Opinión
8/9/2023
Ciencias sociales o caos libertario
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licenciado en sociología y docente UBA.
El capitalismo es anárquico y caótico.
Esta nota tiene un punto de partida que puede resultar extraño: la escribe un sociólogo revolucionario para defender el orden, contra un reaccionario como Milei. La derecha suele acusar a la izquierda de “generar caos” y asocia ciencias sociales a estudios “improductivos”. En un escenario dominado por el derrumbe del progresismo, vengo a demostrar que las ciencias sociales en manos de los revolucionarios son cruciales para elevar la productividad y un pilar fundamental de un orden social eficiente.
La pregunta de la que debemos partir en los tiempos que corren es: ¿por qué todos los dramas que nos afectan como sociedad parecen no tener explicación ni resolución por parte de las ciencias sociales?
Peor aún, en manos de funcionarios de la progresía, ministerios del Estado parecen agravar el desastre que nos rodea. Una antropóloga (Sabina Frederic) en Seguridad, una politóloga (Ayelén Mazzina) en Mujeres, Géneros y Diversidades, un politólogo (Daniel Arroyo) en Desarrollo Social, son algunos entre muchos de los funcionarios que ostentan títulos de fracasos rotundos en sus respectivas carteras.
Este es el trasfondo sobre el cual emerge la promesa de Milei: resolver la catástrofe. La derecha propone desplazar a quienes coparon el Estado prometiendo combatir las injusticias de este sistema por medio de parches parciales. Esa “casta”, dice, es muy costosa y sus parches inútiles. Que los funcionarios del Estado abran paso a los capitalistas, que serían eficientes por naturaleza, y el orden y el progreso social vendrían solos, sin necesidad de cientistas sociales que “ahogan la iniciativa individual” con planificaciones socializantes. A continuación, refutaremos este delirio.
Nuestra sociedad: el capitalismo
Vivimos bajo el capitalismo, es decir, un modo de producción anárquico y caótico donde los empresarios compiten a ciegas por un mercado que no controlan y que nadie organiza. Nuestra sociedad es un “quilombo”: no hay una planificación y un orden que permita estructurar toda la energía en función de objetivos diagramados. Cada cual hace dinero a costa de los demás y en ese recorrido el despilfarro de recursos es abrumador.
En el camino por destruir a la competencia, los capitalistas le hacen perder a la sociedad muchísima productividad y eficiencia. En vez de concentrar la producción de autos que necesita la sociedad, la propiedad privada divide el esfuerzo social en fábricas independientes entre sí y más ineficientes. Esta subdivisión artificial entre empresas, en suma, da como resultado una sobreproducción de mercancías que no se venden: cementerios de ropa nueva en el desierto de Atacama, toneladas de comida que se tira, etc. Como no hay una coordinación en función de las necesidades, sino una competencia entre capitales privados y parciales, la oferta nunca coincide con la demanda. Peor aún, las empresas programan la obsolescencia de los productos para aumentar sus ganancias: electrodomésticos con vida útil reducida, celulares que colapsan en poco tiempo, etc. La competencia y la necesidad de ventas bajan la durabilidad, obligándonos a producir de más innecesariamente.
El ejemplo más dramático de este desorden es la desocupación (y la subocupación) que afecta a millones de personas: el caos del capitalismo es incapaz de ordenar la sociedad para poner a todo el mundo a trabajar y desperdicia la potencia de una enorme masa de población que no está creando riqueza.
En el plano de la vivienda el caos del capitalismo es total. Poniendo a la Ciudad de Buenos Aires como ejemplo, en febrero de 2018 se estimaba que había unas 138.328 casas sin personas que las habiten, mientras hay millones de personas sin casa propia y miles viven en la calle. Es decir, como sociedad gastamos muchísimos recursos en construir viviendas que nadie habita y quedan en manos de corporaciones que hacen fortunas con la especulación inmobiliaria. El crecimiento exponencial de las villas y la pobreza es una calamidad, pero también un despilfarro de recursos.
