China, en el ojo de la tormenta

Volantazo del Partido Comunista 

La burocracia china mira con recelo a la elite empresaria que está tomando cada vez más vuelo propio.

China viene siendo afectada sensiblemente por la guerra comercial. Como si fuera poco, ahora se ha agregado el aumento del precio del petróleo, cuya cotización llegó a trepar casi un 20%, como resultado del ataque a las instalaciones sauditas. El gigante asiático es el primer importador mundial. Sólo en 2018 la demanda le insumió la friolera de 223 mil millones de dólares.


La guerra comercial está provocando un dislocamiento de la economía mundial, echando leña al fuego al parate que se viene constatando. La amenaza de recesión ya no es sólo especulación de especialistas. Según los datos que viene de dar a conocer la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), vivimos el crecimiento global más bajo en una década. Las luces de alarma se han encendido en todo el planeta. La Reserva Federal norteamericana ha vuelto a recortar las tasas otro cuarto de punto, aunque eso está muy lejos de revertir el desinfle de la economía norteamericana. Más allá de los agravios del magnate, que han pasado a ser moneda corriente, esto es lo que explica los reproches de Trump contra el presidente de la Reserva, al que reclama rebajas más pronunciadas.


En el caso de China, los indicadores locales señalan que su producción industrial marcha a su nivel más lento en 17 años. Un fenómeno “principalmente debido al aumento de los vientos en contra externos”, según el oficialista China Daily, que aludía a la guerra comercial y a la escalada proteccionista generalizado en el planeta (Clarín, 21/9) Según datos oficiales de la Oficina Nacional de Estadísticas local, ese rubro clave se expandió 4,4% interanual en agosto, muy por debajo de las previsiones de los analistas.


Devaluación del yuan


Las autoridades chinas han apelado a devaluar el yuan, pero difícilmente esta medida contrarreste los aranceles impuestos por Estados Unidos y, de un modo general, el enfriamiento de la demanda global. El panorama económico que se constata en el espacio geográfico circundante a China es muy elocuente al respecto: las exportaciones coreanas a China cayeron un 13%; los índices de producción de Malasia, Myanmar y Taiwán, economías muy dependientes de China, se congelaron en el último cuatrimestre; la economía de Singapur registró un crecimiento de 1,6%, por debajo del 3,5% previsto; el dólar australiano se está hundiendo.


Por otra parte, las ventajas competitivas de una depreciación de la divisa local son relativas. Por lo pronto, esto entraña un encarecimiento de las importaciones, por lo que Pekín tendrá que pagar más caro su petróleo importado. Dadas las cadenas de abastecimiento globales, las ganancias de los exportadores se terminan compensando con el mayor precio que se paga por los componentes importados.


Pero la preocupación mayor es que una depreciación de la moneda china termine siendo un bumerán. Un yuan más débil es un arma de doble filo. En primer lugar, alentando una fuga de capitales. Está fresca aún en la memoria, la estampida en 2016 en la que, frente a una depreciación del yuan, se fugaron 725.000 millones de dólares y si bien China tenía reservas extranjeras superiores a 3 billones, las agotó a un ritmo alarmante para contener la corrida. Un debilitamiento del yuan podría provocar, asimismo, defaults de deuda local nominada en dólares, especialmente en el sector inmobiliario. Para no hablar que eso perjudicaría a los consumidores chinos, que pagan precios más altos por los productos importados.


Ante este panorama sombrío, desde finales de 2018 ha habido una flexibilización de la política monetaria, dirigida a facilitar el acceso al crédito. Pero los resultados no son alentadores, lo que ha puesto sobre el tapete la cuestión de mayores estímulos. Pero esto choca con el alto endeudamiento que ya registra el gigante asiático. La economía china está sentada sobre una montaña de deudas: pasó de 7 billones de dólares en 2007 a 30 billones ahora, y representa el 282 por ciento del PBI. La mitad de las deudas de los hogares y particulares, de las corporaciones no financieras y del Estado están asociadas a la actividad inmobiliaria. La deuda corporativa china ha pasado a ser una de las más elevadas del mundo (125 por ciento del PBI) y abarca tanto a las empresas del Estado como las privadas. Dichas empresas se venían financiando a través de créditos bancarios, tanto en el circuito institucional como en un mercado paralelo, una suerte de sistema financiero en las sombras y hoy no están en condiciones de devolver los préstamos que contrajeron, con más razón a partir de la desaceleración económica. Pero, además, este financiamiento barato ha aumentado la especulación bursátil e inmobiliaria. Se ha creado, en este último caso, una burbuja parecida a la que se vivió en Estados Unidos previa a la crisis financiera de 2008.


La cúpula dirigente del PCCH optó por cerrar la canilla y ahora, vacila en abrirla, lo cual ha potenciado los reproches internos, acusando al gobierno de inmovilismo. Lo cierto es que el Estado ya no tiene el mismo margen de maniobra y no tiene a mano los mismos recursos que en 2009, cuando puso en marcha un gigantesco paquete de estímulo. Esos cartuchos se han ido agotando.


