda y la tercera parte del libro remiten a otro tema que llega en un relato en primera persona de la infancia del escritor y de su relación con su abuelo (el Nono): ese otro Eduardo Halfon, que se sentaba en la cabecera de la mesa y que “tenía un palacio”. Una mañana de enero de 1967 el abuelo, comerciante y judío, fue secuestrado por la guerrilla. La reconstrucción de ese secuestro ocupa el centro de la segunda parte del libro y el relato de los encuentros con alguno de los secuestradores, en bares lúgubres y en zonas marginales, para realizarla, el de la tercera.
Aunque, valga la aclaración, todas estas partes son construidas con textos cortos que, en forma de piezas de un rompecabezas son, a la vez, piezas de otro rompecabezas mayor, que van edificando este y todos los libros de Halfon. Cada una ellas comienza con una línea que funciona casi como un título que enmarca ese fragmento y todas recuerdan a las denkbilder benjaminianas en esa apuesta por condensar tiempo y espacio y por reinstalar la mediación (el lenguaje, lo literario) entre ellos. Y también hacerlo entre el sujeto y el objeto y entre la historia con minúscula -hecha de memorias y relatos- y la otra. Formas, en definitiva, que van armando otras formas y que quizá como estilo tengan una explicación en la conjunción de los dos roles de Eduardo Halfon: el escritor que decidió ser y el ingeniero que no quiso ser, luego de graduarse.
“Nadie ignora que Guatemala es un país surrealista” escribió el Nono Halfon allá por 1954, en una carta de lectores en Prensa Libre, uno de los principales periódicos de la época, en respuesta a un reclamo hecho por el artista boliviano Juan Ramírez Arteaga por la expropiación del edificio El Prado, propiedad del empresario. Esa respuesta pública se realizó tres semanas antes del derrocamiento de Jacobo Arbenz, segundo presidente en la historia de Guatemala en ser elegido democráticamente. Arbenz llegó al gobierno en 1953 y emprendió una serie de reformas que incluyen la abolición de la servidumbre y algunas expropiaciones para “abolir el sistema feudal que operaba en el campo”. Uno de los principales expropiados fue la United Fruit Company, principal terrateniente del país. El final de la historia es regionalmente conocido e incluye los tres actos de la reacción imperial: presión o lobby empresarial, acción política específica (del gobierno de Eisenhower) y operativo de la CIA para derrocar al gobierno e instalar distintas dictaduras que serán enfrentadas por la guerrilla.
El abuelo y la guerrilla no solo se encuentran en el secuestro, en cierto punto son parte de un mismo todo y Halfon elige hacer de su escucha un material de escritura. Con esas voces como (música de) el autor elige un tono documental, a mitad de camino entre la reconstrucción historiográfica o periodística para dar cuenta de esos procesos en los cuales la alternancia entre víctima y verdugo asume el centro del escenario. Pero lo hace sin perder de vista “el ojo literario” expresado en hacer foco en escenas o en modos de decir que exceden el construir la realidad como referente: “La guerrilla guatemalteca fue creada al inicio de los sesenta, en la montaña, por un fantasma y un caimán”, señala al autor para relatar el origen de los movimientos guerrilleros. Son los compañeros guerrilleros quienes así llamaban -con esa figura tan particular- a sus dos fundadores: el teniente Marco Antonio Yon Sosa y el subteniente Luis Augusto Turcios Lima, sobrevivientes de un fusilamiento organizado para repeler una sublevación de un centenar de oficiales contra el “servilismo del gobierno a los estadounidenses” contra Cuba.
No hay una crítica política explícita tanto de su abuelo y su circunstancia como empresario vinculado a lo más rancio de un sistema de expoliación como de la guerrilla, y es el mayor mérito de Canción. Halfon elige desmenuzar esa realidad mostrando. En sus descripciones de acciones militares -todas ellas de muy limitada capacidad de cálculo- se pueden ver los límites políticos de una guerrilla huérfana de organización, a la cual el autor llega gracias a los testimonios de sus integrantes de los cuales no compra todo su discurso.
Esa misma distancia con los testimonios aparecen con su propio abuelo, al que construye sin la piedad del nieto que es ni la alevosía que la descripción del mismo pudiera haber hasta justificado. Canción y Halfon reposan en la tensión, encuentran cierta comodidad en no cerrar lo que aún está abierto y que es el conflicto básico y fundamental que la frase de Baudelaire elegida como epígrafe enuncia provocadoramente como duda y enmarca al libro: “Quizás resultaría agradable ser alternadamente víctima y verdugo”. La resolución de esa alternancia entre esos roles, de esos roles incluso y el del modo de valorarlos debe darse en otro ámbito que excede a las palabras (aunque las contiene) y al modo en que se encadenan. A veces de un modo preciso y extremadamente atractivo como lo hace Halfon en Canción.
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