Cultura

9/1/2003|787

Historias no tan mínimas

El tercer largometraje de Carlos Sorín (La película del rey; Eterna sonrisa de New Jersey), quizás la mejor película del año, merece una atención especial. Aparentemente, la película cuenta tres historias: la de don Justo, un viejo de 80 años que escapa a buscar a su perro (desaparecido tres años atrás) y a saldar una culpa secreta; la de Roberto, un viajante de comercio que pretende conquistar a una viuda, recurriendo a al recurso de regalarle una torta de cumpleaños a su pequeño hijo; y la de María Flores, una joven que resultó ganadora de un sorteo de televisión.


Don Justo, Roberto y María Flores recorren la ruta de Fitz Roy a San Julián, abriéndose paso a través del horizonte infinito de la provincia de Santa Cruz. Sus anhelos, aquello que los pone en viaje, y la forma peculiar de concretarlos es la sustancia de Historias mínimas. En un juego narrativo que suspende el tiempo de la realidad (pasado y futuro se confunden en el presente que enuncia la película), Sorín propone un relato de superficie en el que se dibuja el hechizo de la frivolidad, se postulan estrategias de marketing para seducir y se devela una falta grave (casi hacia el final).


Sin embargo, inadvertidamente, el tejido de las imágenes deja ver un cuento más profundo, en el que aparece el bosquejo de un mundo diferente. Un orden de cosas en el que el dinero no interviene (no circula) salvo para callar el ruego de un culpable, en el que se construye una red de solidaridades espontáneas como contrapartida a la mezquindad entre clases, en el que el amor impone un intercambio y no una inversión.


A la manera de una acuarela o un poema breve, Historias mínimas exhibe asuntos cruciales con trazo sutil: apenas suaves pinceladas para contar cómo tres personajes improvisan enmiendas a su propia existencia. Y sin querer, despiertan los ecos de otras historias: la que fue y la que podría haber sido la verdadera historia de este país.