Historia

22/12/2011|1207

Revisionismo devaluado

La última impostura kirchnerista

Publicado en Blog de la asamblea de intelectuales en apoyo al Frente de Izquierda

En las últimas semanas ha surgido una polémica en torno de la decisión del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de constituir, por decreto, un Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego”, bajo la órbita de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. El mismo promete ser dotado de apoyo técnico-administrativo y del goce de partidas presupuestarias que servirán para el financiamiento de becas, subsidios, premios, congresos, cursos, publicaciones y otra serie de actividades, en pos del desarrollo de una determinada visión historiográfica. El objetivo del flamante organismo, a cuyo frente ya se ha instituido una Comisión Directiva encabezada por el ensayista Mario “Pacho” O’Donnell, es el de “estudiar, investigar y difundir la vida y la obra de personalidades y circunstancias destacadas de nuestra historia que no han recibido el reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico”. Más específicamente, la meta es la reivindicación de todos aquellos que, como Dorrego, los caudillos federales, Yrigoyen, Perón, Evita y otras personalidades latinoamericanas, habrían defendido “el ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante de quienes han sido, desde el principio de nuestra historia, sus adversarios, y que, en pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos de la memoria colectiva del pueblo argentino”. El “proyecto Dorrego” parece acorde con el contenido épico de las “batallas culturales” que el kirchnerismo se viene proponiendo librar. En todos sus poros y hasta en sus detalles, esta increíble empresa historiográfica demuestra el nivel de impostura, improvisación y decadencia cultural al cual puede arribar la clase gobernante.

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El revisionismo histórico emergió como corriente en el contexto de otra enorme crisis del capitalismo, la de los años treinta, cuando colapsó en pocos años la estructura económica de dependencia con el imperialismo británico y con ella empezó a crujir, a su vez, el relato histórico que había presentado esa estructura como virtuosa y a la historia posterior a Caseros como un camino poco accidentado hacia un progreso que parecía indefinido. El revisionismo se constituyó, en efecto, como una interpretación histórica “alternativa” a esa llamada “historia oficial”, que se había articulado a partir de los trabajos de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López y se había desplegado en las incipientes instituciones académicas. Sin embargo, demostró

muy pronto ser en realidad el reverso de la moneda de la historia liberal, en la medida en que los héroes de una pasaban a ser los villanos de la otra, y viceversa, pero se mantenía intacta una matriz historiográfica que analizaba menos los procesos sociales y económicos que dieron lugar a los diferentes clivajes políticos que el papel de las “grandes figuras” en el desarrollo de la historia.

Con el tiempo, el revisionismo fue conociendo diversas variantes, que incluso fueron catalogadas como de “derecha” y de “izquierda”, aunque nunca varió el núcleo de su interpretación: una lectura que consideraba que ciertos actores o sectores sociales -Mitre, los porteños, la oligarquía, los unitarios, según el caso- habían bloqueado el desarrollo de otros -Rosas, Urquiza, los federales, los caudillos, las montoneras, según el contexto y el posicionamiento del escritor de marras- que habían tenido en sus manos la posibilidad de un desarrollo alternativo que “no dejaron ser”. No hace falta decir que esta argumentación no era (ni es) inocente en términos políticos: la reivindicación de ciertos actores o proyectos supuestamente “progresivos”, que no pudieron desplegarse o cuyo desenvolvimiento quedó trunco debido a acciones siempre conspirativas de otros sectores oligárquicos, se correspondía con la reivindicación de una burguesía de carácter progresivo que aún era capaz, en los tiempos contemporáneos al escritor, de llevar a cabo ese desarrollo que había quedado trunco.

El pretendido carácter “alternativo” del relato histórico revisionista mostraba su faceta más oscura y tradicionalista al momento de referirse a la clase obrera, que se constituyó como un actor político en una etapa muy temprana de la historia argentina. En efecto, el abordaje que la mayor parte de los revisionistas elaboró sobre la historia de los trabajadores osciló entre el posicionamiento reaccionario y la mistificación inconducente. Todo el largo ciclo de constitución y desarrollo del movimiento obrero desde el último tercio del siglo XIX hasta la irrupción del peronismo fue tratado con negligencia y hostilidad. El anarquismo, el socialismo y cada una de las ideologías y movimientos sociales y políticos emancipatorios fueron considerados productos “exóticos” y “foráneos”, opuestos al sentir y a los propios intereses nacionales. En todo caso, no lograron interpretar las verdaderas limitaciones de aquellas expresiones, pues las “condenaron” por aquello que tenían de progresivo: el haberse guiado por los principios de la lucha de clases y la autonomía clasista, renunciando, por ende, a la supuestamente necesaria unidad con sus explotadores “nacionales”. Como no podía ser de otro modo, la experiencia peronista fue instrumentalizada para normativizar un devenir de la clase obrera argentina, con el fin de naturalizar su adhesión a la conciliación de clases, el estatismo y la supeditación a una ideología esencialmente procapitalista.

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El revisionismo histórico había entrado en una larga decadencia por lo menos desde la década de 1970: el intento del gobierno kirchnerista de recuperarlo es inseparable de su propuesta, explicitada en su llegada al gobierno en 2003, de “reconstruir a la burguesía nacional”. Si todo proyecto político busca legitimarse en la historia, el kirchnerismo, a través de esta exhumación del revisionismo, pretende construirse como continuidad de un pasado de “proyectos nacionales”, siempre capitalistas, que quedaron mutilados o interrumpidos en su intento de desarrollar a la Argentina en un sentido alternativo. El revisionismo pretende convertirse en la nueva “historia oficial”.

