Internacionales
25/11/2010|1156
Santos y Chávez
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“Mi nuevo mejor amigo”. Así calificó, hace pocos días, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, a Hugo Chávez. El venezolano no demoró la devolución de gentilezas. La semana precedente lo había recibido en Caracas con un elocuente: “Hermanos fuimos, hermanos somos y hermanos seremos para siempre”. Luego de la llamada “Operación Fénix”, en marzo de 2008, piloteada por Santos, que liquidó un campamento de las Farc en Ecuador, y de la instalación de “bases norteamericanas” en Colombia, repudiada por la mayoría de los países de Unasur, el viraje diplomático no podría ser mayor. Cada uno de los protagonistas lo deforma a su manera. Para La Nación (18/11), sin embargo, no hay dudas: el acercamiento a Chávez muestra “el cambio diametral que impuso en sus primeros cien días de mandato a la política exterior de su país, el principal aliado de Washington en la región”. O sea que el que cambió de pareceres fue el presidente colombiano o, dicho de otro modo, fue una victoria de la diplomacia de Chávez.
Acuerdo económico y militar
Uno de los tópicos que explica el giro en las relaciones colombo-venezolanas es el comercio entre los dos países. Como consecuencia de las represalias adoptadas por Chávez contra las provocaciones del ex presidente Uribe, el intercambio -decididamente favorable a Colombia- había caído de 7200 millones de dólares a 2.400 millones y se había acumulado un enorme impago por parte de Venezuela. Esta crisis afectó en forma brutal los intereses complementarios de la burguesía exportadora colombiana y de los importadores tradicionales de Venezuela. La constitución de un “Comité Binacional Económico Productivo” se plantea impulsar la importación venezolana de textiles, alimentos, café, cacao, ganadería, azúcar, materiales de construcción y automóviles. Venezuela comenzó a pagar gran parte de los 800 millones de deuda que mantenía con empresarios colombianos y se comprometió a vender combustibles subsidiados en la “zona de emergencia”, en la frontera, hasta 7.741 barriles diarios.
El acuerdo incluye el fomento del turismo, la habilitación de nuevos pasos fronterizos, la construcción de puentes y el estudio de la extensión del gasoducto “Antonio Ricaurte”, además de dar pasos hacia la participación conjunta en la exploración y producción de petróleo, incluyendo la posibilidad de habilitar la participación de la colombiana Ecopetrol en la riquísima Faja Petrolífera del Orinoco. Lo que se dice un pacto estratégico.
Lo que decididamente ilumina este carácter es la decisión de reforzar la presencia militar en la zona y avanzar en una cooperación contra los “grupos irregulares”. Un día antes del encuentro en Caracas, el gobierno venezolano anunció la movilización de entre 15 y 20 mil soldados para reforzar el patrullaje de seguridad fronteriza “a fin de controlar la violencia, combatir eficientemente los grupos que se dedican al narcotráfico, secuestro, extorsión y otros delitos” (AVN, 2/11). La denuncia uribista de que la frontera venezolana era un queso gruyère, lo que permitía los movimientos de las Farc, quedó superada por medio de un acuerdo de seguridad en la frontera, el cual pone a los ejércitos de los dos lados en la tarea de acabar con esta situación. La implicancia es clara: las Farc y el ELN dejan de ser “fuerzas beligerantes”, según el estatuto que les había consagrado Chávez (ahora son ‘irregulares’), con las cuales no cabría arreglar ningún “intercambio humanitario” -en referencia al reclamo para que sean libertados los secuestrados por la guerrilla a cambio de lo mismo con los presos de la guerrilla. El llamado “conflicto interno” dejó de ser tal y ha pasado a ser responsabilidad de ambos Estados. En estos términos, la caracterización que ofreció La Nación del acuerdo emerge como un capricho más de sus editorialistas. Si se consideran los medios electrónicos que quedaron en evidencia en los golpes mortales propinados por el gobierno de Santos a las Farc en los últimos meses, no se podría decir que el Pentágono norteamericano no sigue dirigiendo a la contrainsurgencia colombiana. El gobierno de Obama no expresó ningún resquemor contra el pacto Chávez-Santos. El gobierno de Venezuela también fue clarísimo: “Nuestro gobierno actuará contra cualquier grupo irregular, sea el que sea, y entregará a las personas requeridas por Colombia, no importa si vienen de un grupo o de otro”, dijo contundente el ministro del Interior venezolano, Tarek El Aissami, en una rueda de prensa en Cartagena con su par colombiano (AFP, 19/11). La semana pasada, Venezuela dispuso la deportación de tres supuestos guerrilleros, sin que hubiera mediado un juicio de extradición, tal y como dictan las leyes venezolanas. El gobierno de Colombia entregaría al venezolano Walid Makled, un empresario acusado de narcotráfico. Makled, capturado en agosto pasado, formó parte del gobierno chavista durante varios años.
