Cultura

30/6/2021

literatura

Un neurólogo francés del siglo XIX sueña con autómatas de madera

Autor de otros títulos incatalogables, José Retik (La Plata, 1969) publicó el año pasado y en Borde Perdido Editora su primera novela: "Los extraestatales".

Para que la lectura no se disperse bajo el efecto de una inverosimilitud extrema, algunos relatos suelen construirse sobre terrenos en los que resulta poco común cuestionar la pérdida de consistencia de la realidad más palpable y aprehensible. La falta de congruencia de los sueños responde muy bien a tal premisa. Casi nadie se atreve a exigirle precisiones a la invención de un durmiente, como lo es el neurólogo francés de cuya fantasía onírica se ocupan las primeras páginas de “Los extraestatales”.

Abrasado por la fiebre y sumido en el sopor, se le revelan el ascenso y el ocaso de una civilización de autómatas de madera. Un lugar fuera del alcance de cualquier GPS, donde -irreconciliables- el fervor o el desánimo marcan el ritmo de las rutinas; aquellos que se entusiasman ante la perspectiva de obtener un provecho individualista de todo contrastan con la enorme mayoría que descansa en el pesimismo, alentado por un mesías de la frustración. Con la misión de poner término al reinado de la modorra, acontece una asonada que no dirime el conflicto, sino que provoca acciones contrainsurgentes, pases a la clandestinidad, infiltraciones de agentes topos y el uso de armas biológicas. Mientras conservó la lucidez, el médico trepanador de cerebros también estuvo rodeado de la locura que impide tener los pies en la tierra; cayeron víctimas de ella su esposa y un colega argentino, embanderado del alienismo positivista de los albores del siglo veinte.

El viraje brusco y repentino hacia lo raro y lo deforme, con remates que apelan al artilugio “deus ex machina”, ubica la novela del platense José Retik en una cartografía que trazaron previamente obras como “La guerra de los gimnasios” (1993), de César Aira, o “El gusano máximo de la vida misma” (1999), de Alberto Laiseca.

Sin aparente articulación lógica, el libro salta y aterriza en el año 2026. Revolviendo una mezcla de sainete y distopía, describe un sistema burocrático teledirigido por criaturas de otro planeta. Inteligencias intergalácticas que vampirizan, para su subsistencia, el insumo que les proveen los afectos humanos, los cuales succionan mediante una aparatología desarrollada gracias a la carrera tecnológica que aceleró la disputa geopolítica entre Estados Unidos y China. Como consecuencia, las personas, despojadas del sentimiento de conmiseración, se regodean en una brutalidad sádica. En este punto se hace difícil no apreciar los reverberos del cuento “La fe de nuestros padres” de Philip K. Dick, una impresión que se acentúa unos capítulos más adelante cuando se muestra la trampa mortal que escondía un “trip” psicodélico (quien lo guía posee el mismo nombre de pila que Timothy Leary, el gurú norteamericano de las experimentaciones con alucinógenos).

Pasado, presente y futuro se solapan y engendran -como en la concepción musical del visionario e inclasificable trompetista Jon Hassell, recientemente fallecido- un “cuarto mundo”, con veloces idas y venidas a través de dichos tres tiempos y una confluencia de circunstancias disparatadas. Un vaho que se desprende del picaporte de una puerta hinchada por la humedad y que usurpa el cuerpo de un tipo esquivo y le impone una nueva identidad de santón; Heidegger se vuelve objeto de una operación metonímica, de la que sale un émulo suyo llamado Martín Dasein; una especie de epígono involuntario del presidente Schreber redacta las memorias de su sensopercepción desencajada y una horda de neofascistas lacanianos lo someten a un tratamiento que corrige los síntomas según estándares de eficacia y suprime la singularidad. Detrás de la epifanía del final se encuentra la terrorífica posibilidad de un dispositivo neurocientífico que permite ganar premios robando textos todavía no escritos, dado que su inventor descubrió la manera de espiar el inconsciente del que surge la literatura: ¿el panóptico y la plusvalía tirando en yunta?