Afganistán: La guerra del petróleo y el opio

El fantasma de la OTAN


Una rebelión popular, la mayor desde la ocupación norteamericana, estalló el lunes 30 en Kabul, la capital afgana,. Miles de manifestantes, especialmente jóvenes, salieron a las calles en repudio a la ocupación y al gobierno títere de Karzai. El detonante fue un accidente de tránsito: un camión norteamericano atropelló a una personas. Para escapar de las protestas de los circunstanciales peatones, los soldados dispararon sus armas contra la población desarmada, dejando cuatro muertos y varios heridos.


 


La velocidad y la amplitud con que se desarrolló la rebelión superó a la policía y al ejército, que utilizaron armas de fuego para contener a los manifestantes. Mataron catorce y cientos fueron heridos de bala. “La amplitud del movimiento de protesta —constata un corresponsal— está a la altura del resentimiento de la población contra el comportamiento agresivo de las tropas norteamericanas o de los agentes de seguridad privada” (Le Monde, 31/5).


 


“Iraquización”


 


Ya debe pensarse en “una iraquización” de la lucha de los rebeldes antigubernamentales afganos, talibanes o no” (Le Monde, 17/3). La guerra en ese país ha recrudecido en las últimas semanas, desde el centenar de muertos producidos por un ataque suicida el 18 de mayo.


 


Mientras el mulaj Omar, jefe talibán, convoca a redoblar la “guerra contra las cruzadas”, los atentados ya son tantos en Kabul que la prensa suele no registrarlos. Entretanto, “los bombazos de la aviación en persecución de los atacantes sólo consiguen levantar ampollas entre la población civil que sufre las consecuencias” (El País, 16/3). Así sucedió, por ejemplo, el 22 de mayo, cuando 17 civiles fueron asesinados por un bombardeo de la aviación norteamericana al poblado de Azizi, próximo al bastión talibán de Kandahar. A más de cuatro años de la invasión aliada —a diferencia de Irak, aquí el ataque exterior fue autorizado por las Naciones Unidas y ejecutado por la OTAN— los invasores no controlan el territorio.


 


En definitiva, se trata de una guerra de ocupación en regla, mientras las clases pobres soportan la peor miseria de los últimos 20 años —lo cual ya es mucho decir— y padecen el terrorismo a dos puntas: el de los “bombazos” de la aviación norteamericana y el de los propios talibán, que vuelan una escuela sólo porque a ella asisten niñas (ídem anterior).


 


Pero nadie se engaña: allí nadie pelea por principios religiosos, como quiere hacer creer el mulaj Omar, y mucho menos por “consolidar la democracia”, como sostienen Bush y su gobierno títere en Afganistán. Ahí se combate por el control de los 2.400 millones de euros anuales producidos por el opio, más los 50 mil millones que genera la heroína y encuentran salida por los mercados de Asia Central, el Cáucaso, los Balcanes y Rusia, todo según datos de la ONU aunque, en realidad, los montos son incalculablemente superiores.


 


Por eso la guerra se ha hecho especialmente violenta en las provincias de Helmand, Kendahar y Fara, en el sur del país, y Balk, en el norte, que entre todas concentran más de 60 mil hectáreas de cultivos de amapola, de la cual se obtienen el opio y la heroína. Por eso también 5 mil soldados británicos tratan ahora, infructuosamente, de consolidar posiciones en Helmand.


 


Empero, todo ese dinero resulta poco en comparación con el producto del tráfico de armas en la región, el cual, a su vez, retroalimenta la guerra para conveniencia de todos, especialmente del imperialismo que las fabrica.


 


Pero eso no es todo ni mucho menos. Por Afganistán pasan numerosos gasoductos que transportan el petróleo caucásico hacia el Mar Caspio. De ahí que, en su momento, las petroleras de Pérez Companc hayan pagado a los talibán un jugoso “peaje” para garantizar la seguridad de sus ductos. ¿Lo seguirán pagando, incluidas las petroleras de la familia Bush?


 


Por lo demás, la guerra desestabiliza toda la región. El presidente del gobierno títere instalado por Bush en Afganistán, Hamid Karzai, acusó sin más vueltas a Pakistán de incentivar y financiar la rebelión tribal, sostenida en la miseria y en el hecho, por citar uno, de que los jóvenes de la etnia pastún —el 40 por ciento de la población del país— encuentran vedado el ingreso en la administración pública, tomada literalmente por miembros de las minorías tayika y uzbeka, que respaldaron la invasión norteamericana. Así, Washington ve enfrentados a dos de sus principales aliados en la zona.


 


El problema no es menor. Según el legislador italiano Gianni Vernetti, en Irak podría llegarse a un acuerdo precario a partir de la vicaría impuesta por los Estados Unidos, pero en Afganistán son las Naciones Unidas y la Alianza Atlántica las que se encuentran directamente comprometidas en la aventura militar.


 


En definitiva, demasiados miles de millones e intereses políticos clave están en juego en ese país, uno de los más pobres de la tierra, en cuyas montañas los cultivos opiáceos no han dejado de pie un solo árbol.


 


No en vano Le Monde habla de “iraquización” del conflicto: la aventura militar anglo-yanqui por controlar el opio, la heroína, el tráfico de armas y los gasoductos está en un pantano igual o peor que el iraquí. Las tropas invasoras y su gobierno títere controlan apenas la capital, Kabul, donde, como quedó dicho, los ataques de la insurgencia son tantos que la prensa no podía registrarlos a todos hasta hace unas semanas, cuando la ofensiva guerrillera adquirió su mayor potencia desde 2001.