Cultura

3/9/2015|1379

“El Farmer”, de Andrés Rivera

Autor: Andrés Rivera
 Adaptación: Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna
 Con Pompeyo Audivert, Rodrigo de la Serna y Claudio Peña (músico)
 Dirección: Pompeyo Audivert, Rodrigo de la Serna y Andrés Mangone. En el teatro San Martín (sala Casacuberta), de miércoles a domingo, a las 20 horas.


El brigadier general Juan Manuel de Rosas, el “Restaurador de Leyes” y “Exterminador de la Anarquía”, es un viejo enfermo y vencido, agobiado por estrecheces económicas y, sobre todo, por odios antiguos y persistentes hacia quienes lo han traicionado (no tanto hacia sus enemigos). La nieve cae en esa granja de Swaythling, a diez kilómetros de Southampton, sobre la carretera de Londres. El antiguo caudillo está solo con sus dos vacas, unos pocos cerdos y una perra en celo que le huele los orines. Su hija Manuelita no está con él y el brigadier exiliado le reprocha el abandono. Todos lo abandonaron.


 


Durante veinte años, ese hombre había manejado con mano de hierro las cosas públicas y también las privadas de la Confederación Argentina. Ahora es un farmer que jamás aprendió a hablar inglés, a quien casi nadie visita, acurrucado junto a un brasero al que recurre porque el carbón es más barato que la leña. Ese estanciero bonaerense exiliado, convertido en un granjero pobre, es un personaje imponente en la actuación de Pompeyo Audivert. Allí, en esa soledad, lo acompaña su propio fantasma (Rodrigo de la Serna) de los tiempos en que disponía de vidas y bienes.


Con ese fantasma discute y se burla de quienes odia profundamente, aquellos a los que cediera cientos de miles de leguas de tierra en Buenos Aires y que luego lo traicionaron. El peor de todos, el general Angel Pacheco, “no movió un solo caballo” en Caseros y dejó “que la caballería de Urquiza destrozara mis ejércitos”. Por esa granja desolada pasan los recuerdos de Urquiza, Lavalle, Sarmiento, la fusilada Camila O'Gorman, la mísera burguesía comercial de Buenos Aires, los ganaderos, el general Mitre. Rosas, junto con su fantasma, se recuerda a sí mismo como lo que fue: un constructor de la aristocracia terrateniente de Buenos Aires. Constructor de mano de hierro, y así se define: “El argentino que nunca dudó”.


 


El recurso teatral de un realismo mágico por momentos alucinante tiene una eficacia especial, con ese escenario que es un plano inclinado desde los esplendores del poder hacia la nada, hacia la muerte en soledad, hacia el frío de Southampton. Ese viejo que apenas puede con su cuerpo aún puede preocuparse, sin embargo, por la Asociación Internacional de Trabajadores que publica manifiestos redactados “por judíos y mulatos” (en ese punto, en el terror a los trabajadores organizados y al socialismo, tendría coincidencias explícitas con su enemigo Sarmiento y con José de San Martín, quien le había regalado su sable).


 


Luego, ese hacedor de terratenientes se encontraría proscripto hasta después de la muerte (“ni el polvo de sus huesos la América tendrá”), transformado en un fantasma explícito de la historia argentina. No obstante, el ruego final que Andrés Rivera pone en su boca: “Patria, no te olvides de mí”, fue, por cierto, ampliamente escuchado.