“La clase obrera china se despierta y pone en guardia al régimen”


Este fue el título con que la agencia Associated Press encabezó un cable del pasado 8 de abril, dando cuenta la situación que atraviesa la clase obrera china.


Cada vez mejor organizados, los trabajadores duplicaron la cantidad de huelgas durante los últimos cuatro años: en 2014 hubo más de 1.300.


 


Estamos frente a “un movimiento de protesta que supone un difícil problema para el gobierno del Partido Comunista, atento a cualquier indicio que pueda amenazar su control del poder” (AP, 8/4).


 


Esto ha provocado la represión por parte de las autoridades. Los gerentes de las fábricas han despedido a los organizadores de las protestas. Los activistas dicen que se envían policías -y perros en algunos casos- a las plantas para restaurar el orden e incluso reiniciar la producción. También fueron detenidos líderes de organizaciones que ayudan a los trabajadores.


 


La legislación laboral china, que entró en vigor en 1995, establece el derecho a un salario decente, períodos de descanso, no contempla exceso de horas extras y sí el derecho a la negociación colectiva. Pero esta legislación es ignorada en la práctica.


Los trabajadores tienen derecho a huelga, pero sólo bajo la Federación China de Sindicatos, controlada por el gobierno. Los empleados que se organizan por su cuenta pueden ser arrestados, no por hacer huelga pero sí por alterar el tráfico, los negocios o el orden social.


 


Pero a pesar de esta persecución, el activismo gremial se está ampliando lentamente.


Una oleada de huelgas, en las vísperas del año nuevo chino (19 de febrero), conmovió el país. La paralización de la empresa estatal del acero Wuyang (10.000 obreros) trascendió más que ninguna otra (ver Prensa Obrera del 12/3).


 


El gobierno ha empezado a tantear otras variantes de contención. Establece que se debe contar con el apoyo de más del cincuenta por ciento de la fuerza laboral de una empresa para iniciar un reclamo colectivo (ídem). The Economist (31/1) concluye que “es probable que los trabajadores aumenten la presión sobre los dirigentes sindicales… y, de fracasar, que se vuelvan tanto en contra de ellos como de las patronales” (The Economist, 31/1).