China: la locomotora se detuvo

China no está en condiciones de oficiar de locomotora de la economía mundial, como ocurrió cuando estalló la crisis financiera de 2008. Ya las autoridades chinas han advertido que, este vez, la política de estímulo para contrarrestar la crisis será modesta. El gigante asiático ingresa en esta coyuntura con una deuda sideral, que asciende a casi tres veces su PBI. El gigante asiático es el país donde creció en forma más veloz la deuda, que se ha convertido en una bomba de tiempo. Junto a la banca oficial ha crecido una banca en las sombras, que ha creado una enorme hipoteca, lo cual no impidió que China fuera perdiendo el dinamismo y vitalidad que tenía una década atrás.


Previendo una situación ingobernable, ya antes que surgiera la pandemia, el régimen chino fue cerrando el grifo, lo cual ha empezado a provocar quiebras, un escenario por cierto novedoso en la economía del país. Durante años, antes de que una compañía china cayera en bancarrota, su deuda era comprada por bancos estatales u otro tipo de acreedores, o se articulaban sistemas para inyectar capital y rescatarlas. Esto dio lugar a la multiplicación de las empresas 'zombis', que pierden miles de millones de yuanes al año pero seguían operando gracias a ayudas.


La elite dirigente china se empeñó en mantener los empleos y la actividad económica. El temor fundado de la dirigencia estaba asociado a la reacción popular que podía desatar la pérdida masiva de puestos de trabajo. Lo cierto es que el descontento ha ido en aumento entre las filas de los trabajadores. La creciente conflictividad laboral tiene que ver con este escenario donde se empieza a constatar una proliferación de cierres de empresas. Según un artículo del diario The Wall Street Journal, los tribunales de todo el país aceptaron cerca de 19.000 solicitudes de bancarrota corporativa en 2018, más del triple que dos años antes. Una cifra que marcó un pico y que en 2019 se ha suavizado pero igualmente sigue siendo relevante.


Esto comprende compañías del sector público pero también del sector privado. Este último ha sido afectado más que nadie por la guerra comercial con Estados Unidos que ha provocado una oleada de quiebras y en la que el Estado ha decidido mantenerse al margen. Los analistas creen que la desaceleración económica del gigante asiático también ha tenido que ver en esto.


La decisión de poner un freno a la ayuda está vinculada también con las crecientes presiones internacionales, que venían denunciando que los subsidios otorgados a las empresas hacían que China vendiera precios de dumping (por debajo de sus costos reales) y abriera paso a una competencia desleal. Pero más allá de estas tensiones, dicha presión internacional apunta a poner fin al proteccionismo industrial y financiero aún reinante y abrir la economía china a la penetración del capital extranjero, acelerando el proceso de restauración capitalista hoy inconcluso. Los jerarcas chinos vienen dando pasos en esa dirección, pero no de acuerdo a los ritmos ni a las aspiraciones del capital internacional, cuyos intereses, por otra parte, entran en choque con los apetitos de la propia burguesía china en formación. La apertura, asimismo, se ha visto condicionada por la presencia de la clase obrera, que es una amenaza latente cuya irrupción podría poner en jaque los planes del gobierno. El gobierno de Xi Jinping tiene que pilotear la transición en medio de este escenario convulsivo, condicionado por la lucha de clases.