El escenario económico internacional actual y el que se viene (segunda parte)

Un año después del estallido de la pandemia.

Primera parte

La economía capitalista en las metrópolis está plagada de empresas zombis, cuyas utilidades ni siquiera alcanzan para pagar sus gastos y que sobreviven gracias al endeudamiento barato que hoy existe y que es renovado permanentemente. Recordemos que la deuda corporativa asciende al 80 por ciento del PBI y sigue creciendo. Un aumento de la tasa de interés provocaría una quiebra de estas empresas. Esto pone de relieve el carácter precario de la proclamada recuperación y explica que el incremento en los rendimientos de los bonos del Tesoro norteamericano a diez años haya provocado pánico y estremecido los mercados, abriendo paso a un derrumbe bursátil. Lo paradójico es que lo que en tiempos “normales” se hubiera considerado una noticia alentadora, ahora es vista como una desgracia. El aumento en los rendimientos de los bonos, a primera vista, debería ser tomado como un síntoma positivo de reactivación, como resultado de la perspectiva de un repunte en la actividad económica y de los precios. El presidente de la Reserva Federal (FED), Jerome Powell, hizo referencia a este hecho dando la bienvenida al aumento en los rendimientos de los bonos como una indicación de un crecimiento económico. Pero, en la actualidad, el solo hecho de que pueda abrir paso o al menos insinuar un ascenso de las tasas de interés, aunque sea de forma limitada, provoca grandes turbulencias financieras.

Un nuevo cimbronazo se produjo a fines de febrero cuando una subasta de bonos del Tesoro de Estados Unidos de largo plazo no encontró adquirentes. En ausencia de compradores, los operadores primarios, los principales bancos que suscriben las ventas de bonos estadounidenses, tuvieron que intervenir para comprar el 40 por ciento de la deuda pública en oferta, la participación más alta en siete años. Viene al caso señalar que este hecho se da en momentos que el gobierno de Estados Unidos necesita endeudarse para financiar el paquete de estímulo de 1,9 billones de dólares. El hecho de que el mercado no pudiera absorber ni siquiera una oferta de deuda -por otra parte, acotada- puso en marcha una liquidación de bonos de Estados Unidos en el mundo.

El rendimiento de los bonos se disparó al 1,6 por ciento, habiendo comenzado el mes en 1,1 por ciento. Al comentar sobre el acontecimiento, el Financial Times señaló que la “severidad” de la venta masiva había “reavivado las preocupaciones sobre la salud del mercado de deuda más grande e importante del mundo, agregando urgencia a los esfuerzos de los reguladores para abordar las grietas que han surgido durante períodos de estrés”. El mercado de deuda pública estadounidense de 21 billones de dólares es la base de todo el sistema financiero mundial. Se supone que es el mercado más líquido del mundo -el refugio seguro para los inversores financieros.

Los episodios nombrados obligaron a la Reserva Federal a poner paños fríos y asegurar de que no está previsto en los años en curso ni en el venidero un aumento de la tasa de interés. Volvió a reiterar que se seguirá manteniendo la compra de de activos a razón de 120.000 millones de dólares, como viene ocurriendo hasta ahora. Pero aún así, se mantiene una tensa calma y se registra una gran volatilidad en los mercados en los que reina una desconfianza que las perspectivas inflacionarias, pese a las promesas de Powell, terminen poniendo un cierre al ciclo de dinero barato.

La política de la FED es seguir alimentando este esquema, pero el mismo resulta cada vez más insuficiente, dando pie a la exigencia de más concesiones y garantías por parte del capital financiero. Existía la creencia entre los operadores de que la FED relanzaría la Operación Twist (bajo la cual autorizó las compras en bonos a largo plazo para mantener bajas las tasas), introducida en el pasado bajo la presidencia de Ben Bernanke, cosa que no ocurrió.

Este nuevo estremecimiento es un recordatorio que la emisión y el endeudamiento no es un recurso ilimitado y menos aún inocuo. Lo que asoma como amenaza a partir de esta caída de los bonos del Tesoro es una desvalorización del dólar (que, recordemos, ya viene produciéndose), lo que podría provocar un abandono masivo de la divisa estadounidense y un refugio en el oro o en otros activos que puedan oficiar como reserva de valor. De un modo general esto también está ocurriendo con las principales monedas, como el euro, que vienen apelando, aunque todavía en forma atenuada, a los mismos métodos que los yanquis para enfrentar la crisis. Por lo pronto, esto ha abierto una cadena de devaluaciones competitivas. La devaluación de la lira turca, precipitada con la renuncia del titular del Banco Central de ese país, constituye un nuevo eslabón de ese proceso. La guerra comercial se completa con una guerra monetaria, cuyo desarrollo planea en perspectiva un dislocamiento de la economía mundial en caso de que las principales divisas dejen de funcionar como medios de pago aceptados internacionalmente.

China tampoco se sustrae ese cuadro. El gigante asiático es uno de los países más endeudados del mundo, donde su deuda pública y privada asciende a casi tres veces su PBI y, por lo tanto, es probablemente una de las naciones más sensibles y vulnerables a un aumento de la tasa de interés. Aunque la misma está nominada en yuanes, una alteración general de los parámetros mundiales ejercería un impacto en China y abriría el riesgo de un colapso de una franja significativa de empresas que sobreviven gracias al crédito barato y que no estarían en condiciones de continuar en caso del encarecimiento de su financiamiento. El escenario del país asiático dista bastante respecto del de trece años atrás, cuando irrumpió la crisis financiera de 2008.

