Mujer

19/12/2018

Abuso infantil, familia y capitalismo

Si hubiera que elegir una sola razón para arrasar con el régimen social que padecemos, probablemente alcance con decir que, según Unicef, existen en el mundo por lo menos 120 millones de niños sometidos al terror del abuso sexual. En la Argentina, 1 de cada 5 niñas y 1 de cada 13 niños son abusados sexualmente antes de los 18 años. Suman casi 2 millones de chicos.  En Estados Unidos, una cada cuatro y uno cada diez. En algunos países de África, una cada 3 y uno de cada seis.


La violencia sexual infantil adopta infinidad de formas: la violación, el grooming, la pornografía, la explotación, el acoso, el exhibicionismo. Está presente en internet, en el fútbol, en la escuela, en el rock, en la iglesia, pero por sobre todo en el sacrosanto hogar. Por supuesto, no tiene nada que ver con el erotismo o el deseo sexual, con la “tentación” de la que habla el cinismo de la Iglesia paidófila. Lo mismo que la violación, es la expresión extrema de la violencia contra alguien más débil. El goce es un goce de poder. Tampoco tiene que ver con la locura: lo ejercen personas perfectamente adaptadas a otras exigencias sociales que desatan su “locura selectiva” con los más frágiles e indefensos.


“Las estadísticas del Ministerio de Justicia muestran que en los últimos quince meses hubo 2.094 niños, niñas y adolescentes víctimas de abuso sexual (…) esos números representan una ínfima parte de lo que sucede en la realidad”, subraya una nota de Mariana Iglesias en Clarín (7/4). El 47 % de las víctimas tiene entre 6 y 12 años; el 28 %  menos de 5 años y el 25 % de 13 y 17. 


“Ínfima parte” porque solo uno de cada diez casos es denunciado, algo comprensible porque el 93% de los agresores son hombres y el 70% son familiares directos -papá, abuelo, padrastro, tío. La voz chiquita, entonces, tiene que animarse contra alguien que le enseñaron que lo quiere y cuida. Una confusión devastadora: los especialistas dicen que las criaturas abusadas se culpan a sí mismas. Los abusadores no suelen apelar a la violencia sino a la persuasión, juegos, engaños y después amenazas para obtener su silencio. "El niño o niña abusado sexualmente cree que ha provocado la reacción sexual en el adulto y se culpa sin compasión, trata de proteger al agresor, por culpa, miedo a las represalias, o para no provocar un vendaval familiar -explica la experta Sonia Almada.


Sin embargo, cuando los chicos sienten que hay un ámbito en el que van a ser escuchados y contenidos, hablan. Es la experiencia que dejan las clases de educación sexual en la escuela, donde las denuncias de abuso surgen de modo incontenible, muchas veces ante la impotencia y la desesperación de la docente que escucha y sabe que poco podrá hacer con lo que oye. Es uno de los motivos por los cuales el Estado no aplica la ESI y las Iglesias se oponen frontalmente a brindar esa oportunidad.


Punta de lanza de la desacreditación de las denuncias es la patraña del Síndrome de Alienación Parental, que sostiene que las madres manipulan a los chicos para que acusen al progenitor. Aunque la comunidad científica – colegios de psicólogos, sociedades pediátricas, etc.–desmienten la existencia del SAP, muchos jueces lo toman como válido en los casos de abuso sexual o en disputa por la custodia o régimen de visitas. Aunque según el Cuerpo Médico Forense las falsas denuncias no superan el 4% y se detectan a la primera entrevista (La Nación, 13/4).


Otros que apelan al SAP son las organizaciones de padres abusadores o violentos que reclaman el “derecho” a revincularse con sus hijos. Apadeshi, padres del Obelisco, los nombres van cambiando, lo que no cambia es que sus abogados –que dan asistencia jurídica gratuita– y psicólogos tienen fuertes vínculos con el clero.


La complicidad de la Justicia


Cuando el abusador es un extraño y no pertenece al clero, la Justicia es más permeable a la denuncia. Pero cuando la criatura se anima a decir lo que ocurre en su casa –y la madre a denunciar– los jueces cierran filas con el violador: apenas entre el 1 y el 2 por ciento recibe condena.  “El abuso intrafamiliar es el más dañino, el más complejo a diagnosticar, con infinitas dificultades en la familia y padece una sordera del aparato judicial. Los progenitores abusadores son un tabú social (…) es muy raro que la justicia crea en la palabra del niño y de la psicóloga que lo atiende, de mil casos denunciados uno solo es condenado. Es una tortura para el niño y para la madre”, explica Almada.


La “sordera judicial” se explica porque el abuso sexual en la infancia desenmascara a la famosa célula base de la sociedad, el núcleo primario donde se aprende a obedecer, a callar y a que los más fuertes mandan. Develar la putrefacción de la familia es develar la putrefacción del régimen social que la embellece. La complicidad del Estado deja claro, por si hacía falta, que no estamos ante un problema de subjetividades desviadas sino ante la imperativa necesidad de un régimen de clases de educar desde la cuna en la resignación ante la violencia y la opresión, y en la enajenación del cuerpo. De cada mil abusos se denuncian 100 y se condena uno (Red por la Infancia).


Antes se acusaba a los niños de mentir, cosa que todavía hace la Iglesia, que primero tildó a sus víctimas de mendaces y después trató de comprar su silencio. Pero “cuando la psicología demostró que no era así, se empezó a desacreditar a las madres que acompañaban a sus hijos en las denuncias. Las madres protectoras son desactivadas sistemáticamente y de las maneras más burdas por un sistema judicial penosamente machista y corporativo”, afirma el ex juez Carlos Rozanski, fundador de la Asociación Argentina de Prevención del Maltrato Infanto Juvenil.


La mayoría de las causas están radicadas en la justicia de la Provincia de Buenos Aires y en algunos casos -como en el de los gimnastas olímpicos- pasaron más de 25 años de los hechos hoy denunciados-. Muchos expertos consideran que “pueda existir en la Argentina una red de pedofilia organizada” (Infobae, 4/4). Las redes internacionales de pornografía infantil se “desbaratan” periódicamente sin que nunca trascienda quiénes son sus cabezas.


Recién en octubre de este año el abuso sexual dejó de ser un delito orden privado para convertirse en un delito de acción pública y la justicia podrá investigar sin necesidad de que los padres o tutores ratifiquen la denuncia. Esto significa que hasta ahora, si alguien veía a un adulto violando a un niño e iba a la Justicia, y ni la madre ni el padre convalidaban sus palabras, la respuesta en jerga legal era que no se metiera donde no lo llaman. También se reconoce la prescripción sólo a partir de la denuncia e independientemente de la edad de la víctima.


Los límites de cualquier avance son manifiestos: después de haber cacareado durante meses con la designación de un defensor de menores –una deuda que se arrastra desde 2005, cuando se votó la Ley de Protección integral del niño, la niña y el adolescente–, se decidió suspender su elección un año más porque la rosca de la Comisión Bicameral no llegó a un acuerdo.


Eso, en un país donde el 10% de los chicos de entre 5 y 15 años trabaja, casi el 30% no tiene acceso a la educación inicial, el 65% no tiene garantizada una alimentación adecuada y el 46,6% vive bajo la línea de la pobreza (La Nación, 23/11). 


La violencia es estructural al capitalismo. Contra las mujeres, contra los chicos, contra los trabajadores, contra los migrantes. Se impone en el escenario internacional y se impone en el hogar.  Y se ensaña con los más frágiles.


Hay que terminar con él.