Qana: Las espaldas no son tan anchas

En un lenguaje seco como el de todos los despachos de agencia, el cable dice que algunas mujeres se tendieron arriba de sus hijos para cubrirlos. Que por eso muchos cadáveres aparecen con los brazos extendidos, abrazando.


Más de la mitad de los muertos son niños, y la Cruz Roja informó que muchos eran discapacitados. Que por eso sus familias no habían podido huir. Que otros venían escapando de aldeas bombardeadas por Israel. Que hace unos días ya habían bombardeado los caminos y las ambulancias cerca de Qana. Que era más peligroso huir que quedarse.


El periodista Robert Fisk dice que, ya en el hospital, los socorristas les limpiaron con suavidad el pelo y la sangre, los cubrieron con telas baratas de plástico, les pegaron amorosamente un cartelito con el nombre y la edad. Pero que muchos estaban tan destrozados que era difícil saber quién era de quién. Que con el mismo amor, los alzaron en brazos, uno a uno, para llevarlos a un camión frigorífico, como si en vez de niños muertos fueran niños dormidos.


“El ataque fue tan intenso que nadie pudo moverse. Los equipos de salvamento sólo empezaron con su tarea esta mañana”, dijo un responsable de Defensa Civil. Los socorristas, libaneses de todos los credos, cavaron con las manos para tratar de desenterrarlos. Además de los 57 sacados de los escombros, quedaron entre 15 y 20 atrapados bajo las ruinas del refugio.


Una mujer judía, de Nablus, escribió que cuando oyó las primeras noticias, pensó que hablaban del pasado. Porque en 1996, durante la operación israelí “Viñas de Ira” contra el Líbano, unos 110 civiles de Qana —que se habían refugiado de los bombardeos en el cuartel de las Naciones Unidas— también murieron carbonizados cuando la aviación del Estado sionista —ese Herodes— los bombardeó. También entonces, más de la mitad eran niños.


Hipócritas de todo el mundo dijeron que lo lamentaban. Hasta Condoleezza Rice dijo que estaba muy entristecida.


Del otro lado, los tristes de verdad hicieron escuchar su furia en Beirut, en los territorios, en las capitales del mundo árabe, en Alemania, en España, en Francia…


Yo también estoy furiosa, y triste. No puedo quitarme de la cabeza esas mujeres. No puedo quitarme de la cabeza ese ferviente inútil último deseo de ser enorme, anchísima, dura como la piedra. No puedo dejar de pensar en las largas hileras de zapatos de los niños judíos de los campos nazis. Y en los pies desnudos y yertos de los nenes de Qana. Y, también, en los pies de mis hijos cuando eran niños, que besé infinitas veces. Porque todas las mujeres besamos infinitas veces los pies de nuestros hijos.


No puedo dejar de pensar que hay que hacer la revolución. Por los pies de los niños.