guerra comercial

EE.UU. promueve modificación del impuesto a las sociedades

La utopía reaccionaria de Joe Biden.

El G7, que se encuentra reunido en estos momentos, tiene en su temario un punto excluyente: acordar un cambio en el régimen de imposición a las sociedades a escala global. La iniciativa que fue impulsada por el gobierno de los Estados Unidos nos permite tener una verdadera radiografía de la evolución de la crisis mundial a partir de las razones que motivan el proyecto, el momento en el cual se lo promueve y las implicancias de su tratamiento.

Bajo el lema de terminar con los paraísos fiscales y argumentos de cuño progresista como que “las grandes empresas debían pagar más”, el gobierno norteamericano está a punto de conseguir que se fije un mínimo sobre el impuesto a las sociedades en todo el mundo. De esta manera, conseguiría reducir la diferencia entre lo que se paga en los Estados Unidos y lo que se paga en países menos desarrollados como es el caso de Irlanda, un país en donde han constituido su domicilio fiscal muchas de las grandes empresas tecnológicas.

Uno de los efectos evidentes de la globalización es la deslocalización productiva, es decir que las empresas pueden producir en distintos puntos del planeta de acuerdo a su conveniencia e incluso producir partes en distintos países reduciendo costos y valiéndose del menor valor de la fuerza de trabajo en los lugares más subdesarrollados. Esta política ha tenido un efecto contradictorio para los países imperialistas, ya que por un lado exacerbaron su rol de exportadores de capital y por el otro vieron reducirse tanto su recaudación fiscal como fundamentalmente el empleo de su propia clase obrera lo que ha redundado en ciudades fantasmas como es el emblemático cinturón de óxido en los Estados Unidos.

La política del “American first” promovida inicialmente por Trump era explícita en sus objetivos de repatriación de capitales a suelo americano. A pesar de haber sido una prioridad durante la administración del magnate, el fracaso fue rotundo. La dinámica del capital es implacable incluso con sus propios representantes, especialmente si lo que buscan es la utopía reaccionaria de volver el tiempo atrás, recuperando un estadio que ya fue superado en los hechos.

Biden parece dispuesto a tropezar con la misma piedra que su antecesor, pero con buenos modales. El proyecto que viene discutiendo el G7 y que podría anunciarse el día viernes para luego girarlo a la OCDE y al G20 (los organismos que tienen la capacidad de definir en la materia) se inscribe en esta misma línea. Trump buscó seducir a las grandes empresas bajándoles el impuesto a las ganancias en la economía yankee, Biden lo hace imponiendo la suba del impuesto en los países donde tributan actualmente.

Si bien el presidente norteamericano ha propuesto un alza también en el impuesto dentro de su territorio, este no compensaría –en caso de aprobarse- más que la mitad de lo reducido por la administración trumpista. Es decir que Biden se coloca en este terreno en un punto medio entre el nivel impositivo del gobierno de Obama y del de Trump, continuando con beneficios que la burguesía estadounidense ni siquiera reclamaba.

El proyecto en cuestión contiene también un punto importante anticipándose a que las empresas afectadas decidan permanecer fiscalmente en donde tributan hasta ahora. Se trata de una modificación en la fórmula sobre la cual se calcula este tributo, favoreciendo la retribución al país en donde se realizó la operación en detrimento de donde está radicada. Como es evidente, los países más ricos suelen ser donde más se consume y por ende lo que serían los beneficiados de estos nuevos cambios. Este ítem habría sido clave para el convencimiento tanto del Reino Unido como de Francia.

La crisis mundial ha exacerbado la pelea entre los distintos Estados por apropiarse de cada uno de los mercados y de cada uno de los dólares que esos mercados generan. Ni Juan Domingo Biden, ni su secretaria del Tesoro han tenido un brote de equidad ni de transparencia, lo que motoriza la propuesta es antes que nada la necesidad de aumentar la recaudación para poder cubrir el enorme déficit en el que se encuentra Estados Unidos y que se potenciará todavía más con el plan de infraestructura anunciado por el presidente yankee.

