Palestina: El completo fracaso de los “acuerdos de paz”

Aunque Rabin y Arafat reci­bieron el Premio Nobel de la Paz, el “acuerdo histórico” por el que fueran laureados se ha hundido en el más completo de los fracasos.


Ninguno de sus términos se ha cumplido. Israel no ha retirado su ejército de las ciudades palestinas de la Cisjordania sino que, por el contrario, “tiene hoy más tropas en los territorios ocupados que antes de los acuerdos” {Le Mon­de, 4/12). El retiro, dicen hoy los voceros del gobierno sionista, “es impracticable en un futuro pre­visible” (The Washington Post, 5/ 12).


Las elecciones de la Autoridad Nacional Palestina -el “autogo­bierno” de la OLP— han sido pos­tergadas sin fecha y, con ellas, la extensión de la “autonomía pa­lestina” a toda la Cisjordania. La “autonomía” está restringida a Gaza y a Jericó, dos enclaves ais­lados entre los cuales los palesti­nos no tienen el derecho a circular libremente.


Incluso en Gaza y Jericó, la Autoridad Nacional Palestina ca­rece de la mayoría de las atribu­ciones del “autogobierno”, bien porque Israel no se las ha transfe­rido, bien porque carece de los medios financieros para ponerlas en funcionamiento. El único atri­buto de autoridad del gobierno “autónomo” es la policía palesti­na, y su consiguiente “servicio de inteligencia”, generosamente financiados por las potencias impe­rialistas y cuyo accionar ha sido reglamentado hasta en sus míni­mos detalles en los acuerdos. La policía de la ANP reprime a los partidarios del Hamas —partido is­lámico opuesto a los acuerdos con Israel-, a los crecientes opositores internos de Arafat en la OLP y a los explotados palestinos que re­pudian cada vez más abiertamente la política de Arafat: las prisiones de Gaza y Jericó, que Israel sí ha transferido a la ANP, han vuelto a llenarse de palestinos. La masacre del 18 de noviembre, cuando la policía de Arafat disparó contra una manifestación multitudinaria convocada por el Hamas, dejando 15 muertos y más de 200 heridos, es un auténtico símbolo del signi­ficado del establecimiento de la Autoridad Nacional Palestina.


La situación de las masas pa­lestinas ha empeorado notoria­mente desde la vigencia de la “autonomía”. En Gaza y Jericó, el desempleo y la pobreza han creci­do, agravados por el sistemático cierre de fronteras que impide a los palestinos ingresar a trabajar a Israel.


El hambre de tierras de los palestinos crece al ritmo de las expropiaciones sionistas, que se agudizó desde la vigencia de los acuerdos. En el último año, Israel ha expropiado otros 670 kilómetros cuadrados de tierra palestina: los sionistas tienen hoy en su po­der el 70% de las tierras en la Cisjordania y el 30% en la “autó­noma” Franja de Gaza. Desde la vigencia de los acuerdos, Israel ha mantenido y acrecentado su “campaña de construcción de asentamientos en gran escala” (The Guardian, 5/10). Hoy “hay más colonos que nunca en los territorios ocupados”; “la po­blación (de los asentamientos) creció un 10% en el último año, tres veces la tasa promedio de los últimos veinticinco años... en 1 Gaza, los asentamientos han crecido un 20% en el último año” (ídem). En el Gran Jerusalén, Israel está expandiendo a mar­cha forzada los barrios judíos —a un ritmo de 3.000 nuevas viviendas por año-, mientras prohíbe la construcción de viviendas palesti­nas. El plan de construcciones, dice The Washington Post (14/ 12), se ha vuelto “más urgente desde la firma de los acuerdos con la OLP’ y tiene como objeti­vo crear el hecho consumado de que “Jerusalén es la capital de Israel”. Los acuerdos firmados por la OLP han legalizado los asentamientos sionistas existentes y han servido para dar un nuevo impulso a la confiscación de tie­rras de los palestinos.


También el agua, un recurso decisivo en la región, sigue más que nunca en manos de los sionis­tas. En la margen occidental del Jordán, los colonos sionistas usan cuatro veces más agua per cápita que los palestinos, quienes tienen prohibido perforar nuevos pozos.


En estas condiciones, el “au­togobierno” de la OLP aparece como un agente del sionismo.


Guerra civil


En Gaza y Jericó, Arafat siente cómo la tierra tiembla bajo sus pies como consecuencia del cre­ciente repudio de la población pa­lestina a los “acuerdos de paz” y al régimen de la ANP.


El repudio palestino a Arafat moviliza no solamente a los pales­tinos islámicos. La intelectualidad laica palestina, otrora sustento ((ideológico” de la OLP, ha aban­donado a Arafat, y los opositores internos a Arafat en su propio movimiento, Al Fath, se están convirtiendo en mayoría. En las elecciones internas de la OLP en Ramallah —una de las cunas de la Intifada— los candidatos de Ara­fat fueron derrotados abrumadoramente. Diversas encuestas muestran que menos del 40% de los palestinos apoya a Arafat.


La masacre de los manifestantes del Hamas por la policía de Arafat ha sido calificada por un “ministro” de la ANP sólo como “el primer paso” de esa guerra civil; los territorios ocupados y Gaza, donde se concentran más agudamente todas las contradic­ciones de la “autonomía”, “están al borde de la insurrección” (Le Monde, 21/11).


El fracaso de los acuerdos ha provocado, también, un profundo retroceso del gobierno de Rabin. Crece aceleradamente la oposi­ción derechista, que reclama la anulación de los acuerdos' con la OLP, y la “ultraderecha”, que plantea la transferencia de los pa­lestinos a Jordania.


Los colonos ultraderechistas agitan abiertamente a favor de un golpe de estado. Los colonos derechistas tienen células clandestinas armadas en los asentamientos con el objeto de resistir por la fuerza cualquier intento del ejército por desalojarlos. Estas células, de las cuales formaba parte Baruch Goldstein, el autor de la masacre de la mezquita de Hebrón, tienen como objetivos “por ahora (sic) atacar con bombas propiedades judías y atacar con piedras a los colonos para promover senti­mientos anti-palestinos” y “atacar a los judíos que defien­den las negociaciones con la OLP”... (Robert Friedman, Zealots for Siori).


El fracaso del “acuerdo Ra­bin-Arafat” pone en evidencia— otra vez— que la envergadura de la crisis mundial supera, por lejos, la capacidad de arbitraje del impe­rialismo.