Cultura

23/9/2021

Miles Davis, a 30 años de su muerte: “ponele cualquier nombre que se te ocurra”

El 28 de septiembre de 1991 fallecía el trompetista y compositor Miles Davis.

La anécdota no le es ajena a nadie, pero ¿qué impide repetirla otra vez? Con un set de improvisación que duró la media hora asignada por los organizadores y ante casi 600.000 personas, Miles Davis se presentó el 29 de agosto de 1970 en el festival de la isla Wight de Reino Unido. El cierre de la jornada estuvo a cargo de los Who, por lo que, junto a la agitación deshidratada y atiborrada de estupefacientes del público, debieron rondar muchas ganas de electricidad y distorsión. Le resultó más que sencillo absorber el alto voltaje de esa expectativa: acababa de lanzar, apenas unos meses atrás, “Bitches Brew”, un álbum para el que usó un montón de enchufes. Cuando pisó el escenario, las luces mortecinas del crepúsculo traspasaban el poder a la noche. Todo muy a tono con su fama de “príncipe de las tinieblas”, de la cual disfrutaba. El anunciador, que animaba los intervalos del espectáculo, quiso saber cómo se llamaba la música que la gente iba a escuchar. “Ponele cualquier nombre que se te ocurra”, contestó el trompetista, ofreciendo una muestra de su rechazo a lo previsible y a los encasillamientos.

No faltan títulos explícitos en su discografía. Entre ellos se ubica “A tribute to Jack Johnson”, de 1971. El homenaje -cincuenta minutos ocupados solo por dos largos temas- excede la devoción que confesaba por el boxeo. Jack Johnson fue el primer afroamericano que consiguió, en 1908, el campeonato mundial de peso pesado, un triunfo al que se opuso el racismo. Acorralado por falsos cargos que años después lo condujeron finalmente a la cárcel, no le quedó más escapatoria que la de exiliarse. Miles Davis intentó poner contra las cuerdas al ninguneo y a la segregación que sufrió el pugilista. Y, lejos de que lo salvara la campana o de tirar la toalla, peleó nuevos rounds. Tras la publicación de “A tribute to Jack Johnson”, la crítica especializada le endilgó la paternidad del jazz-rock, una idea justificada por los riffs machacones de la guitarra y el ritmo arrollador de la batería. En un reportaje se le preguntó qué opinaba al respecto. Espetó una única respuesta: “no toco jazz-rock, yo toco negro”.

Cada gesto artístico de Miles Davis dio lugar a una leyenda. Viene al caso rememorar la sesión de grabación de la banda sonora de “Ascensor para el cadalso”, un “film noir” de 1957 del francés Louis Malle. Inventó las diferentes piezas que la componen a medida que avanzaba la cinta y según lo que transcurría en las escenas. Retomó, de esta manera, la hazaña de aquellos instrumentistas que acompañaban en directo la proyección de obras del cine mudo. Así lo testificó un escritor invitado a observar la trastienda de la producción de la película. Era Boris Vian, a quien su romance incondicional con el movimiento musical al que Miles se hallaba suscripto, y del que él mismo formó parte como trompetista y cantante, lo llevó a polemizar con una desafortunada aseveración de Jean Paul Sartre: “El jazz es como las bananas, debe consumirse en el lugar en donde se produce”. Desde una de las butacas de la sala, Boris Vian pescó un detalle que le demostró la validez del concepto milesiano de que no existen los acordes equivocados. “En un momento dado, un trozo de piel se despegó de su labio para ir a colocarse en la boquilla. De igual manera que los pintores deben a veces al azar la calidad plástica de sus tonos, Miles aceptó con agrado ese nuevo elemento inaudito, en el sentido literal de la palabra: jamás escuchado”, describió en su reseña del evento.

A Miles la inspiración siempre lo encontró explorando filones por fuera de los lineamientos estilísticos que rigieron en distintos momentos. Antes de que culminase la década de 1950, por ejemplo, plasmó un clásico incombustible que rompió con todas las convenciones previas: “Kind of Blue”. Venía de redactar el acta de nacimiento del “cool” y acá botó la barcaza del jazz modal, a cuya cubierta se subieron un gran número de tripulantes. Logró tales prodigios con una fórmula que aplicó en sucesivas ocasiones, la de patear el tablero. Buscó fusiones -algunas desprolijas, hay que decir- con varios géneros: el funk (“On the Corner”, 1972), el rap (“Doo-Bop”, 1992), la electrónica (“Amandla”, 1989), el pop (“You’re Under Arrest”, 1985), la canción popular estadounidense (“Someday My Prince Will Come”, 1961) e incluso, asociado al arreglista canadiense Gil Evans y de la mano de George Gershwin, la ópera (“Porgy and Bess”, 1959).

Hasta la fecha todavía perdura una enorme zona de creaciones envuelta por el brillo de su aura (palabra con la que precisamente bautizó un ambicioso proyecto del último período durante el que se mantuvo activo). La vigencia de su legado, el que enseña a no desechar nada por anticipado, se comprueba en trompetistas contemporáneos tan disímiles como el suizo Erik Truffaz y el norteamericano Matt Lavelle, entre tantos otros y tantas otras.

En “Miles. La autobiografía”, un libro que escribió en colaboración con el poeta Quincy Troupe, se lee una advertencia de Miles Davis que no admite salvedades: “Los músicos deben tocar los instrumentos que mejor reflejen la época en que viven”.

 

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