Mujer

25/1/2001|695

El útero de una mujer pobre es un envase privado

Una mujer de 35 años es obligada a prolongar por tres meses la gestación de una muerte. Una enfermedad genética le impedirá al feto sobrevivir fuera del vientre materno. Esta mujer, Silvia T., y su esposo, con una sola hija de 12 años, del humilde barrio de Budge, llevaban diez años buscando otro bebé sin lograrlo, a causa del bajo peso de la mujer. Cuando por fin se concreta el embarazo, una ecografía de la Sardá muestra a los cinco meses de gestación el desarrollo del cerebro del feto sólo hasta la altura de las orejas; el diagnóstico indica la rara enfermedad (uno de cada 3.000 chicos) que impide la formación del cerebro, anencefalia. De origen genético y pronóstico terminal, la muerte sobreviene durante el parto o a no más de las 12 horas posteriores (Clarín, 28/12/00).


El relato de la mujer es desgarrador: “Siento todo el tiempo al bebé y sé que va a morir”; es como “ver una panza que crece haciendo crecer, a la vez, el anuncio mismo de la muerte”; “no he podido hablar del tema con mis familiares, no puedo salir de mi casa porque todos me traen regalos para el bebé, me acarician la panza y se vuelve una situación difícil”; “no son tres meses sino todos los días”; “todos nuestros sueños e ilusiones se desvanecieron para darle lugar al más profundo dolor que jamás hubiésemos sentido”; “a partir de ese instante nos encontramos siendo los protagonistas de una terrible tragedia, sin saber qué hacer con tanto sufrimiento ni cómo enfrentar a nuestra hija con esta angustiante verdad” (Página/12, 29/12).


Frente a éste y otros casos semejantes, las mujeres con recursos lo resuelven en una clínica privada y las pobres sólo pueden llegar a término o arriesgarse a morir por un aborto mal practicado.


Por eso el vía crucis de Silvia T., a través de la Defensoría del Pueblo, por la Maternidad Sardá, el Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario No. 7 y la Sala 1 de la Cámara de Apelaciones, que le fallaron en contra. Así llegó casi a los ocho meses de gestación.


El Tribunal Superior de la Ciudad “le otorga el permiso” (el 28 de diciembre), porque “entiende que es un grado de gestación avanzado como para que el bebé pueda nacer … y que todo se haga protegiendo la vida del feto, … que no cambia en nada la situación del chico y puede ayudar a la madre, …, afectada en su salud física y mental”.


Pero el Asesor de Incapaces (que no es lo mismo que el incapaz de asesores), Roberto Cabiche, interpone recurso el mismo día porque “considera que el derecho de la criatura es llegar a una etapa de gestación normal”; que “la obligación de su ministerio es proteger la vida desde la concepción en el seno materno hasta que la persona deje de existir”; que “si la madre tiene ese problema (psicológico) entonces debe atenderse por un psicólogo”, y que “cualquier madre que alegue tener un problema emocional va a poder hacer lo que quiera con el feto y eso es un aborto encubierto” (Clarín, 28/12/00).


El Tribunal no ordena cumplir la sentencia, sino que da lugar al recurso y lo envía a la Corte Suprema (Clarín, 30/12/00) cuando se abre el feriado judicial de enero (ídem). El Estado, progresistas mediante, se toma su tiempo hasta llegar a una salida elegante, pero en medio de un airado debate público decide sesionar en extraordinarias y ordena la inducción, lo que se parece mucho a la sentencia de lo inevitable y al cierre de cualquier camino que permita el derecho a decidir de la mujer y el derecho al aborto que permita esa decisión por sí o por no.


Los y las progresistas dan loas al fallo porque atiende el factor psicológico y subjetivo de la mujer. Y todo lo que se les ocurre decir es que refuerza “los derechos reproductivos” (sin recursos en el Presupuesto 2001).