Al mismo tiempo, todo ese gasto público es parte de la necesidad del nuevo gobierno de contener la situación social al interior del país, con una clase obrera que ha irrumpido en la escena política condenando primero a Trump a la derrota. Biden es consciente de esta situación lo que lo ha llevado a buscar una integración de la burocracia sindical y distintas medidas para descomprimir la amenaza de una nueva rebelión popular que está latente.

En el terreno internacional, el imperialismo yankee arranca la nueva administración imponiendo sobre Europa este proyecto que, si bien se viene estudiando desde hace años, le permite contrastar abiertamente con la política y los manejos de Donald Trump, quien lo había encajonado.

Ocurre que detrás de esta política se esconde una diferencia más estratégica: la burguesía norteamericana busca dar un giro en su relación con Europa, buscando acercarse al viejo continente para frenar el crecimiento chino y profundizar su colonización. Este proceso no estará exento de importantes choques entre la propia Europa y Estados Unidos, pero el rezago en la recuperación económica de la UE la deja cada vez más como un actor de reparto en el escenario mundial.

Sin embargo, es claro que la burguesía europea no va a resignar pacíficamente su lugar. Tiene sus propios acuerdos con China y en las últimas semanas reabrió el diálogo para un acuerdo comercial con la India. En este contexto hay que enmarcar las sanciones comerciales que abundan a uno y otro lado del atlántico entre quienes ahora se preparar para modificar el mentado impuesto.

La búsqueda de una cooperación entre Estados en medio de una guerra comercial que crece a cada momento es completamente inviable. Estados Unidos es incapaz en esta instancia de jugar un papel de control de sus aliados dado que se encuentra en franca decadencia, teniendo que lidiar con su rebelión interna y atado al pulmotor de la Fed (Reserva Federal) como único sostén.

Las medidas de política económica que viene llevando adelante la Reserva Federal tienen un rol determinante en medio de esta guerra comercial, que desde hace tiempo evolucionó hacia una guerra monetaria, devaluaciones competitivas (el dólar se ha depreciado un 10% frente al euro desde que comenzó la pandemia) y una cada vez más notoria tensión belicista. Volver a la armonía que busca Biden es una ilusión infundada.

Más allá de las disputas entre los Estados, se descuenta que vamos a un choque con el grupo de empresa conocido como Gafam (Google Amazon Facebook Apple y Microsoft), que han sido algunas de las grandes ganadoras durante la pandemia y que jugaron fuerte en la caída en desgracia de Trump. Junto con ellas el proyecto propone modificar la imposición de las 100 empresas más grandes del mundo, cuando la mayoría de ellas cuentan con posiciones monopólicas en los distintos mercados y tienen la capacidad de trasladar a precios todo nuevo gravamen que deban pagar.

Durante este periodo pandémico todavía abierto, el capitalismo ha mostrado la vigencia de su tendencia a la concentración y centralización del capital en las crisis. Mientras miles de empresas quebraron y millones de personas han caído en la pobreza y en la miseria existe un polo opuesto en donde la riqueza se ha concentrado como nunca antes, generando una desigualdad pocas veces vista.

En su etapa de decadencia histórica, el capitalismo depende como pocas veces de una depuración del capital sobrante para recomponer su tasa de ganancia. Esto puede producirse por la vía de quiebras masivas o de la destrucción en masa de fuerzas productivas que se genera en las guerras. Mientras tanto, la tendencia a la sobreproducción no solo no descansa sino que se multiplica sobre la base del capital ficticio, el más parasitario de todos, creado por los bancos centrales para evitar esa misma depuración.

La superación del capitalismo y de la barbarie a la que nos condena es una tarea exclusiva de la clase obrera y no, como nos quiere hacer creer el progresismo, de capitalistas buenos. La crisis mundial suma, en el plano impositivo, la tendencia a los choques y disputas que caracterizan la etapa.