Cultura

17/8/2020

Por “homosexual socialista”: crónica de Lorca y sus últimas horas con vida

A 84 años del asesinato del poeta.

Más vale sollozar afilando la navaja

o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías

que resistir en la madrugada

los interminables trenes de leche,

los interminables trenes de sangre.

New York, Federico García Lorca.

Si muero,

dejad el balcón abierto.

Si muero, Federico García Lorca.

Caluroso verano de agosto, corre el año 1936. Sumido en un profundo y tranquilo silencio a horas de la siesta, el barrio granadino de Magdalena parece ajeno a los estruendos de bombas, fusiles y carabinas que libran batalla en el Estrecho de Gibraltar.

Pero, en la cruenta España de la Guerra Civil, cualquier tranquilidad es mera apariencia. En cuestión de segundos, la calma del barrio se escurre entre tanques de guerra, voces de mando y el repiqueteo de botas contra el empedrado caliente. Chasquido de dedos y toda la manzana sitiada. Sobre los techos de la calle Ángulo número uno, una decena de francotiradores apuntan hacia la misma puerta color bordo. Los vecinos más curiosos, con cautela, asoman el hocico detrás de sus persianas; los ojos chismosos se encuentran con el temerario sargento Ramón Ruiz Alonso, quien serenamente se acerca hasta la puerta y golpea llamando fuerte. Su serenidad disuena del humor más general, es el único que confía en el éxito del operativo. Los militares allí presentes, en cambio, titubean a todo momento. Temen a las condenas públicas, los posibles reveses. Hay que actuar con cautela, elegir los objetivos con precisión, sugieren varios, aunque nadie se anima a hacerlo en voz alta.

Golpea otra vez. Otra vez. Y por fin el picaporte da señales de vida. Los vecinos saben que ahí vive Luis Rosales, poeta, pero no saben quién atravesará el marco de la puerta para entregarse. Finalmente, lo hará un hombre alto, flaco, de pelo negro y con cierta cara de asustado. Alguno que otro se desilusionará: un enorme e imponente operativo militar para venir a capturar este perejil. Y sin oponer resistencia, sin prestar momento para que los militares ostenten su artillería, aunque sea un mínimo para el graderío.

Alonso lo mira y sonríe. El tipo siente que cumplió, que habrá anécdota de bar para rato y tal vez un ascenso, el respeto de sus pares, mayor confianza en él. Le rodea los hombros fraternalmente y lo acompaña hasta la camioneta para que ingrese, sin esposas, por la puerta de atrás.

Esta será la última vez que alguien vea vivo a Federico García Lorca. Transcurrirán meses y meses de atroz silencio. La prensa oficialista intentará ocultar primero, y desmentir luego, que el franquismo tenga algo que ver con su desaparición. Hablarán de gualichos, de magia negra y de fugas a la medianoche. Prevalecerán una ristra de confusiones, hasta que muchas décadas después se inicien tímidas investigaciones que confirmen, según un informe secreto de la Jefatura Superior de Policía de Granada aparecido en 2015, que Lorca fue fusilado por sospechas de ser espía ruso, “por homosexual y por masón”. Alonso será más categórico, dirá que lo mataron “porque era muy rojo”, a manos de Juan Luis Trescastro, quien disfrutó de dispararle “a un homosexual socialista” (citas de Ian Gibson).

Pese a no estar afiliado a ninguna organización política, y a contar con afinidades personales en diversas alas, Lorca formaba parte de quienes aspiraban a una transformación de la sociedad con la Segunda República. Defendía activamente la educación rural y los derechos de los campesinos, en quienes veía un potencial revolucionario; y participó durante los años bélicos en un proyecto teatral que recorría con sus obras los barrios más carenciados. Defenestraba públicamente al cristianismo, religión que consideraba despreciablemente machista. Criticaba al capitalismo desde su espacio artístico y creía en una revolución cultural que lo derribe; sin concesionar con los intelectuales reformistas, decía en una carta que “en este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango”. En oportunidades se delimitó de los bolcheviques, pero también solía mostrar su admiración por “el gran Lenin” y caracterizaba al gobierno que levantó la revolución rusa como un “polo opuesto al de Nueva York (…), el esfuerzo del pueblo ruso es algo fantástico”. Se ganó las diatribas de conservadores y homofóbicos y consideraba que “lo peor de la burguesía estaba en Granada”. El Partido Comunista, que había intentado no pocas veces atraer a Lorca a sus filas sin éxito, nunca reclamó por su aparición ni realizó algún tipo de pronunciamiento. Se trata del mismo partido que estuvo a la cabeza de la operación regimentadora del gobierno republicano sobre el pueblo movilizado, ejecutando un sinfín de asesinatos de los elementos más combativos y siendo responsable con esta política contrarrevolucionaria de la victoria del franquismo.

Francisco Franco temía que la popularidad internacional del poeta y sus opiniones políticas le jueguen en contra a su régimen. Fue Alonso quien lo convenció para borrarlo del mapa; cosa que hoy, algunos franquistas, creen impertinente. Sin embargo, más de una vez, se intentó justificar el fusilamiento de Lorca por cuestiones “apolíticas”. En su libro Las últimas trece horas de Federico García Lorca, Miguel Caballero asevera que lo mataron por una deuda económica de sus padres a empresarios granadinos. Más de una vez se intentó “despolitizar” a Lorca y eliminar sus ideas políticas, pero la publicación póstuma de sus cartas lo refutan por completo.

Lorca fue alertado de la persecución política y, dos meses antes de ser capturado, escapó desde Madrid a su ciudad natal, Granada. Allí se refugió en la casa del poeta franquista Luis Rosales, a quien se juzga como potencial traidor.

Su cuerpo jamás será hallado. Las investigaciones forenses suponen que yace en alguno de los kilómetros de carretera que dividen a Víznar de Alfacar, ciudades de la Granada que lo había visto nacer 38 años antes. Se estima que fue fusilado el 18 de agosto de 1936, junto con los poetas anarquistas Dióscoro Galindo y Joaquín Arcollas. En el 2010, Ramírez de Lucas, su pareja, asegurará que en el pantalón de Lorca había un boleto con destino a México.

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