Cultura

5/3/2022

El conflicto de y con la historia en “La estirpe” de Carla Maliandi

Foto: Cara de Perro

“No sé cómo llegué hasta acá. No me acuerdo de nada ni de nadie” se dice, sin hablar, a sí misma Ana, al despertar en un hospital. Así, destacando la no certeza como estado comienza La estirpe, la muy buena novela de Carla Maliandi. Ese comienzo sugiere una suerte de continuidad con La habitación alemana, su primera novela, en la cual lo incierto aparecía como el ambiente de la historia y la base del suspenso que por él se logra. En La estirpe es diferente, lo incierto no lleva tanto la historia a la intriga, a elucubrar qué pasará, sino más bien a mostrarse en una permanente tensión, que se va hilvanando en un trama atractiva y sutil, con lo cierto.

A través de fragmentos y detalles Maliandi nos adentra en la historia (en apariencia mínima) personal de Ana, una mujer de mediana edad que ha sufrido un accidente muy raro que bordea el disparate y que tiene como consecuencia varias pérdidas. La primera de ellas es la memoria, su propia historia, pero no es la única: Ana se ha quedado también sin lengua. En ese devenir de un pasado no recordado pero que se obstina en reaparecer fugaz y situacionalmente como pantallazos inconexos, Ana va construyendo no tanto quién fue sino quién trata de ser ahora. Una identidad fracturada que aparece en la novela como tal y es en esa fractura honda donde los pares opuestos exacerban su relación: memoria/olvido, pasado/presente, historia personal/Historia con mayúsculas, lengua propia/lengua ajena, etc. sin encontrar nunca una resolución.

Roles y lugares

Es en ese punto que la novela confiesa su carácter político haciéndose cargo de problemáticas que indudablemente lo son como la historia, la memoria, el espacio o territorio, los roles sociales, la lengua pero sin declamaciones, sin redundar y dejando a la lectura -invocada desde la reflexión pero también desde lo emotivo- a que mantenga lo abierto como marco. Apertura que llega a lo aparentemente más concreto: la primera persona y el tiempo presente que recuperan toda la indefinición que tiene el hecho de ser parte de un proceso siempre inconcluso. A través de ese recurso la voz de Ana marca con sus tonos el ritmo de la novela y muestra lo complejo que es el comenzar por todos los principios y conocerse.

Ana no se siente cómoda con lo que le dicen que era. Hay una marcada distancia entre el discurso -siempre imperativo- de los otros que señalan con enorme precisión cómo era y el modo en que ella se siente hoy. “Pregunto a Alberto (el marido de Ana) qué cosas me importan. La familia, responde Alberto, el nene (…), tu carrera, tus clases, tus alumnos. Ya te vas a enganchar de nuevo, esto no puedo durar mucho”. En esa vuelta inexorable de la Ana que fue y que es reclamada por los otros y la ida de la Ana que se va construyendo todo es un poco nuevo y un poco viejo a la vez.

La Ana del presente no encuentra el modo de ser madre porque ha perdido lo elemental de ese rol. Sabe bien que tiene un hijo y entiende lo que implica pero no lo siente como tal y tampoco tiene el conocimiento de las cuestiones elementales para ejercer el cuidado como “dónde están las galletitas”, por ejemplo. Ni siquiera puede recordar el nombre de su hijo. Sin espacio para poder ejercer el cuidado, sin un nombre recordado, el hijo de Ana sólo puede ser “el chico” y así lo nombra y reconoce. De esta manera el rol social de la maternidad encuentra una forma de ser puesto en discusión con todas las aristas posibles: la imposibilidad de ejercerlo (por las consecuencias del accidente), la distancia con las prácticas habituales que implica y, fundamentalmente, la no pena y la ausencia de “la falta” por su incumplimiento. Ana no disfruta de no ser madre pero tampoco sufre por no poder serlo.

