Santiago Carrillo: el último monstruo estalinista ha muerto en Madrid

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El que tal vez fue el último gran monstruo estalinista ha muerto en Madrid. El genocida Santiago Carrillo, asesino de militantes obreros, masacrador de anarquistas, trotskistas y de cualquier antifascista que fuera al mismo tiempo antiestalinista, murió homenajeado, como correspondía, por el rey Juan Carlos y el derechista Mariano Rajoy.


Carrillo se había incorporado en su adolescencia a las Juventudes Socialistas y fue ladero de Francisco Largo Caballero, luego presidente de la II República española entre 1936 y 1937. Estallada la Guerra Civil en 1936, Carrillo impulsó la fusión de las Juventudes Socialistas con la Juventud Comunista. Fracasado ese propósito se pasó, con una parte de las JJSS, al estalinismo. Esto es, del centrismo socialista a la contrarrevolución activa.


Estrenó su condición de asesino en 1936, cuando con apenas 21 años se hizo cargo de la dirección de Orden Público de la Madrid asediada por las tropas franquistas. Pasó a la historia, por ejemplo, la masacre de Paracuellos, por la cual ordenó asesinar a entre 2.500 y 5 mil presos encarcelados en Madrid, fusilados en sucesivos traslados -o "sacas", como le dicen los españoles- entre agosto y diciembre de 1936.


A partir de entonces, Carrillo fue uno de los ejecutores de la política de Stalin ("el gran Stalin", lo llamaba él) en la España republicana agredida por el fascismo franquista. Contra lo que sostiene la leyenda, Carrillo nunca combatió: fue un simple agente de la policía política estalinista, la NKVD (luego KGB). Esto es: el ejecutor de la política de chantajes del Kremlin, que imponía a la República la política que conduciría a la derrota, a cambio de un suministro, a cuentagotas, de armas y provisiones siempre insuficientes.


En 1937, Carrillo fue el principal responsable del asesinato en la tortura de Andreu Nin, uno de los líderes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Carrillo intentó reproducir en Cataluña lo que su jefe Stalin había hecho en los juicios de Moscú, e intentó, bajo tortura, que Nin "confesara" ser un agente de Franco. Nin murió en la tortura, heroicamente, pero jamás le dio ese gusto al esbirro. Sólo ocho años antes de su muerte, Carrillo confesó aquel crimen en una entrevista con el historiador Pelai Pagès, a quien le dijo: "En los años '30, ningún militante comunista a quien se hubiese pedido que asesinara a Trotsky se hubiera negado a hacerlo".


Antes de terminar la guerra, en 1939, Carrillo, que nunca había peleado, se exilió en Moscú, al amparo de la policía soviética a la que había servido. Con él estaban Dolores Ibárruri y una joven argentina: Fanny Edelman. Jorge Semprún, miembro entonces del comité central del PCE, dice que había entre ellos una suerte de "pacto de sangre", referido a los asesinatos de anarquistas y trotskistas cometidos durante la guerra.


Los crímenes de Carrillo no cesaron, y muchas veces tuvieron por víctimas a sus propios camaradas. Por ejemplo, cuando entregó a la represión franquista al militante comunista Julián Grimau. Carrillo, en cambio, no regresaría a España hasta 1976, después de la muerte de Franco, cuando lo necesitaron para que la burocracia sindical estalinista de Comisiones Obreras (CCOO) aceptara los acuerdos antiobreros del Pacto de la Moncloa (1977) y detuviera el reguero de huelgas. Entre otras cosas, ese pacto habilitó los despidos, devaluó la peseta y aceptó aumentos salariales que no cubrían ni la mitad de la inflación de aquel año.


Seguramente por eso, en la Argentina, una derechista devaluacionista como Elisa Carrió dice que la izquierda debe "tomar el ejemplo" del genocida Carrillo.