El precario acuerdo entre Estados Unidos y China

La cautela con que la prensa internacional ha tomado el nuevo acuerdo entre Estados Unidos y China retrata la fragilidad del compromiso.


Según los informes, Estados Unidos acordó recortar algunos de los aranceles sobre productos chinos por un valor de u$s 360.000 millones y no continuar con aranceles adicionales, a cambio de lo cual China aceptó aumentar sus importaciones de productos agrícolas y otros bienes estadounidenses.


La Casa Blanca se ha reservado una carta. La reducción pactada irá acompañada de una cláusula de "snapback" en virtud de la cual los aranceles se restablecerían de inmediato si se determina que China no está cumpliendo con su parte del acuerdo.


Por lo pronto, hay un punto conflictivo que podría echarlo por tierra. Washington exige que se precise por escrito el monto de bienes estadounidenses que China se compromete a importar y reclama que ascienda a entre 40.000 millones y 50.000 millones de dólares -casi el doble de lo que se comercializaba antes de que comenzara la guerra comercial. Esta pretensión es resistida por el gigante asiático, que señala que implicaría tener que discriminar a otros proveedores -en primer lugar, Brasil y, en menor medida, a la Argentina- cuyos precios son más bajos que los de Estados Unidos. 


Crisis a ambos lados


Trump apuró el acuerdo porque necesita exhibir algún “éxito” y mejorar su imagen, que venía en caída entre los agricultores como consecuencia de las dificultades que ha provocado la guerra comercial para la comercialización de los granos estadounidenses. El sostén de  los productores de los estados del sur es vital en vistas a las elecciones presidenciales que se avecinan.


Al abordar la situación no se puede soslayar el hecho que la recuperación económica, de la que se jacta el magnate, se viene desinflando. En lugar de las ventajas prometidas por el gobierno, la guerra comercial ha provocado el resultado inverso: las represalias contra China no han derivado en una mejora del intercambio comercial ni de los empleos, y como contrapartida sí ha significado un aumento de los costos industriales y un encarecimiento del consumo de productos importados .


Visto desde el otro lado del mostrador, China tampoco se sustrae a la crisis. La guerra comercial potencia la desaceleración económica que ya se viene operando en la economía asiática. Hay quienes señalan que las estadísticas oficiales encubren el verdadero estado de la economía. El Estado chino enfrenta una deuda colosal, de casi tres veces su PBI, de modo tal que la capacidad de reactivar la economía por ese medio -como lo hizo al comienzo de la crisis financiera de 2008- se ha vuelto inviable.


Lo que está en juego


La búsqueda de un compromiso ha sido alentada por ambas partes, pero está lejos de lograr una salida al conflicto. En el acuerdo no figura ninguna de las exigencias sobre las que Washington venía batiendo el parche y que tienen que ver un resguardo de la propiedad intelectual y el uso de tecnología estadounidense por parte de China. Tampoco se establece un freno a la expansión china en la industria de punta y una apertura de su economía a la penetración del capital foráneo. 


El imperialismo no ha abandonado su objetivo de fondo, que es completar la restauración capitalista inconclusa en el gigante asiático, en sus propios términos y bajo su tutela. Este propósito es una “cuestión de Estado” compartida por toda la clase capitalista y es lo que explica que las reservas y voces críticas respecto del acuerdo “fase uno” -como se lo conoce- hayan surgido no sólo de los republicanos más “halcones” sino también entre las filas demócratas.


Fuera de los aranceles, la guerra monetaria, lejos de atenuarse, se viene potenciando y puede terminar teniendo efectos más nocivos que la propia imposición de tarifas aduaneras. Las autoridades chinas no se han privado de devaluar el yuan durante los últimos meses.

Washington, mientras tanto, mantiene su negativa a aceptar el nombramiento de nuevos jueces para el órgano de solución de disputas de los países miembros de la Organización Mundial de Comercio, denunciando que dicha organización ha emitido fallos discriminatorios contra Estados Unidos. De esa forma, mantiene el terreno despejado para decretar sanciones unilateralmente.


Importa señalar que el acuerdo sellado entre el gobierno yanqui y el chino tampoco aborda las crecientes tensiones políticas y militares en relación a temas ríspidos como la crisis de Venezuela o las protestas en Hong Kong. Nada resuelve, además, sobre la disputa en torno al control del mar de la China Meridional en el Pacífico, frente a las costas de ese país.


Desenvuelto este panorama, está claro que el acuerdo es apenas un compromiso precario La guerra comercial hunde sus raíces en la bancarrota capitalista, que ha pegado un nuevo salto y es el caldo de cultivo en el cual se viene abriendo paso una creciente polarización social y política, en un escenario dominado por el derrumbe de regímenes políticos, golpes de Estado y guerras, pero también por rebeliones populares y tendencias revolucionarias.