Ana, otra mujer a cuyo feto se le detecta riñón poliquístico a poco más de tres meses de embarazo (enfermedad que repre-senta la muerte al cortar el cordón umbilical), dice ante todas las negativas: “¿Dónde quedo yo? Durante dos meses no existía, yo sentía que era una incubadora y a mí me interpelaban como incubadora. Yo, Ana, no existía, no les importaba nada, … embarazada, una deja de ser persona” (Página/12, 14/01).


Pero Tealdi, del Hospital de Clínicas, da la clave del asunto: “Es necesario un diagnóstico precoz de malformación congénita, para que la embarazada pueda tomar cuanto antes una determinación sobre la continuidad o no de una gestación, que pone en riesgo su salud física y, sobre todo, la psíquica”. De hecho, se puede detectar a las 7 ó 10 semanas. Y ante el temor a la anencefalia aparecen cientos de mujeres requiriendo el estudio.


La naturaleza, que falla en estos casos en la cadena de ADN, no falla en cambio en poner en contradicción flagrante a las instituciones del Estado y a los retorcidos argumentos confesionales y cívicos.


Ante un feto descerebrado, se autoriza la inducción del parto después de los ocho meses. En el caso de una mujer que eligió proseguir la gestación y donar los órganos del bebé, no lo puede hacer porque éste no tiene vida cerebral y no se puede certificar muerte cerebral.


La anencefalia se puede pronosticar en los primeros meses. Lo que está en debate es el derecho al aborto. Si torturaron a Silvia T., a Ana y a tantas otras, para que prosiguieran sus embarazos, ¿torturarán durante siete meses a cada madre con pronóstico precoz? ¿Por qué no? ¿No lo hacen acaso con las mujeres violadas y con las que tienen impedimentos sociales o personales para aceptar su embarazo?


Todo el arco progresista salió a avalar el fallo y dar loas a los jueces: representantes de la Iglesia, de la Comisión de Bioética, Gianetasio del PJ bonaerense, Irma Roy, Carmen Storani del Consejo de la Mujer, etc., etc. Pero la Iglesia alerta y La Nación sostiene que estamos entre el aborto y la eutanasia. Filosofía, Etica, Religión, todo sirve para obligar a la mujer pobre, desde antes y hasta último momento. Para reprimirla o condenarla a muerte por aborto séptico y clandestino.


Lo que sí está permitido es regalar el hijo ya nacido o dejarlo en una institución como el Open Door, donde los seres como ellos se mantienen vivos en una jaula y desnudos porque no saben vestirse.


Qué distinto es el procedimiento, en cambio, frente a enfermedades curables como la desnutrición fetal y de la madre parturienta, que no son producto de la enfermedad, ni de Dios, ni de la naturaleza, sino producto del sistema de explotación que nos condena al hambre, a la miseria, y a cinco años de recorte del gasto social. Enfermedades cuya cura depende de una acción económica y social del Estado y no de los padres desocupados, cuyos fetos nacerán personas, pero con secuelas que pueden llegar a ser irreversibles, y de responsabilidad exclusiva del régimen que nos gobierna. ¿Dónde están los jueces, los teólogos, los y las diputadas beatas y los y las progresistas (frepasistas y hasta socialistas que votaron el Pacto de San José de Costa Rica), y los asesores de Incapaces interponiendo recursos de amparo para alimentar a gestantes y fetos desnutridos y a los infantes hasta los cinco o siete años para que crezcan tal cual la naturaleza, o Dios, si prefieren, les confirió la vida?


Cuando la mujer es considerada un envase social para reproducir mano de obra barata, que es la razón que sostiene el derecho de vientres del Estado capitalista sobre las mujeres de las clases desposeídas; cuando la mujer es discriminada, violada y violentada en sus derechos porque pertenece a las clases sociales explotadas, sólo un movimiento de mujeres, trabajadoras y desocupadas organizadas y en lucha puede cambiar la injusticia, la discriminación y la violación y la violencia de las instituciones en este régimen de explotación y de opresión de las mujeres.