Isabel II y la opresión británica de Irlanda

Isabel II

Contra la corriente, los hinchas del Shamrock Rovers -un club de primera división de Irlanda- celebraron el deceso de la reina Isabel II cantando “Lizzy is in a box” (algo así como “ Lizzy está en un ataúd”) durante un partido por la UEFA Europa League frente al Djurgardens de Estocolmo. Una de las pocas referencias críticas que pudo romper en los medios de comunicación el monótono concierto de lamentaciones y saludos a la monarca.

Y cuando decimos contra la corriente, incluimos la reacción de los propios dirigentes del Sinn Fein, que se solidarizaron con la reina. Michelle O’Neill, la vicepresidenta del partido, expresó sus condolencias y saludó el rol jugado por Isabel II en la reconciliación en el Ulster. Y Mary Lou McDonald, quien en 2020 encabezó la lista que ganó las elecciones en la Irlanda independiente, se expresó por Twitter en un sentido similar.

Bajo el reinado de Isabel II se firmaron los acuerdos de Viernes Santo de 1998, que pusieron fin al conflicto en el Ulster que había estallado treinta años antes. Aquellos acuerdos mantuvieron a Irlanda del Norte bajo la órbita británica, aunque establecieron un cogobierno entre el nacionalismo católico (Sinn Fein), partidario de la reunificación de la isla, y los unionistas protestantes, partidarios de Londres. En 2011 y 2012, la reina visitó Irlanda para afianzar el pacto del ’98, estrechando en la segunda oportunidad la mano del viceprimer ministro Martin McGuiness, quien supo pertenecer al IRA.

Un periodista del Washington Post ha resaltado en su obituario como mayor virtud de la soberana su capacidad de hacer que la monarquía sea digerible para la era moderna. Con gestos diplomáticos que no alteraban el statu quo, Isabel II buscó en la etapa final de su vida relegar al olvido la negra historia colonial y los crímenes del ejército británico.

El visceral canto de los hinchas del Shamrock es una expresión de rechazo a ese colonialismo inglés, que se cierne sobre la nación irlandesa desde hace siglos.

“El gran dolor”

En 1800, casi un siglo después de la unión entre Inglaterra y Escocia, se formó el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. El dominio inglés venía de larga data, ya que el rey Enrique II había desembarcado en la isla con el ejército en 1171, poniéndola bajo su control. Posteriormente, se transformó en un Reino formalmente independiente, pero realmente subordinado a Londres.

Marx supo definir a Irlanda en El Capital (de 1867) como “un distrito agrícola de Inglaterra, de la cual la separa un ancho foso, y a la que suministra granos, lana, ganado y reclutas industriales y militares” (Tomo I, edición de Siglo XXI, p. 878). En rigor, según el padre del socialismo científico, Irlanda abastece de cereales a la metrópoli hasta que la derogación de las leyes cerealeras empieza a transformar su suelo en zona de pasturas. “Luego de haber celebrado de 1815 a 1846 la fertilidad del suelo irlandés, declarando vocingleramente que la naturaleza misma lo había destinado al cultivo cerealero, repentinamente los agrónomos, economistas y políticos ingleses descubrieron, a partir de ese momento, ¡que no servía más que para producir forraje! (ídem, p. 890).

El rostro más espantoso de la dominación inglesa, y un acicate de la lucha por la independencia, fue la hambruna de 1845-1849. Los empobrecidos campesinos irlandeses trabajaban como aparceros en los dominios de los terratenientes británicos y tenían una dieta basada casi exclusivamente en patatas, fuente de enfermedades como la escrofulosis. En esos años, sin embargo, una plaga afectó los cultivos. Y los campesinos no tenían acceso al trigo que cultivaban, ya que era propiedad de los terratenientes ingleses. Entre la inanición y las enfermedades, dos millones de irlandeses perdieron la vida y otros dos millones debieron emigrar en condiciones penosas (los “barcos ataúdes”, ya que un tercio de los viajantes moría en el camino).

Marx apoyó el planteo de un gobierno independiente en Irlanda y una revolución agraria, y llamó al proletariado inglés a incorporar en su programa político el aval a esa reivindicación.

Frente al mal mayor de la independencia, la Corona fue otorgando desde fines del siglo XIX algunas atribuciones de gobierno a Irlanda.

En 1916, se produjo un levantamiento armado dirigido por James Connolly, un dirigente obrero que se reconocía como marxista (1). Buscaba un acuerdo con los sectores más avanzados del nacionalismo, pero criticaba severamente a la clase dominante irlandesa. El nacionalismo había ganado una mayoría de bancas en las elecciones de 1910, forzando a nuevas concesiones autonómicas a Londres. El alzamiento de 1916 fue sofocado por los británicos.

En 1919, el Sinn Fein ganó otra vez las elecciones y proclamó la independencia, como lo había hecho el levantamiento de Pascua de 1916. Londres se opuso y estalló la guerra. En 1921, sin embargo, el sector mayoritario del nacionalismo pacta con Londres la división de la isla.

Esa partición artificial de Irlanda, pese a los acuerdos de 1998, nunca fue del todo digerida. El Brexit, con la reinstauración de las aduanas, sacó a relucir otra vez el conflicto, agitando el malestar tanto de unionistas como de los partidarios de una reunificación.

No hace faltar explicar que la Corona inglesa, que tiene ahora a Carlos III como mayor exponente, es enemiga de una reunificación socialista de Irlanda, como lo es de la lucha de los pueblos y los trabajadores del mundo.

 

(1) Recomendamos el artículo de Christian Rath, “1916 no es un asunto terminado”, en En Defensa del Marxismo N°49, marzo 2017).