Cultura

23/6/2022

“Pistol”, o el poder de la imagen

Una miniserie sobre los Sex Pistols, pero al estilo de Disney

La mítica banda inglesa tocó entre 1975 y 1978

Pistol, la nueva miniserie de Disney Plus dirigida por Danny Boyle, aborda la fascinante historia de los Sex Pistols para ofrecer una farsa punk, con dosis iguales de sentimentalismo, caricatura y nihilismo.

Si los Sex Pistols, como banda, no duraron más de 3 años —entre 1975 y 1978— es justo decir que su mito trascendió tiempo y espacio. Tal es así que abordar la compleja historia en una miniserie de apenas 6 capítulos de 40 minutos era una empresa ambiciosa, que podía fácilmente dejar un gusto amargo. Basada en “Lonely Boy”, la autobiografía del guitarrista Steve Jones y dirigida por Danny Boyle (Trainspotting, La Isla), la serie resulta bien lograda, con fotografía y dirección de arte impecables, pero el contenido sabe pretencioso e inestable.

La historia original, de todas formas, no es muy feliz. Un manager inescrupuloso, Malcom McLaren, reúne a un grupo de jóvenes proletarios casi adolescentes para formar un grupo de rock, manipulándolos como si fueran arcilla para crear una especie de retorcida obra de arte situacionista. El primer capítulo de la serie nos presenta a Steve Jones, ratero, okupa y adicto y a su traumático pasado como sobreviviente de abuso sexual y del instituto de corrección de menores. Jones adora a David Bowie y quiere tener una banda, por lo cual se dedica a desvalijar el teatro Odeon de Londres a fin de equipar su propia sala de ensayo.

Con Jones vienen Paul Cook, batería, y Glen Matlock, bajo, al que luego se les suma, por intermedio de McLaren, el cantante y letrista John Lydon aka Johnny Rotten. Glen, un buen y correcto chico, es reemplazado más tarde por Sid Vicious, voluble, de personalidad adictiva, cuya imagen es mucho más satisfactoria a ojos del manager. La jugada termina mal, llevando a Sid a una trágica muerte por sobredosis a los 22 años; y al resto de los integrantes desbandados y enemistados entre sí.

En Pistol, McLaren habla en eslóganes. “Sos el producto de la opresión del Estado”, le dice a Steve Jones cuando con Vivienne Westwood lo sorprenden intentando robar en Sex, su célebre tienda. Lo que Malcom quiere es una banda de “jóvenes y sexys asesinos” y los insta constantemente a que se despedacen entre sí “como las sediciosas ratas de alcantarilla que son”. Sacando partido de la marginalidad, el desencanto y la bronca ante el desempleo generalizado y la inflación en el Londres de postguerra, más una inmadurez casi adolescente de los protagonistas, construye un verdadero experimento humano, destinado a fallar. Como dijo él mismo en una entrevista, “algunos artistas crean su obra con óleo, yo lo hice con personas.”

El papel de Lydon/Rotten, fundamental en la historia, se queda corto en la serie. Completamente en contra del proyecto televisivo desde sus inicios, la llamó “fantasía de clase media” y “muy distante de la realidad”. Es fácil suponer que para una serie basada en la predominancia de la imagen, el rechazo de Rotten funcionara como un mega golpe de marketing. Sin embargo, fue él, tanto en la vida real como en la ficción, quien sintetizó en los Pistols la desesperación y la furia de su clase social ante un sistema opresor. La serie no le hace justicia a su lectura punzante y crítica, desencantada y romántica; ni al génesis de su look, hecho de andrajos e inspirado en la histórica huelga de los recolectores de basura, que a lo largo de un año mantuvo las calles de Londres repleta de bolsas rebosantes de residuos. (Un muy buen documental de Julien Temple del año 2000, “The filth and the fury” resulta mucho más realista y nutritivo en cuanto a quiénes eran realmente los Sex Pistols, relatado por ellos mismos). El personaje de Rotten, pese a lo caricaturesco, es el más querible de la serie, con su intento apasionado por escribir buenas letras, su comprensión de la locura y su extraña mezcla de nihilismo y sentimentalismo.

Hay un punto destacable en la factura de Pistol: el personaje de Jordan (QEPD), quien sintetiza mucho de lo que hace memorable al punk al viajar en el tren diurno de Sussex a Londres vestida con una chaqueta de PVC transparente, para escándalo de los demás pasajeros. “Provocar hace que se me abra el apetito”, dice con candor en una de las mejores escenas, mientras suena “You don’t own me” (No eres mi dueño) de Lesley Gore.

Otro punto notable son las performances en vivo de la banda, completamente reales, para las cuales los actores tuvieron que aprender a tocar: filmadas con destreza, se sienten poderosas, tan desesperadas y frenéticas como nos imaginamos que deben haber sido.

Pistol, en conclusión, se queda corta al momento de retratar al punk, ese lugar filoso donde los parias, marginados y perdedores del mundo se encontraron, antes y después de la moda de las camperas de cuero. Es un pasatiempo agradable, naif y perfectamente estilizado; una pantomima provocadora a la medida de Instagram y de las audiencias Disney.