Cultura

19/10/2021

“Jaulagrande”: destino final sin vuelta atrás

Sobre la segunda novela, publicada por editorial Fiordo, de la escritora y fotógrafa argentina Guadalupe Faraj.

Un padre, una madre y el hijo. O, con mayores precisiones: un general al que han rebajado de rango, una esposa que viene acatando las órdenes de los superiores de su marido y el niño que escruta el comportamiento ensimismado del primero y recepta las quejas y el desencanto de la segunda. Este reducido número de protagonistas colabora con el aire de una intensidad densamente concentrada que exhala “Jaulagrande”, la segunda novela de Guadalupe Faraj. En ella, además, todo transcurre dentro de los muros de un cuartel.

La llegada a la base militar “Jaulagrande” equivale a un punto de no retorno. Tiene fama de último reducto, en el que recalan los díscolos de la estructura castrense. Algo que recuerda al cuento “En la colonia penitenciaria”, de Franz Kafka, subyace a la impresión de que gran parte de su personal se encuentra abocado a los preparativos de un sacrificio, para el que ya se construyó un extraño -si no monstruoso- artilugio. Pero, más allá de la pertenencia del padre al ejército y la imposición de una reprimenda por su inconducta, ¿qué motivos condujeron a esta familia hasta un enclave tan particular, en el que cualquiera de sus otros dos miembros -la madre o el hijo- corren el riesgo de convertirse en el elemento de una ofrenda? Quizá haya que rastrear la respuesta en el panorama que el relato traza con muy escasos detalles: por fuera de los paredones que protegen los lugares donde oficiales y soldados rasos disfrutan de una posición jerárquica y cumplen con sus tareas habituales, respectivamente, se extienden kilómetros de desertificación y de podredumbre radiactiva.

Entonces, ¿únicamente se conservan en pie barracas de conscriptos, casetas de centinelas, plazas de armas y polígonos de tiro? Si esto es así, ¿se atribuye a alguna causa la extinción del llamado mundo civil? Tales interrogantes alimentan con un combustible especial el motor de la lectura. Constituyen las poderosas resonancias de varias cuestiones intrigantes que el texto suma al conflicto principal (quién se volverá el chivo expiatorio de la ceremonia que debe llevarse a cabo) casi de manera paralela.

El carácter distópico del escenario que plantea “Jaulagrande” resulta innegable. Su autora, Guadalupe Faraj, logra crear un mundo anómalo en el que lo ominoso inunda la atmósfera junto a los graznidos de los pajarracos que sobrevivieron a una apocalíptica “selección natural”, unos gansos adaptados a la digestión de basura. El terror, que nunca termina de adquirir un aspecto específico, también acecha detrás de escenas triviales de la vida doméstica: un grupo de mujeres reunidas alrededor de una mesada para reforzar los botones de los uniformes, por la solemnidad con que encaran la labor, perfectamente puede metamorfosearse en el coro de voces que acompaña una misa macabra.

Contada mediante capítulos cortos que rara vez superan el par de páginas, la historia sucede en una sola semana. A medida que los días marchan contra reloj hacia un desenlace fatídico, cada uno de los personajes, luego de desconectarse del resto, va quedando atrapado en sus propios ritos. Las conversaciones entre ellos están llenas de agujeros, en el interior de los cuales la palabras retaceadas se confunden con los rumores engendrados por el aturdimiento y la incerteza. Sin embargo, ninguno ignora que todavía falta escuchar lo peor.