División


Esto ha avivado la división y los choques internos. Esto se expresa al interior del PCCH, pero trasciende ese ámbito y expresa una lucha crucial que envuelve a toda la elite dirigente sobre cuál es el rumbo estratégico que debe tomar el país.


Existen crecientes presiones por acelerar la apertura y la consolidación de leyes de mercado. En este sector está enrolada la clase capitalista nativa que ha ido abriéndose paso a la sombra del régimen y que pretende afirmarse como clase dirigente. Esta burguesía en formación o proto-burguesía, si bien conduce empresas que incluso han conquistado una posición destacada en el mercado mundial, ocupan un lugar de segundo violín en el escenario chino. Su rol está mediatizado por la burocracia, alrededor del PCCH, que sigue teniendo una presencia determinante a la hora de las decisiones.


Esta tendencia pugna por poner fin al proteccionismo y la regulación que ejerce el Estado, de modo de abrir las puertas a un amplio proceso de privatización y una consolidación de su liderazgo. Un reconocido economista y docente chino Zeng Xiangmin sintetizó este programa: “El mayor defecto de China es la falta de competencia (interna) y de una mayor presencia del mercado (…) Hay espacios de mercado donde la competencia no existe y las empresas son monopólicas. Pero la competencia requiere de cambios, de nuevas leyes y eso en China demora” (ídem). Este sector no se priva de utilizar la guerra comercial como un factor de presión para acelerar esta desregulación, aunque no necesariamente sus aspiraciones son las mismas que las del gran capital internacional, que pretende abrir la economía china en su propio provecho, y eso tropieza con los apetitos de la burguesía local. Las relaciones que mantienen las corporaciones extranjeras y locales oscilan en un abanico contradictorio de asociaciones, rivalidades y choques.


El régimen chino dio señales de avanzar hacia una apertura, procurando contemporizar con estas tendencias, sobre todo, cuando la economía china viene entrando en un impasse y el rescate estatal se viene haciendo insostenible. Así, presentó un calendario para levantar todas las restricciones de propiedad que afectan a los fabricantes de automóviles extranjeros que operan en China. Lo mismo con otras ramas de la industria.


Esto venía de la mano con una serie de reformas para permitir la entrada de capital privado en las empresas de propiedad estatal, que tienen en general altos niveles de endeudamiento y no son, en muchos casos, rentables. Esto abría las puertas a cierres o absorciones.


Volantazo


La noticia, sin embargo, que acaba de conocerse, ordenando la incorporación de funcionarios del régimen a cien empresas privadas, incluida Alibaba, indicaría un volantazo. “La medida podría percibirse también como un esfuerzo por controlar un sector no estatal que está ganando influencia como motor principal en la segunda economía del mundo” (Perfil, 19/9). La burocracia china mira con recelo a la elite empresaria que está tomando cada vez más vuelo propio. Sus aspiraciones en perspectiva son incompatibles con la permanencia en el tiempo del régimen híbrido burocrático actual bajo la tutela del Partido Comunista.


“El Partido Comunista aceptó a los llamados ‘capitalistas rojos’ o empresarios privados en el partido en 2001, lo que les permitió formar parte de la legislatura del país un año después. Aun así, la relación entre Pekín y conocidos empresarios sigue siendo delicada” (ídem). No hay que olvidar que el régimen chino no se ha privado de apelar a detenciones y encarcelamiento de empresarios acusados de corrupción. La ley de extradición, alentada por el PCCH, que pretendió imponerse en Hong Kong, iba en esa dirección. Además de ser un arma de persecución contra la protesta social, apuntaba contra los capitalistas de la isla que podrían quedar expuestos a represalias económicas, incluida la pérdida de su patrimonio, como ya le ocurre a sus pares en el continente. Por otra parte, la autonomía a la que aspira la burguesía de Hong Kong coincide -o al menos tiene importantes puntos de contacto- con la que fogonea la clase capitalista en China continental.


La presencia de agentes gubernamentales apunta a actuar, asimismo, en forma preventiva y poner un freno, si hiciera falta, a la emergencia de despidos masivos a medida que las empresas intentan proteger sus beneficios. Un temor fundado que anida en las autoridades chinas es que el parate provoque un retroceso importante del PBI y, junto con esto, una pérdida marcada de puestos de trabajo, lo cual podría conducir a una reacción social incontrolable. Esto explica los bandazos de Pekín y, en este marco, este nuevo giro.


Pero este intervencionismo es impotente para hacer frente a las contradicciones crecientes que va acumulando la política oficial. Este nuevo volantazo da cuenta de las vacilaciones del gobierno. El régimen bonapartista de Xi Jinping, al cual se le han conferido facultades excepcionales al habilitársele la reelección indefinida, está obligado a conciliar la tendencia a la autonomía de sus proto-capitalistas con la necesidad de contener la desintegración del Estado. Las ex economías estatizadas han incorporado a sus contradicciones autárquicas, las más violentas aún, de la economía mundial. China ingresa a una fase más convulsiva de la restauración capitalista, lo que prepara el terreno para una intervención de mayor amplitud de la clase obrera.