Internacionales
7/10/1993|403
Domingo sangriento
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El pasado 3 de octubre, Boris Yeltsin completó el golpe de Estado que había perpetrado dos semanas antes cuando disolvió el Parlamento de Rusia. El desalojo de las instalaciones de la Casa Blanca fue realizado sin ningún tipo de contemplaciones, lo cual provocó una masacre cuyo número de víctimas aún se desconoce. Mientras blandía sus argumentos contra el “fascismo” y el “comunismo” que, según él, encarnaban los atrincherados en el Parlamento, Yeltsin apelaba a los métodos clásicos del fascismo sin comillas y del stalinismo más consecuente. A la hora de resolver el asalto, el “demócrata” ruso ignoraba los reclamos de los parlamentos de 62 de las 88 regiones y repúblicas autónomas de Rusia en favor de un acuerdo que previera la realización de elecciones parlamentarias y presidenciales simultáneas. Esta salida democrática frente a las circunstancias que se estaban viviendo fueron rechazadas por Yeltsin con el argumento de que hubiera entrañado “un vacío de poder”, exactamente la misma razón que esgrimió durante la crisis un editorial del diario norteamericano “The New York Times”. Luego de la masacre, Yeltsin disolvió el Consejo municipal de Moscú y los representativos de los diversos barrios de la ciudad, y funcionarios de su gobierno reclamaron la “autodisolución” de los parlamentos de las regiones y repúblicas rusas. Para un “demócrata”, la perfomance no es nada mala: equivale a querer dirigir un territorio de casi 20 millones de kilómetros y más de 200 millones de habitantes mediante un sistema de prefectos napoleónicos.
Para quien hace dos años se presentaba como el portavoz de la independencia de Rusia, sometida durante setenta años al centralismo soviético, el golpe no deja de ser otra proeza, toda vez que fue arreglado al milímetro con el gobierno de Clinton y la Otan. “El influyente senador demócrata Sam Nunn, informa Clarín (4/10), dijo a la televisión italiana que la administración Clinton había revocado el pedido a Yeltsin de no utilizar la fuerza para reprimir a la oposición”. Aun antes de la disolución del Parlamento, el ministro de Defensa de Rusia, “General Grachev, había viajado a los Estados Unidos para hablar con el presidente Clinton en la oficina del consejero de seguridad nacional, Tony Lake”, según informa el columnista de “The New York Times”, William Safire (24/9). Rusia se ha desembarazado de la centralización soviética pero sólo para caer bajo la dependencia del imperialismo norteamericano.
El desenlace de la crisis lleva todas las marcas de una provocación montada por Yeltsin. Luego de haber cercado al Parlamento para impedir que ingresaran nuevos ocupantes, el gobierno ruso no tomó ninguna medida ante la anunciada manifestación opositora del domingo 3. Los ocupantes del Parlamento interpretaron la falta de presencia militar y la ambigua reacción de la policía como indicios de que se derrumbaba el respaldo de las fuerzas armadas a Yeltsin. A partir de aquí incitaron a una insurrección, que era más bien un putsch callejero sin ninguna clase de perspectiva. Diez días antes, sin embargo, la prensa norteamericana ya estaba en condiciones de informar acerca del “éxito de Yeltsin en mantener la lealtad de las unidades militares de despliegue rápido localizadas cerca de Moscú. Junto a las fuerzas internas especiales del Ministerio del Interior, conocidas como la División Dzerzhinsky, las guardias del ejército de Tamar y Kantemir y la División Aerotransportada de Tula sirven como una guardia efectiva del Palacio. Fuentes occidentales dijeron que todas ellas apoyarían a Yeltsin en una crisis” (The New Yor Times, 25/9). Fueron precisamente estas fuerzas las que liquidaron la resistencia del Parlamento.
