El asesinato de Benazir Buttho




Buttho había regresado del exilio para participar en las elecciones parlamentarias del 8 de enero como representante política del imperialismo norteamericano: la diplomacia estadounidense había forzado un acuerdo entre el presidente Musharraf y Buttho, por el cual el primero continuaría como presidente y la segunda actuaría como primer ministro.


El acuerdo entró rápidamente en crisis cuando Musharraf —con la aprobación norteamericana— decretó el estado de emergencia para sacarse de encima a la Corte Suprema que cuestionaba las desapariciones y detenciones sin juicio de los servicios de inteligencia y que denunciaba la violación de la constitución por Musharraf, que se había hecho designar presidente por el parlamento sin antes haber renunciado a la jefatura del ejército.


Las protestas de la oposición liberal pusieron al partido de Buttho al borde de la fractura; una parte sustancial de sus dirigentes reclamaban el boicot a las elecciones parlamentarias. Ante el temor de que su partido se dividiera, Buttho ensayó una tibia oposición… que duró hasta que el enviado norteamericano John Negroponte le telefoneó para insistir en que debía cumplir su parte del acuerdo. “Inmediatamente, ella bajó sus críticas (…) porque le faltó el coraje político para desafiar a Estados Unidos” (Tariq Ali, London Review of Books, diciembre de 2007; The Guardian, 28/12).


Cuando estaba en campaña para estas elecciones amañadas, fue asesinada. El gobierno acusó inmediatamente a los “terroristas islámicos”. “Se ha asumido que los asesinos eran fanáticos musulmanes. Esto puede ser cierto. ¿Pero estaban actuando por sí mismos?”, pregunta Tariq Ali (The Guardian, 28/12).


El asesinato de Buttho deja al descubierto una fractura en el aparato del estado, del alto mando y de los servicios de inteligencia. Por eso, todos coinciden en señalar que sus consecuencias son “impredecibles”.


Crisis estatal, crisis mundial


Algunos observadores anticipan que el asesinato cuestiona la continuidad de la unidad de Pakistán.


En Baluchistán, en Waziristán y en los territorios de la etnia pashtun (en la frontera con Afganistán) existen fuertes movimientos independentistas. Regiones enteras del país se encuentran fuera del control del gobierno pakistaní; las milicias islámicas — que operan a ambos lados de la frontera con Afganistán— han reforzado su actividad en Pakistán, incluso con el concurso de combatientes afganos. Dentro de Pakistán viven numerosas etnias, que se encuentran en las fronteras (como los pashtunes) y se extienden a los países vecinos. El ejército, que estuvo en el gobierno durante la mayor parte de la historia del país, mantuvo esta unidad artificial por la fuerza de la dictadura.


Pakistán intervino sistemáticamente en Afganistán para establecer allí “gobiernos amigos” que le permitieran tener las manos libres, al este, para lidiar con su principal rival, la India, con quien disputa el territorio de Cachemira. Para intervenir en Afganistán, el ejército se valió de los islámicos y los talibanes; también los utilizó para hostilizar a la India. Las relaciones entre los islámicos que operan a ambos lados de la frontera y los servicios de inteligencia son intensas y antiguas. Muchos oficiales y soldados se niegan a cumplir las órdenes de combatir a las tribus fronterizas y se rinden sin disparar un tiro.


Según Stratfor, un centro de inteligencia privado, el arsenal atómico pakistaní está bajo control de los norteamericanos desde el inicio mismo de la invasión de Afganistán. El Pentágono no tenía un gramo de confianza en la “lealtad” de los militares y en la unidad de la cadena de mando.


El fracaso de la ocupación de Afganistán por parte de la Otan, la recuperación de zonas enteras del territorio afgano por los talibanes y el reforzamiento de sus operaciones en Pakistán aceleraron la descomposición del régimen militar. Las posibilidades de que el acuerdo entre Musharraf y Buttho diera una salida a esta crisis de conjunto eran menos sólidas que un castillo de naipes.


Perspectivas


Frente a la crisis, los “consejeros” internacionales recomiendan la formación de un gobierno de unidad nacional de todos los partidos, respaldado por el ejército” (Financial Times, 28/12), pero los propios “consejeros” admiten que su recomendación es “un sueño sin esperanzas” (Financial Times, 29/12).


Musharraf ordenó una represión draconiana de las manifestaciones populares que lo cuestionan. Si la movilización se extiende a la región del Punjab, la más importante del país, “el ejército sería altamente reacio a usar la fuerza para suprimir un movimiento popular y podría verse obligado a forzar al general Musharraf a retirarse de la vida política para calmar a los seguidores de Buttho” (Financial Times, 28/12). Un nuevo general tomaría el poder. Hay signos de que los parlamentarios norteamericanos y, en particular, los candidatos demócratas impulsan esta alternativa.


Pakistán oscila entre la continuidad del régimen de Musharraf y un nuevo gobierno militar. La estabilización de Pakistán requeriría, además, un acuerdo regional que incluya a la India, China, Rusia, Estados Unidos e Irán. Un acuerdo de esta naturaleza es inviable en lo inmediato porque, precisamente, esas potencias se están disputando la dominación del Asia Central, sus vastos recursos energéticos y su posición estratégica.


Con el descalabro de Pakistán, el volcán de la crisis mundial se extiende interrumpidamente desde la costa mediterránea hasta las fronteras de China y la ex URSS.