Bush “lleva a la quiebra a las Fuerzas Armadas”

“Sospechamos que Donald Rumsfeld y Paul Wolfowicz están terminados”. La afirmación es de un servicio de inteligencia privado (Stratfor, 11/5) y refleja un punto de vista ampliamente compartido. “La única opción de supervivencia del gobierno”, continúa, es desprenderse de ellos… “si es que esto todavía puede hacerse”. Según informaciones de prensa, Condoleezza Rice ya le habría ofrecido el puesto de secretario de la Defensa al actual embajador norteamericano en Alemania.


La evidencia de que Rumsfeld dio las órdenes de torturar a los prisioneros puso al desnudo los agudos enfrentamientos entre los aparatos represivos y de inteligencia y el Ejecutivo norteamericano.


Se supo, por ejemplo, que el FBI había ordenado a sus agentes que no participaran en los interrogatorios de prisioneros llevados adelante por agentes de la CIA. Pero, a su vez, “las informaciones de que Rumsfeld aprobó técnicas de interrogatorio abusivas expusieron el trasfondo político del escándalo: la furia de la CIA contra el Pentágono” (Financial Times, 16/5). Rumsfeld habría beneficiado a la Agencia de Informaciones de Defensa, dependiente del Pentágono, provocando “un duradero resentimiento de la CIA” (ídem). La rivalidad de los aparatos de inteligencia ya se había puesto de manifiesto en los atentados del 11 de septiembre, donde unos y otros evitaron “compartir” su información con sus “rivales”.


La crisis más importante, sin embargo, es la que enfrenta a Rumsfeld con el generalato, que lo acusa de “llevar a la quiebra de las Fuerzas Armadas” (The Washington Post, 9/5).


Los generales criticaron, desde el comienzo, la estrategia militar de Rumsfeld, la llamada “guerra barata”, con un desplazamiento de apenas 135.000 hombres. La “guerra barata” intentaba resolver la cuadratura del círculo: la necesidad de ir a la guerra en un cuadro de crisis internacional, de creciente déficit presupuestario y de impopularidad interna de la guerra. Para los generales, esta política los exponía a una catástrofe. El primero en señalarlo fue el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Erik Shinseki, a principios del año pasado; le costó el puesto. Con el fracaso de la ocupación y el ascenso de la resistencia, los generales golpean la puerta del Pentágono para cobrar la factura.


En un detallado informe sobre la crisis militar, The Washington Post (9/5) señala la existencia de “profundas divisiones acerca del curso de la ocupación”. Cita a un coronel retirado que sostiene que “los militares están locos como el infierno” con Rumsfeld; un general y ex consejero de la CIA, por su parte, afirma que “muchos de mis amigos están muy enojados”. Todos ellos reclaman el despido del jefe del Estado Mayor y de Rumsfeld y Wolfowicz. El País (20/5), al describir cómo los jefes del Pentágono y los militares se acusaron mutuamente por la responsabilidad de ordenar las torturas, habla de “una guerra entre civiles y uniformados en el Pentágono”.


Esta fractura ya ha tenido sus consecuencias sobre el terreno. El “arreglo” por el cual los marines norteamericanos se retiraron de Fallujah, dejando la ciudad bajo el control de una milicia local dirigida por un ex general del ejército de Saddam, parece haber sido impuesto por los mandos militares al gobierno y a Rumsfeld, que propiciaban arrasar con la ciudad. Los intelectuales “neoconservadores” que asesoran a Rumsfeld denunciaron el “arreglo” casi como una traición que “debilita al gobierno de Bush” (Financial Times, 21/5).


La reacción de los servicios de inteligencia, del generalato, del Parlamento y de la prensa revela la conciencia de sectores decisivos de la burguesía norteamericana acerca de la fractura en el aparato del Estado provocada por la camarilla de Bush-Rumsfeld.


“El mundo temía un exceso de hegemonía norteamericana –recuerda un editorialista italiano–, y ahora debe enfrentarse al hecho de la ausencia de liderazgo en los Estados Unidos” (Corriere della Sera, 20/5).