Cien Santos días
Los analistas se muestran sorprendidos por la velocidad con la que Santos puso en movimiento una agenda tan diferenciada de la de Alvaro Uribe.
Suspendió, por ejemplo, el famoso acuerdo para que Estados Unidos utilizara siete bases militares en su territorio. El acuerdo era inviable en términos constitucionales y no tenía la venia del parlamento. Era visto, además, como fuente de conflicto permanente en la Unasur y ni siquiera le había reportado a Colombia los beneficios esperados: la ratificación, por parte del Congreso norteamericano, de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Con este bloqueo, los yanquis se convirtieron, con conocimiento de causa, en un factor activo del cambio de política de Santos hacia Venezuela. Una militarización del continente -a la Bush- es inviable, mientras un pacto de seguridad con Chávez es un arma poderosa, que permite a Santos jugar un rol activo en Unasur, junto a Perú, Chile… y Brasil.
El acuerdo con Chávez aleja todos los fantasmas que existían en tiempos de Uribe sobre la integración plena de Colombia al plan de seguridad del Unasur. Por supuesto que todo esto no significa que las tropas norteamericanas estén impedidas de seguir operando tanto en el país, en el marco del llamado Plan Colombia, como en la región, con los ejercicios del Pentágono y la actividad de la IV Flota norteamericana y su sistema de radares. Por lo tanto, la penetración militar imperialista continuará por otros medios.
Derechos Humanos
Colombia, merced al lobby norteamericano, acaba de obtener una banca, por dos años, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, desde donde buscará, entre otras cosas, “limpiar su imagen” de corrupción y violación sistemática de los derechos humanos.
Como parte de esa estrategia, Santos tomó en sus manos proyectos “humanitarios” de otros partidos, como el estatuto anticorrupción, la ley de víctimas o la ley de tierras, que establecen mecanismos para que los campesinos desplazados por paramilitares recuperen sus parcelas. Sin embargo, los proyectos están paralizados por el bloque uribista en el Congreso, que sigue formando parte del gobierno. Las iniciativas en ese sentido fueron boicoteadas permanentemente y los campesinos que recuperaron sus tierras fueron hostigados y asesinados por las bandas paramilitares.
El ropaje “nacionalista” y “humanitario” de Santos no tiene más sentido que el de seguir sirviendo a los intereses económicos y políticos de las clases dominantes colombianas, que se reacomodan en la nueva situación. La violencia social en Colombia sigue más vigente que nunca. A las masacres contra guerrilleros y supuestos guerrilleros (recordemos que siendo Santos ministro de Defensa, salieron a la luz miles de denuncias de los llamados “falsos positivos”, en los que el ejército fraguaba asesinatos de jóvenes y niños como “caídos en combate”), hay que sumarle la acción criminal permanente de narcotraficantes y paramilitares sobre campesinos e indígenas, incluso en territorios venezolanos. Sólo en los cien días de gobierno de Santos fueron asesinados cincuenta dirigentes políticos, sociales y sindicales (EFE, 11/11). Varios más sufrieron atentados, vejaciones y secuestros. En Colombia, según su Central Unica de Trabajadores, se producen anualmente el ¡60 por ciento! de los asesinatos sindicales en el mundo. Para colmo, el Senado acaba de darle media sanción a un Estatuto de Seguridad Ciudadana que da más atributos a la fuerza pública.
Las fuerzas chavistas, en tanto, recibieron con resquemores este compromiso de seguridad regional. Algunos lo justifican como una forma de “ganar tiempo” o de “no confrontar”. Otros tantos lo siguen con desconfianza e intuyen una capitulación. Chávez justificó todo en nombre de reivindicar la “Patria Grande” que soñó Bolívar. La definición es instructiva, porque marca el límite final del nacionalismo latinoamericano: un pacto nacional con las oligarquías establecidas, en oposición al derrocamiento de esas oligarquías para alcanzar la unidad de América Latina sobre la base de una alianza de explotados -los obreros y los campesinos. Para el nacionalismo militar, la unidad nacional debe prevalecer sobre la lucha de clases interna -por eso, su obsesión por la regimentación de la clase obrera- y el colorario de la unidad con las oligarquías que simulan distanciarse del imperialismo. La Gran Colombia (Venezuela, Colombia, Ecuador y, no olvidarlo, Panamá) no verá la luz por medios de pactos de seguridad, sino por la Unidad Socialista de América Latina”.