Lo primero que salta a la vista, sin embargo, es el carácter devaluado -y degradado- de este nuevo intento revisionista. En primer lugar, por el raigal carácter estatal, es decir, regimentador, con el que es ahora impulsado, pretendiendo insuflar de vida, desde arriba y artificialmente, a una corriente historiográfica en buena medida perimida. Así, el discurso y los fundamentos con los que el Instituto Dorrego fue creado exhiben un notable anacronismo de formas y contenidos. El personal reclutado para dicha empresa (nada menos que por un decreto presidencial) es una muestra de la inconsistencia con la que la misma fue lanzada al ruedo: apenas logran reconocerse allí algunos docentes identificados con la causa esgrimida pero carentes de escritos e investigaciones conocidas de cualquier tipo, junto a otros que sí vienen ejerciendo el oficio en el campo de la divulgación pero que sólo habían demostrado hasta el momento no más que una tenue sensibilidad revisionista, y a connotados escribidores que han hecho del oportunismo y transfuguismo ideológico toda una escuela. Por otra parte, agravando aún más el sentido regresivo del proyecto, recordemos que esta recuperación estatal del revisionismo se hace sobre algunos de sus aspectos más reaccionarios, como quedó de manifiesto en las intervenciones de CFK realzando la figura de Rosas, el caudillo y terrateniente bonaerense, como expresión de una aparente burguesía “progresista” a la que no dejaron desplegar sus alas.

El carácter fallido y conservador del actual ensayo de resucitación del revisionismo no desentona, de todas formas, si se tiene presente que es impulsado por un proyecto político que es él mismo un remedo deteriorado de nacionalismo burgués. Un proyecto que, entre otras cosas, aparece en colisión con sus propias pretensiones y enunciados de “emancipación nacional”, como se puede advertir en las sistemáticas acciones del gobierno: puntual pago de la deuda externa, subsidio y garantía de los negocios del capital extranjero, sanción de las leyes anti terroristas exigidas por Washington, y un largo etcétera que incluye contener en varios de sus puestos claves a funcionarios que fueron connotados representantes del tan denostado liberalismo extranjerizante, en su versión ucedeísta y/o menemista.

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El espantajo revisionista ha servido para reagrupar, como ha ocurrido periódicamente bajos diversas causas, a todo un sector de la historiografía académica, que, reclamando los valores del pluralismo y el auténtico saber científico, ha impugnado el objetivo gubernamental de “promover un discurso oficial sobre el pasado” y ha reclamado operar con “análisis complejos” contrarios al “reduccionismo”. Este tipo de planteos denota inconsecuencia, ingenuidad y repliegue corporativo. Hay que tener autoridad para blandir ciertas banderas. No es cierto que en la universidad y en el ámbito científico, en donde operan mecanismos de clientelización, oligarquización y exclusión variados, reine el genuino pluralismo y apertura a todas las concepciones historiográficas. Para poner un ejemplo, las articuladas en torno a un horizonte liberal-republicano perfectamente conjugado con ciertas entonaciones socialdemócratas han gozado de un espacio inconmensurablemente mayor y con un carácter abortivo respecto a las representativas de un pensamiento crítico y contrahegemónico. Asimismo, la historiografía académica dominante apeló a la despolitización y a la renuncia a un papel intelectual activo y comprometido, canonizando un modelo de historiador replegado en los claustros y limitado a la reproducción de determinadas miradas, conceptos y hasta terminologías.

En parte, sobre esa abdicación y ese vacío, montado en esas evidentes limitaciones, es como un neorevisionismo de divulgación fue incrustando sus ideas y creando cierto marco de posibilidad para esta actual intentona estatal. El abroquelamiento corporativo de los “historiadores profesionales”, no obstante, intenta ocultar que la creación del Instituto Dorrego ha abierto una crisis en sus filas. La tardía conversión al kirchnerismo de un buen número de historiadores del viejo tronco socialdemócrata los ha dejado en una posición difícil ante la aparición del Dorrego: su decisión de no acompañar el pronunciamiento de repudio pero tampoco sumarse a las filas del instituto revisionista pone de manifiesto la incómoda posición en la que han quedado quienes hicieron toda una carrera repudiando al revisionismo pero se han pasado recientemente a las filas gubernamentales y cuentan con llegada, incluso, a fuentes de financiamiento directo estatal. Sintomáticamente, “Carta Abierta” ha renunciado a fijar posición ante un tema de indudable resonancia cultural.

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Si es cierto que ninguna corriente historiográfica es neutral en cuanto a posicionamientos políticos y que toda mirada sobre el pasado implica una valoración del presente y una perspectiva para el futuro, no lo es menos que hay interpretaciones menos rigurosas que otras, y que aquellas que defienden el statu quo son las más incapaces para echar luz sobre el pasado. La historia que necesitan los oprimidos en la lucha por su liberación es, en primer lugar, una historia que esté bien hecha, y el revisionismo argentino se ha caracterizado por su escasa calidad y su mediocridad -que la historia ‘oficial’ no haya tenido un derrotero muy diferente no la exime de ninguna culpa, en primer término, porque también contó, durante muchos períodos históricos, con el respaldo de los aparatos del Estado para su producción y difusión. Una versión devaluada de nacionalismo burgués, como es el kirchnerismo, no podía sino producir como correlato esta variante desteñida y vulgar del revisionismo, una interpretación que tiene tan poco para ofrecer al análisis histórico como la clase capitalista a la nación.

El despliegue de una interpretación histórica alternativa es inseparable de la lucha por una transformación revolucionaria de este mundo, que no solo queremos interpretar sino también transformar. Las masas trabajadoras, los excluidos y oprimidos, harán su propia historia y escribirán la suya, sin deberle nada a los héroes y villanos de los viejos relatos de sus explotadores. Existe una pléyade de historiadores críticos que han investigado y enseñado bajo estas convicciones, nuevas generaciones lo seguirán haciendo bajo otras circunstancias.