Espacios, discursos e historia

En el devenir de su pasado Ana va encontrándose con una historia que es la propia pero también la de todos. Allí el olvido empieza a llenarse de datos, fechas e incluso de cierta necesidad de contar, asumida por ella antes del accidente. Ana estaba escribiendo un libro en el cual la historia de su tatarabuelo ocupa el centro. El tatarabuelo de Ana formó parte del ejército comandado por Julio Argentino Roca que encabezó el exterminio de los indígenas argentinos. Su tatarabuelo no empuñó arma alguna pero sí una batuta dado que era el director de la banda que le ponía fondo musical a las atrocidades de la fuerza. “Roca mandó las tropas a arrasar los asentamientos de los indios guaicurúes en el Chaco. Cuando el ejército avanzaba, aparecían primero los soldados disparando y prendiendo fuego las tolderías, atrás llegaba tu tatarabuelo con la batuta. La banda de música arengaba al regimiento con marchas militares”, le explica el marido a Ana como un doble intento de mostrarle a ella quién es y también qué hacía. En esa zona, la de los recuerdos no recordados y el pasado entremezclado con el presente es donde todo parece inestable. Ana escribe todo el tiempo pero a la vez no puede escribir; Ana habla pero se quedó sin lengua; Ana ocupa un espacio que no reconoce como propio (su casa) y va armando el suyo en su escritorio lleno de cosas y elementos que iban a ser la base del libro que no fue y que aparece como un imposible aunque la imposibilidad no aparezca vinculada a una causa concreta: ¿es consecuencia de la pérdida de la lengua? ¿O será que no hay cómo contar ciertas cosas? En caso de asumir que se va a contar esa historia ¿es la lengua nuestra, la de ese mismo ejército asesino la que debe usarse o será la de los asesinados?

En un intento por recuperar el pasado y curarse Ana forma parte de una terapia grupal y en ella se descubre que habla perfectamente el “Qomi napaxatoco” como aclara la desmemoriada Ana, la lengua Qom. Nadie sabía que Ana hablaba en lengua Qom antes del accidente y por lo tanto nadie sabe bien si se trata de una consecuencia del accidente, de un secreto bien guardado o de algún tipo de maldición del pasado. Allí Maliandi juega con la indeterminación poniendo todo en relación: lo onírico, la racionalidad y también todo lo que a ella se le escapa. Al mejor estilo del cine de David Lynch en las escenas -como la fantástica primera escena de la novela- hay una suma hecha de la superposición de voces, colores, momentos que bien pueden explicarse de una forma, de otra o, simplemente, no explicarse.

En esa indeterminación merece un párrafo aparte la escritura de Maliandi. Es, simplemente, perfecta. Poética pero precisa, profunda y, a la vez, bellísima. Las palabras que encadenadas hacen La estirpe están todas donde deben estar para hacer de su lectura un ejercicio fascinante.

Entre lo (in)cierto y lo (in)determinado

Cuando el huracán de la posmodernidad sopló tan fuerte pretendiendo arrastrar a la Historia a otras tierras y a otros tiempos varias cosas quedaron claras. La principal es que se trataba de un enemigo serio. Esa seriedad no tenía que ver con su tono -porque pocas cosas como el carácter desregulado, divertido y hasta juguetón (como bien señala Terry Eagleton en varios lados) caracterizó al embate posmoderno- sino con el hecho ser un antagonista de fuste, poderoso. Ese poderío se expresó en ciertas victorias parciales pero importantes y una de las principales fue la de haberse reservado para sí al pequeño relato, al detalle y al interés sobre él. La defensa de la izquierda muchas veces pecó de ingenua: levantó la bandera de los grandes relatos pero lo hizo sin remarcar que de lo que se trataba era de dejar esos relatos (pequeños y grandes) en relación. Lo demás viene solo porque es esa relación la que hace que la Historia asuma, inevitablemente, su papel.

Algo importante en términos políticos nos dice La estirpe de Maliandi (también La habitación alemana) y con ella toda la “trummer literatur”. Esa literatura de los escombros que desde el presente describe sin prescribir, cuenta y narra sin declamar, sin explicitar, sin “bajar línea”, sin redundar. Todas esas operaciones pueden leerse como una muestra de debilidad política pero siempre es mejor pensarlas como el primer paso en el camino de la fortaleza. Como la de Ana que en el conocerse construye un lugar propio, la palabra propia y que acepta que el pasado es algo a superar: “Antes de quedarme dormida solo escucho mis pensamientos en la oscuridad. Mi propia voz que dice la que eras se te va”.