Cuál es el alcance de las victorias militares imperialistas

Los marines se encuentran ya desembarcando en los alrededores de Kandahar, la última ciudad importante, en el sur de Afganistán, en poder de los talibanes. Durante el fin de semana, el comando militar norteamericano perpetró una indisimulable masacre, que costó la vida de casi mil combatientes, al bombardear pesadamente la cárcel en la que se encontraban alojados, en Mahzr al Sharif. Se puso de este modo en marcha la promesa de David Rumsfeld, el secretario yanqui de Defensa, de matar antes que detener vivos a los miembros de las brigadas árabes del talibán. Los funcionarios norteamericanos reconocen que violaron todas las convenciones sobre prisioneros de guerra, cuando se excusan diciendo que luchan contra terroristas, no contra militares o combatientes. El bombardeo pesado de ciudades virtualmente abiertas, ya que la artillería antiaérea afgana no es efectiva, constituye de por sí un crimen de guerra *algo que los “aliados” le copiaron a los nazis, incluso durante la Segunda Guerra Mundial.


El despliegue político y militar que ha efectuado el imperialismo yanqui, su fuerza impresionante y su descomunal efectividad bélica constituyen una soberana lección para aquellos que vieron en los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono algo así como un momento “mágico”, porque demostraba con cuán pocos medios se podía desnudar la vulnerabilidad del imperialismo. El imperialismo es por cierto vulnerable, pero en razón del carácter cada vez más agudo y de la naturaleza irreconciliable de sus contradicciones históricas. Pero no lo es frente a acciones temerarias, individuales o simplemente terroristas. Es una soberana lección para quienes reducen el imperialismo (y cualquier realidad social) a lo “simbólico” (las torres, en este caso), o sustituyen la lucha de clases por la pantalla de la televisión. El imperialismo ha respondido al ataque “simbólico” con toda la fuerza de su potencia social.


Por esto mismo, todos los potenciales peligros para el imperialismo se desarrollan ahora en el plano de la política mundial consecuente con la invasión de Afganistán. Porque es claro que el gobierno norteamericano no pretende que los marines que acaba de desembarcar se queden en Afganistán, por el simple temor a que se vean envueltos en una guerra de guerrillas. Sin embargo, los analistas militares no ven cómo el Pentágono podrá evitar esta perspectiva, dada la enorme fragmentación política nativa.


Al mismo tiempo, el gobierno Bush acaba de impedir un despliegue sobre el terreno de fuerzas británicas y francesas, que pretendía dar apoyo militar a un proceso de estabilización política. Pero los norteamericanos rechazan la posibilidad de que la Alianza del Norte capitalice la situación creada, en virtud de que tiene apoyos de Irán, de Rusia y de India. Como el objetivo estratégico de los yanquis es que Afganistán sea camino de paso de los gasoductos de Asia Central hacia el Extremo Oriente (proyecto Unocal, la petrolera californiana a la cual está asociada la familia Bush, no admite la instalación de un gobierno que responda a intereses imperialistas rivales. De ahí que pretenda que una “fuerza de paz” que se instale en Afganistán esté compuesta de musulmanes y sea dirigida por Turquía *algo que parece artificioso cuando se tiene en cuenta la crisis explosiva de los países involucrados. En definitiva, el frente imperialista se encuentra en una franca crisis, que sólo está disimulada por los éxitos militares.


Precisamente el temor de que una interrupción de la actividad militar pueda hacer caer la alianza política, está llevando a Bush a plantear nuevas aventuras bélicas, por ejemplo una guerra contra Irak. Los bombardeos al norte de este país ya han comenzado. Pero esta alternativa tiene dividido al gobierno y el Pentágono tiene una suerte de veto sobre esa posibilidad, lo que demuestra cuán conciente es el alto mando militar de las limitaciones políticas de sus fuerzas armadas tan poderosas. Varios medios de prensa ya están alertando sobre el agravamiento de la crisis política en Arabia Saudita, algo inexorable ante el avance de la crisis económica. El ingreso promedio saudita ha caído de 24.000 a 8.000 dólares por persona en diez años.


Mientras se ponen en evidencia las contradicciones fenomenales de las “fuerzas vengadoras”, la guerra y el invierno amenazan con provocar una gigantesca crisis humanitaria, de la cual el imperialismo era conciente mucho antes de iniciar sus agresiones. La ayuda humanitaria, sin embargo, será el pretexto para justificar una fuerza de ocupación, sin muchos resultados en la práctica, debido a la inexistente infraestructura de Afganistán, a sus antagonismos sociales y a la rapiña de sus “señores de la guerra”.


La vulnerabilidad del imperialismo se manifiesta no en las Torres Gemelas, sino en su completa incapacidad para detener la Intifada, de un lado, y para poner un límite al gobierno de Sharon, del otro. Pero mal podría hacerlo cuando los senadores de Estados Unidos acaban de defender, casi por unanimidad, los asesinatos selectivos que perpetra el ejército sionista, reconociéndole un derecho excepcional de defensa al Estado que pisotea los derechos nacionales históricos de Palestina.


Que las victorias afganas no hayan ejercido la menor influencia “positiva” en el derrotero de la crisis financiera internacional, es ciertamente significativo. Así como el ataque del 11 de septiembre no fue la causa de la presente crisis, las victorias militares norteamericanas tampoco parecen capaces de ponerle fin. La burguesía mundial, al poner en la balanza todos los factores en juego, parece estimar que a corto plazo se acentuará la crisis política internacional que se desarrolla desde antes de la guerra contra Afganistán. En lo inmediato, la crisis japonesa despierta el temor de una caída bancaria en cadena, que de un lado obligaría a Japón a nacionalizar el sistema financiero y, de otro lado, provocaría una caída del yen que desestabilizaría a todo el convulsivo sudeste asiático, Corea y China. La guerra tampoco ha detenido las luchas sociales, como se ve en Francia y en particular en la huelga general que se incuba en Italia, para no hablar de los cocaleros de Bolivia, de los campesinos de Paraguay y Brasil y de los piqueteros argentinos.