Cultura

1/3/2021

Crítica de libros

Idénticas derrotas e iguales sinsabores

Sobre el libro de relatos "Taj Mahal", de la escritora norteamericana Deborah Eisenberg.

Con apenas -¿apenas?- cinco títulos publicados, si se exceptúa el volumen que reunió su cuentística completa en el 2010, la escritora norteamericana Deborah Eisenberg (cuyo debut literario coincidió con el inicio de la segunda mitad de la década de 1980) hoy cosecha los frutos de la merecida y creciente ponderación de su obra. A que este presente se sostenga colabora precisamente, a la vez que lo confirma, el primer libro de ella que -gracias a la impecable tarea de su colega argentino Federico Falco- se traduce al castellano, “Taj Mahal”, lanzado en agosto de 2020 por la editorial independiente Chai (fundada en el 2019 en San Javier, provincia de Córdoba). Se trata de su más reciente colección de relatos, con la cual concluyó, en el 2018 y bajo el título original de “Your duck is my duck”, un período de elaboración de casi diez años.

 

Seis historias enhebradas por una voz singularísima, tendente a inocular -mediante frases cargadas de un lirismo conmovedor- la sensación de complicidad con lo que se lee, que avanza cediéndoles la narración en primera persona a las criaturas atravesadas por distintos desgarramientos que las protagonizan, sin que medie prácticamente ningún intervalo.

Resalta, también, la opción de elidir una linealidad cronológica, y aun así los saltos en el tiempo no estropean la posibilidad de hacerse una idea general de qué acontecimientos afectaron -y hacia dónde condujeron- la vida de cada uno de los personajes. Pues estos tampoco pueden sustraerse a la regimentación impuesta por el capitalismo, que conjuga precariedad y enajenación, a la enorme mayoría de las gentes que habitan el mundo, una evidencia que se obtiene de los sutiles indicios que las diferentes tramas dejan entrever. Atentas a la formulación sobre la que está construida una parte considerable de la narrativa estadounidense, la que indica “show, don’t tell” (mostrar, no contar), sus escenas e imágenes revelan cómo, para muchos y muchas, las derrotas se sienten idénticas y los sinsabores, iguales.

Una pintora y un titiritero descubren que detrás de la lujosa hospitalidad que les brinda un conflictuado matrimonio con ínfulas de ejercer el mecenazgo artístico, existe una cruel avaricia y que en aras del egoísta beneficio económico se sacrifica y altera, hasta el punto de provocar desastres climáticos, la naturaleza de todo un territorio. El revuelo que levanta la biografía, redactada por su nieto, de un director cinematográfico que antaño ocupó un lugar muy destacado en Hollywood, se convierte en la oportunidad del reencuentro de las actrices y de los actores que secundaron esa antigüedad gloriosa, pero su actualidad decrépita y sus remembranzas terminan hablando de la voracidad por lo novedoso que siempre exhibió la mercantilización del espectáculo.

La misma caducidad acelerada de “la vida útil” que sufrió una bailarina de ballet inglesa, la que a través del recorrido por su memoria, complementado por el otro testimonio con el que alterna a lo largo del relato, logra que se comprenda el por qué de la decisión de alejarse totalmente de la familia (ni la madre, ni el padre, ni las hermanas, ni los hermanos volvieron a recibir una visita suya) que mantuvo aquel al que la unió una relación particular no exenta de tormentos, denunciándose de este modo la segregación de la que resulta objeto la homosexualidad en la llamada Norteamérica profunda, donde la rutina de las labores rurales trafica un engañoso paisaje idílico.

Las penurias y la maledicencia de una madre se entrecruzan con el amor desengañado de una hija, a quien el anoticiarse de la muerte de un célebre primo violinista retrotrae a los momentos transcurridos en la casa de unas tías que resguardaba lo que no sucumbió ante los horrores bélicos que arrasaron Europa del Este. Los pedidos de auxilio que emite una joven bienintencionada, arrastrada a la confusión mental por una fiebre tenaz y desde una remota, ardiente y convulsa geografía del planeta, a la que viajó con la finalidad de ayudar, pasan inadvertidos en la comodidad urbana de la que aspira a disfrutar el voluble destinatario de las tarjetas postales en que son enviadas dichas señales de socorro.

Pocas de tales temáticas constituyen el eje central de algunos de los argumentos; más bien, se entiende, poseen una cierta condición de vías laterales por las que se accede al trasfondo de realidad -la de la crisis contemporánea y sus manifestaciones previas- de las ficciones agrupadas por Deborah Eisenberg en “Taj Mahal”, que de manera magistral, asimismo, lo insinúan, lo sugieren.

Para cerrar y que quede, sin embargo, entreabierto, el repaso aparte de “La tercera torre”, un cuento que transmite un mensaje tan directo como tangencial. Una obrera adolescente ha disminuido su capacidad de rendimiento a causa de los súbitos episodios de ruptura de contacto con el entorno que experimenta.

Ingresa, entonces, a un hospicio que, aislándola de compañeras y amigas, la somete a métodos diagnósticos estandarizados y categoriza sus ensoñaciones. Buscando que consiga clasificaciones óptimas durante las pruebas médicas, se la instruye en el sentido único y preferentemente consensuado de cada vocablo. Con psicofármacos que le aherrojan las emociones, persiguen insensibilizarla y borrar el universo de asociaciones inusuales y representaciones fantásticas que la escucha circunstancial de una palabra cualquiera erige frente a sus ojos cuando un trance hiperperceptivo la toma por asalto. La reificación neurobiologicista al servicio de la maximización de la efectividad en el trabajo.