Cultura

9/1/2003|787

Cine argentino en el 2002

“Números cantan”, dice un refrán español. Y algunos tienen la mala costumbre de pensar los hechos de la cultura bajo esa brumosa perspectiva. En el caso del cine nacional, guiarse sólo por el número de películas estrenadas a lo largo del 2002, arrojaría un saldo, por lo menos, exitista.


En la temporada que termina se estrenaron 47 películas. El mismo número que en el 2001 y diez más que en 1999. Claro que lo que no puede compararse de un año a otro son las dificultades para producir, promocionar y estrenar. Con una moneda devaluada un 70% tras la muerte de la convertibilidad, es obvio que los costos y las previsiones traspasaron la estratósfera.


Entre los 47 filmes, figuran óperas primas, películas de género, experimentos inquietantes y un gran número de trabajos que no exceden el rango de monografía universitaria. Reflexión al margen: sería sensato pasar en limpio los criterios que aplica el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, a la hora de subsidiar o no nuevas propuestas cinematográficas. De hecho, una buena proporción de esas 47 sólo sirvieron para abultar el saldo y, acaso, para dar barniz a la gestión de Jorge Coscia (director del Incaa y realizador de la fallida Luca, vive, estrenada en octubre).


Un listado de trabajos notables debería incluir: Historias mínimas (de Carlos Sorín, ver recuadro), El bonaerense (de Pablo Trapero), Un oso rojo (de Israel Adrián Caetano), Vidas privadas (ópera prima de Fito Páez) y Kamchatka (de Osvaldo Piñeyro). Quien haya visto todas ellas, comprenderá que se trata de “notables” en muy distinto sentido.


El bonaerense y Un oso rojo proponen puntos de vista divergentes para contar historias que, bien miradas, ocultan dos versiones posibles de la disgregación moral de los argentinos. En El bonaerense, Trapero cuenta la anécdota de un correntino (el Zapa) que “termina” integrando, involuntariamente, las filas de una maldita policía (con rasgos de corrupción atemperados) sin historia ni presente y, sobre todo, sin lazos que la vinculen al Estado, cómplice de sus crímenes y abusos.


En cambio, en Un oso rojo el protagonista es un ex convicto (el Oso) que, al quedar en libertad, se hace cargo “a su manera” del cuidado de su única hija. “Su manera” (es decir, la ética que impulsa cada uno de sus actos) es lo que distancia a Caetano de Trapero. Una línea de texto basta para demostrarlo: “Todo dinero es robado”, afirma el Oso (Hugo Chávez, en impecable interpretación) y en esa frase hasta el más despistado pudo leer una síntesis de los últimos treinta años de historia nacional.


Por su parte, Vidas privadas y Kamchatka indagaron la cuestión de los desaparecidos durante la última dictadura militar. La primera, bajo la mirada inexperta del músico rosarino que, a fuerza de cargar las tintas sobre el drama de un hijo expropiado, terminó haciendo un diagnóstico más que reaccionario, que encrespó a los miembros de la organización H.I.J.O.S.


Por el contrario, y a pesar de su levedad (el relator es un niño de diez años), Kamchatka tuvo una virtud: la anécdota muestra a una pareja de profesionales perseguidos y presuntamente desaparecidos (Ricardo Darín y Cecilia Roth) pero no especifica ni el grado de compromiso político ni su filiación partidaria. Tal omisión se explica sólo por la voluntad de hacer hincapié en la brutal política de exterminio llevada a cabo entre el ‘76 y el ‘82. Toda una decisión que no merece ser subestimada.