Conclusiones

Del panorama descrito salta a la vista que el actual esquema sobre el que se sostiene el funcionamiento de la economía capitalista está prendido con alfileres. Y que vamos a una transición turbulenta, en la que no se puede evitar que se abran paso las tendencias a la quiebra y concentración capitalista. La depuración del capital sobrante que planeta la gigantesca crisis de sobreproducción está llamada a abrirse paso en forma violenta y caótica -lo cual no debe sorprender, pues es el método propio inherente a una sociedad presidida por la anarquía capitalista. Este proceso ya está en marcha: hay miles de empresas en cada país que cerraron y que no van a volver a abrir sus puertas, lo que se une a reestructuraciones de los grandes conglomerados económicos, que va acompañada de recortes drásticos de personal, achicamiento y cierre de filiales. Por lo pronto, hay 10 millones de trabajadores que no han recuperado sus puestos de trabajo en Estados Unidos respecto de un año atrás. Las solicitudes semanales de desempleo en las últimas semanas rondan un promedio de 770.000, que se une a otros planes de asistencia que llevan el total a un millón, muy por encima del pico que alcanzó en la crisis de 2008. Por otra parte, muchos de los que han vuelto a trabajar, lo han hecho bajo condiciones más precarias y con sus sueldos recortados.

En este último año se ha acentuado como nunca la desigualdad social. El capitalismo ha revelado en forma descarnada bajo la pandemia que se trata de un sistema incompatible y a contramano de la salud y la vida de la población. Los paquetes de ayuda tienen como destino principal el rescate del capital, mientras se reserva una porción marginal de los recursos para las necesidades apremiantes de los hogares más necesitados. El publicitado plan de estímulo de Biden ha arrancado podando los subsidios y ayudas y no incluyendo del todo el aumento del salario mínimo a 15 dólares que el nuevo presidente había prometido en la campaña electoral. El salario mínimo seguirá en los 7,5 dolares. Recordemos que la recuperación de la crisis financiera de 2008, bajo Obama, implicó que los nuevos trabajadores pasaran a ganar la mitad respecto de los antiguos trabajadores en la industria automotriz. En definitiva, el “rebote” que tanto se proclama iría de la de la mano de una intensificación de la explotación y precarización de la clase obrera.

Esta panorama se acentúa en los países emergentes y, por supuesto, en América Latina. En su último informe anual, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de la ONU estima que el número total de pobres en la región ascendió a 209 millones a fines de 2020, lo que representa 22 millones de personas más que el año anterior. Según la Cepal, como consecuencia de la fuerte recesión económica en la región, se registró una caída del PBI del 7,7 por ciento y que va de la mano de un incremento marcado de la desigualdad en el ingreso total por persona. La pandemia también ha provocado un aumento en la mortalidad que podría reducir la esperanza de vida en la región dependiendo de cuánto dure la crisis, según la agencia.

La jefa del FMI, Kristalina Georgieva, informa que para fines de 2022, el ingreso per cápita acumulado será un 13 por ciento más bajo que las proyecciones anteriores a la crisis en las economías avanzadas, en comparación con el 18 por ciento para los países de bajos ingresos y el 22 por ciento para los países emergentes y en desarrollo, excluida China.

Autores marxistas sostienen que lo que se viene es una recuperación bajo una forma de “raíz cuadrada inversa”, donde “el PBI real, la inversión y el crecimiento del empleo permanecen por debajo de las tasas anteriores de forma indefinida, lo que sugiere la continuación de la Larga Depresión posterior a 2009” (Michael Roberts, “La economía bajo la pandemia”, Sin Permiso, 20/3). En otras palabras, estaríamos ante un letargo y ralentización económica prolongada en el tiempo. Se trata de una réplica pero en clave marxista del “estancamiento secular”, una tesis que ha vuelto a la superficie de la mano de algunos de los economistas de consulta del mundo financiero que plantean la perspectiva de un declive indefinido, pero considerado más sereno que un derrumbe. El ejemplo sería Japón, sometido a una crisis a finales de la década del ’80 y en la cual sigue empantanado. Pero las contradicciones han llegado a tal punto que no pueden resolverse sino en forma violenta y convulsiva. La masa de capital real y ficticio, afectado por la crisis, es de tal inmensidad que plantea depuraciones de características gigantescas. Las quiebras y las bancarrotas son inevitables, como lo volvió a corroborar el colapso de 2020. Estas contradicciones explosivas siguen presentes y están sin resolver.

De conjunto, marchamos a un escenario atravesado por conmociones en el plano económico, agreguemos en el plano social, político y sanitario, pues la pandemia sigue abierta. Lo que está en claro es que las salidas capitalistas en danza, sean de cuño neoliberal o keynesiano, o una combinación de ambas, tiene como común denominador un ataque en regla contra las masas. La recuperación que se pregona tiene como punto de partida mayores sacrificios y privaciones para los trabajadores, aunque esas penurias están lejos de asegurar la resurrección de un régimen social en decadencia y descomposición.

Este escenario es el caldo de cultivo para choques muy agudos entre las clases y, por lo tanto, para grandes crisis políticas, que ponen en tela de juicio la estabilidad de los regímenes políticos y, al mismo tiempo, que abren paso a grandes rebeliones populares. Hoy lo constatamos a nivel mundial y en particular en América Latina. Paraguay acaba de convertirse en el último eslabón de una cadena de sublevaciones en el continente. El gran desafío por delante que tiene la izquierda que se dice revolucionaria es contribuir a que la clase obrera emerja como un factor independiente de la crisis, que apunte a transformarla en una alternativa de poder y proceder a una reorganización integral de la sociedad y su economía sobre nuevas bases sociales. La campaña por una segunda Conferencia latinoamericana y de los Estados Unidos que viene impulsando el Partido Obrero forma parte de ese esfuerzo y se inscribe en ese propósito.