Cultura

11/3/2021

Las malas: un relato de la experiencia hostil del mundo travesti

“Se ejerce la prostitución como una consecuencia. Durante toda tu vida te auguran la prostitución” -cuenta Camila Sosa Villada en Las malas, la primera de sus novelas publicada en 2020 por Tusquets, que le valió el premio Sor Juana Inés de la Cruz. En ella aborda el destino social que se imprime sobre las travestis, signado por el vínculo entre comercio sexual y muerte, y que en su propia historia está anunciado desde la infancia, cuando la voz paterna sentencia: “¿Sabe cómo lo vamos a encontrar su madre y yo un día? Tirado en una zanja…”.

La autora narra en dos tiempos -el de una niñez rebelde y el de una juventud curtida- su propio devenir trans y su experiencia en la prostitución, con una prosa lograda y sin caer en un realismo ramplón, al tiempo que sumerge al lector en una crítica profunda del tema.

Desde las primeras páginas se construye contra aquel padre alcohólico y violento, que los abandonaba durante meses en el calor de un monte en el que escaseaban agua y comida. Era también quien solía predicarle descaradamente, desde la cabecera de una mesa y cuando Camila todavía era Cristian Omar, las condiciones que debía cumplir para ser un “hombre de bien”: “rezar todas las noches, formar una familia, tener un trabajo”.

Nunca pudo ser el hijo discreto y obediente, tal vez porque su infancia en Mina Clavero estuvo poblada de cintazos contra los que plantarse: la pobreza, el trabajo infantil, el castigo físico, el maltrato de sus compañeros de escuela, no poder llorar de miedo en una casa en la que está prohibido llorar y en la que, sin embargo, era “imposible no oír llorar a tu madre cuando todos los cuartos se comparten”.

Una madre que, a sus ojos, era una mujer tachada, incapaz de tomar decisiones. Cristian no quería ser hombre en ese mundo feroz y ensayaba un deseo propio de maquillaje y ropa torpemente cosida. “Si tuviera un hijo puto lo mataría. ¿Para qué tener un hijo así?” -lo desafiaba aquella figura con todo el rigor patriarcal. Pero la vergüenza era recíproca.

“El hijo de Sosa” debutó en el pueblo con dos policías que se turnaban para montarlo y que lo bajaron de la camioneta con órdenes estrictas de jamás hablar. Así, redoblando la apuesta, fue como se sustrajo al otro destino de clase posible -el de las Villada, de trabajar como mucamas- y desafió el ritual del desprecio paterno: “A usté, siendo así, nadie lo va a querer”.

Años más tarde, una noche helada en el Parque, en la misma zanja en la que con frecuencia se ocultaban de la policía, las travestis encuentran a un niño abandonado, recién nacido, cubierto en ramas espinosas. Esa zanja, en la que también aparecían compañeras muertas, les da un niño, como un canal de parto. Ellas lo rescatan y se lo llevan a la casona de la Tía Encarna.

Luego se produce la alquimia: de unos pechos inflados con aceite de avión brota la leche. Vida y muerte acuerdan temporalmente, como en el milagro de la difunta Correa. La comunidad decide mantener el hallazgo en secreto: una maternidad travesti resultaría algo indigerible para el mundo exterior. El niño las moviliza y el caserón se transforma en un panal de abejas.

Las escenas anteriores recorren los tópicos de un universo popular muy bien narrado, muy bien descripto, pero a la vez subvertido. Sosa Villada no recorre el margen, lo experimenta y lo cuenta, alejándose de las formas trilladas del costumbrismo, del miserabilismo y del realismo entre comillas. Sus personajes están dotados de suficiente espesor, no están exentos de contradicciones y a la vez son tratados con respeto. Hay algo que a la autora suelen preguntarle y que ella responde con cierto fastidio: el personaje de la Tía Encarna no es una persona real.

Es que no importa cuánto tiene la novela, en su medida exacta, de autobiografía y cuánto de invención fantástic, cuánto de ficción y cuánto de realidad brutal. En Las malas la experiencia del mundo travesti no aparece como mera narrativa del yo, sino como un intento de desbordarla, de recuperar la conciencia histórica. Los hilos que atraviesan a cada personaje no son historias mínimas. Lo “micro” sirve acá para dar cuenta de los límites que traza una estructura. Cada una de las muertas, las suicidas, las asesinadas, las torturadas en la comisaría, los golpes de los clientes que sobrevienen después de coger son la contracara brutal en la que se expresa una sociedad que las expolia y las detesta.

La Tía Encarna, en su teatralidad, precisamente “encarna” a todas las travestis que trabajan como madres, que asumen ese rol y se dedican a adoptar a las más jóvenes, huérfanas y violentadas que arriban a la prostitución; defiende a la manada tanto de la policía como del amor romántico.

Hay otros personajes que condensan los rasgos de muchas mujeres trans y que están investidos de cierto realismo mágico: Natalí la lobizona; María la muda, que se transforma en pájaro. Se trata de un modo contundente del decir allí donde no se puede decir otra cosa sin caer en los lugares comunes de la literatura que aborda estos temas. La potencia estética de la ficción contrasta así con la impotencia política de ciertas lecturas pretendidamente críticas de la novela: las que, fascinadas con la alteridad, celebran la experiencia travesti arrancándola de su contexto.

La historia está atravesada por el orgullo, pero su crítica no puede ser reducida un regodeo. Es necesario enfatizar su dualidad. “Ser travesti es una fiesta”, en tanto deseo del yo, pero la realización de su destino social, implica también vivir permanentemente acechada por la muerte. “Mientras tanto -dice la autora- las que quedamos, bordamos con lentejuelas nuestras mortajas de lienzo”.

En la novela, esto queda más que claro. Las travestis le enseñaron a Camila a refugiarse en manada, a cometer pequeños delitos, a sobreponerse de tropezar en la mierda -literalmente-, a desbordar el cuerpo (los tacones, la bijouterie, las tetas de plástico…). Pero también, a tomar conciencia de su precariedad (los moretones en las costillas, los dientes rotos, el pelo ralo, el SIDA, la mala alimentación, la cocaína…). No es posible ejercer la prostitución sin antes inyectarse anestesia total, advierte Sosa Villada. El cuerpo va siempre moribundo, como una mercancía que se torna obsoleta mucho antes de la cuenta. Por eso la ejerce con la frecuencia de la necesidad. Si hay pan en la mesa, se queda en la cama durmiendo, harta de la miseria.

La prosa es claroscura, violenta y placentera, llena de metáforas luminosas pero también de ira. Está escrita desde el resentimiento reivindicado, se hace fuego artificial en las ganas salvajes de quemar todo: el padre, los amigos, los enemigos, los “nenes bien” de clase burguesa, los “viejos chupacirios”, habitantes de los restaurantes, de las piscinas, de los jardines -en fin, del mundo legítimo. Una noche de verano en una plaza, la protagonista pregunta a sus compañeras “¿No los matarían a todos?” y lleva esta furia al extremo. Sosa Villada no cae en estilismos, ni en perífrasis innecesarias. Todo lo contrario, ejerce la hostilidad contra una sociedad violenta. “El lenguaje es mío, es mi derecho, me corresponde una parte de él” – lo deja asentado como un manifiesto.

Las malas demuestra que la identidad, la alteridad, el relato de la experiencia, la autobiografía son zonas que merecen mucho más que una crítica hecha desde la corrección política porque son lugares donde lo material se vuelve concreto.