La burocracia rusa
La cuestión de fondo, sin embargo, es que Yeltsin consiguió encarnar los intereses sociales fundamentales y establecer la línea política estratégica que se suponía que estaban representados por los parlamentarios. Cuando Yeltsin disolvió el Parlamento, dos semanas antes, a raíz de las divergencias sobre el presupuesto, no sólo contó para ello con el apoyo militar y de la banca internacional, sino que también fue respaldado por el presidente del Banco Central, Viktor Geraschenko —uno de los principales representantes de los “capitanes de la industria” de Rusia. La disolución del Parlamento colocaba, de facto, el control del Banco Central en manos de Yeltsin. Del Banco Central depende no solamente la financiación de la industria rusa, el pago de la deuda externa y la cotización del rublo frente al dólar, sino también una de las conquistas mayores de la burocracia rusa en los últimos dos años: la reintegración de la totalidad de las ex repúblicas soviéticas, con excepción del Báltico, al redil económico ruso. A fines de julio pasado, Ucrania “se vio obligada a firmar un ‘protocolo de intención’ para una reunión económica con Rusia y Bielorrusia, que prevé una coordinación de políticas presupuestarias, la supresión de las barreras aduaneras y una moneda común”. El diario “Le Monde” (5/9), que da cuenta del hecho, no vacila en admitir que “la independencia de Ucrania está en juego”. Por si esto fuera poco, Ucrania cedió a Rusia la Flota del Mar Negro y su arsenal nuclear, una de las máximas reivindicaciones de las fuerzas armadas rusas. Yeltsin acusaba al Parlamento de ultranacionalista, precisamente en el momento en que lograba imponer (aunque aún no esté dicha la última palabra, ni mucho menos) los objetivos nacionalistas rusos a las repúblicas supuestamente emancipadas. La misma manifestación de “rusificación” se puede apreciar en las injerencia militar rusa en Georgia y Azerbaidjan; en éste último Yeltsin logró neutralizar los esfuerzos de Turquía para quedarse con el control del petróleo. Yeltsin ha restablecido la Comunidad de Estados Independientes, una réplica de la vieja URSS, con excepción de las naciones bálticas.
La recreación del llamado “espacio económico soviético” no constituye solamente un reclamo vital de los “capitanes de la industria” de Rusia y de las otras repúblicas, y naturalmente de los militares, sino del propio imperialismo. El FMI ha insistido reiteradamente en esta política ante la imposibilidad económica de absorber a las ex repúblicas soviéticas en el mercado común europeo. De esta manera, la centralización que impulsa Yeltsin no responde a las necesidades económicas propias de la ex URSS sino a una tendencia impuesta por el capital financiero internacional, que necesita un banco central y una moneda únicos para cobrarse la deuda externa y concretar la colonización financiera de la industria de la ex Unión Soviética. Esto explica que la Nato no haya objetado de ningún modo las aventuras del ejército ruso en el conflicto de Georgia-Abjazia o Armenia-Azerbaidjan. En estas condiciones, la oposición parlamentaria quedó reducida a una función de “desestabilización” de los intereses que se suponía que debía representar. El planteo de realizar elecciones simultáneas pretendía dar una salida a posiciones afines, pero tenía el defecto de dejar suspendida en el aire la cuestión de mantener en manos inequívocas la dirección del Estado.
“Doctrina Monroe”
La dinámica nacionalista rusófona y la dependencia del gobierno de Yeltsin respecto a las fuerzas armadas ha provocado una divergencia entre el gobierno ruso y los gobiernos imperialistas, al vetar el primero la posibilidad de que las naciones de Europa del Este puedan ingresar en la Otan. Rusia ha reclamado también que se le reconozca un rol militar “pacificador” en los países próximos a sus fronteras. Pero un editorial del “Washington Post” asegura que Estados Unidos “no quieren respaldar una Doctrina Monroe rusa” (2/10). Los militares yeltsinianos están procurando un derecho de intervención conjunta con la Otan, o sea al servicio del imperialismo mundial. Las ambiciones militares de Rusia están íntimamente ligadas a la “privatización” de su industria de defensa, es decir, a un negocio de billones de dólares.
La tendencia a la centralización estatal rusa, que es impulsada por el capital financiero internacional y la burocracia civil y militar de Rusia, choca con las tendencias opuestas, centrífugas, que provoca la privatización de la economía y las aspiraciones nacionalistas de las ex repúblicas soviéticas. Esta centralización se enfrenta también a las aspiraciones democráticas de los trabajadores rusos, que van a necesitar de las libertades de organización para hacer frente a la ola de desocupación que provocará el “ajuste” capitalista. Considerando estos factores históricos, el golpe de Yeltsin no pasa del nivel de tentativa; estará obligado, por lo tanto, a nuevas maniobras, pactos y alianzas, y a nuevos ensayos seudo-democráticos. Las fuerzas armadas no han demostrado que puedan hacerse cargo del país.
A la luz de estas caracterizaciones nos pronunciamos por las siguientes consignas: abajo la dictadura pro-imperialista de Yeltsin; independencia para las ex repúblicas soviéticas; vigencia plena de las libertades democráticas; abajo la privatización en masa; expropiación de la burocracia; inmediatas elecciones generales para una Asamblea Constituyente soberana; poner en pie a la clase obrera construyendo sindicatos independientes, comités de fábrica y consejos obreros.