La crisis energética internacional

La suba de los precios del petróleo, el gas natural y el carbón, así como la escasez de suministros, están configurando un escenario de crisis energética a nivel internacional.

En el continente europeo, una primavera fría redujo las reservas de gas natural. Al mismo tiempo, la producción de energía hidroeléctrica y eólica mermó como fruto de las sequías y la falta de vientos, lo que empuja la demanda de otras fuentes energéticas, metiendo presión sobre los precios. Por otra parte, Rusia estaría retaceando los envíos de gas natural, como un modo de presión para que se aceleren las obras del gasoducto Nord Stream 2, que transportará el fluido vía Alemania.

La vertiginosa suba de los precios tiene un efecto inflacionario y golpea sobre los sectores populares. De acuerdo a la revista The Economist (25/9), “en septiembre pasado, en Europa costaba 119 euros (139 dólares) comprar suficiente gas para calentar una casa promedio durante un año y las instalaciones de almacenamiento de gas del continente estaban a rebosar. Hoy cuesta 738 € y las existencias escasean”.

Esto es un caldo de cultivo para el malestar y la intervención popular. La Unión Europea discute el tema con preocupación. En una reunión reciente del Eurogrupo, circuló un informe que señala que el 30% de los hogares búlgaros, el 26,7% de los lituanos, el 21% de los chipriotas y el 17,9% de los griegos no pueden calentar su casa (El País, 5/10). A medida que se acerque el invierno, este problema se tornará más dramático.

Mientras tanto, en Estados Unidos, según Ámbito (4/10), “los inventarios de gas están por debajo de su promedio estacional de cinco años”. Por este motivo, algunos proponen reducir las exportaciones temporalmente, lo que empujaría aún más los precios.

En el caso de China, la insuficiencia de carbón ha conducido al racionamiento energético y a los apagones. Esto entorpece la recuperación económica del gigante asiático.

Más allá de los factores que ya hemos señalado, el más importante para explicar la suba de los precios sería la caída de las inversiones en el sector. El semanario inglés afirma, en el caso del petróleo, que “el gasto de capital anual de la industria ha caído de $ 750 mil millones en 2014 (cuando los precios del petróleo excedieron los $ 100 el barril) a un estimado de $ 350 mil millones este año” (ídem -donde dice $, se refiere a dólares). El Brent está cotizando ya en 70 dólares y podría llegar a los 100 en el invierno europeo. El anuncio de la OPEP -la alianza de países productores que regula la oferta del oro negro- de que no acelerará el calendario de suba de la producción ha contribuido a disparar los precios.

Ahora mismo, en Estados Unidos, “los perforadores de no convencionales estadounidenses son reacios a impulsar la producción porque creen que perjudica su rentabilidad y desanima a los inversores” (Ambito, ídem).

La caída de las inversiones, que era previa a la pandemia, se agudizó con ella, cuando directamente los precios se desplomaron. Ahora, que se está produciendo un rebote en las economías centrales, esa falta de inversiones se traduce en un salto inflacionario. Y a pesar del repunte de los precios energéticos, es dudoso que la oferta se incremente en el corto plazo, en parte porque todo nuevo proyecto tarda años en ejecutarse. En cierta forma, la crisis actual es el resultado de una desinversión previa al Covid-19.

Algunos sostienen que la transición energética es otro factor que incide en la suba de precios, debido a una menor proporción de las energías fósiles. Pero lo cierto es que aún el 85% de la energía mundial procede del carbón y los hidrocarburos (ídem). Un dato a destacar de la presente situación es que la falta de gas natural ha impulsado -por encima de los niveles de 2019- la demanda de carbón, que es el combustible más contaminante de todos. Esto, en vísperas de la COP26, la nueva cumbre climática.

Los trabajadores padecen la crisis energética bajo la forma del aumento de los precios y de la depredación ambiental. Es necesario oponerle un planteo de apertura de los libros de las grandes empresas para verificar sus verdaderos costos de producción; el control obrero de la industria; y una transición energética que no recaiga sobre las espaldas de los trabajadores.