Esto se replica en la producción del conocimiento: no tenemos a toda la comunidad científica trabajando codo a codo, compartiendo conocimientos y avances para generar más y mejor ciencia. Tenemos corporaciones (como los laboratorios) que dividen a la comunidad científica y le impiden una cooperación esencial. La propiedad privada de los medios de producción y las patentes son enemigas de la cooperación de quienes trabajamos en ciencia, nos divide y nos hace perder una potencia y un tiempo valiosísimo.
No importa qué ámbito tomemos, el caos de esta desorganización social es enorme. Peor aún, la catástrofe se agudiza en la etapa histórica que nos toca vivir: el capitalismo, viejo y senil, atraviesa una época de derrumbe como forma de organizar a la humanidad. Vivimos una época donde la descomposición del capital saca a las mujeres de las fábricas y las empuja de a miles a la prostitución, pone a la juventud desempleada a engrosar las filas del narcotráfico y aniquila capacidades y habilidades humanas con el paco, mientras la guerra destruye países enteros como Irak, Siria, Libia, Afganistán o Ucrania. La burguesía de nuestra era encuentra cada vez menos negocios lucrativos en el desarrollo de fuerzas productivas e invierte sus ganancias en gigantescos “negocios” que destruyen a la humanidad y el ambiente. Si en sus inicios fue un motor frente a la miseria feudal, hoy es una traba oxidada que nos empuja a la barbarie.
Pero no sólo el desorden nos hace perder eficiencia: el altísimo costo empresario también deviene de su parasitismo. La clase capitalista ya no es necesaria para organizar la producción: son profesionales en administración de empresas, contadores y economistas quienes indican dónde hay que invertir, ingenieros quienes diseñan la producción y la logística. Empleados son también quienes desarrollan el marketing y no hay investigación de mercado sin sociología. Las grandes empresas son un edificio gigantesco donde las y los trabajadores hacemos todo, pero no decidimos nada. Sus accionistas, por el contrario, sólo tocan la puerta para cobrar una renta: se quedan con todo, pero no hacen nada. Peor aún, los millonarios que tienen acciones en decenas de lugares diferentes, ni siquiera saben qué tienen porque su dinero lo maneja un fondo de inversión.
Si los millonarios se quedan sin mansiones, la sociedad se ahorró una excentricidad ineficiente. Si las casas de la clase obrera se inundan por falta de obras, la pérdida de materiales, el gasto sanitario y la tragedia social y psicológica se pagan muy caro. El costo de mantener a los ricos no remite sólo al desperdicio de energía que nos cuestan sus lujos multimillonarios y su despilfarro ocioso: sus mansiones, yates y excentricidades son gastos de energía enormes que no se destinan a acueductos, represas, máquinas.
La fortuna que acaparan las 50 familias más ricas de Argentina (según Forbes, 70.000 millones de dólares en 2020) alcanza aproximadamente para construir dos centrales nucleares como Atucha 3 (U$D 16.600 millones), cuatro gasoductos como el Néstor Kirchner (U$D 10.800 millones), construir 800.000 viviendas sociales de 78m2 con tres dormitorios (U$D 40.000 millones), cuatro satélites como el Arsat (U$D 1.000 millones), un hospital equivalente al hospital más caro del mundo (U$D 2.000 millones) y 300 escuelas técnicas de nivel secundario (U$D 1.000 millones). Y eso que no hablamos de la lista de lo que podríamos hacer con los 336.000 millones de dólares que las empresas del país fugaron al exterior (un PBI entero) ni con sus ganancias anuales, pero alcanza para dejar en claro que el principal problema de la Argentina es la clase social que la gobierna: la burguesía.
En las manos de los capitalistas, la riqueza es un desperdicio acopiado sobre la base de la explotación social que se divide entre infinidad de empresas y accionistas. En las de un gobierno de trabajadores, la riqueza creada puede ser empleada en función de un desarrollo impresionante: la concentración de todos los recursos en una planificación centralizada de los medios de producción permitiría un salto enorme. Y en este plano, las ciencias sociales tienen una potencia fundamental. Veamos.
https://prensaobrera.com/politicas/milei-la-privatizacion-del-conicet-y-la-voz-de-les-trabajadores-de-ciencia/
La promesa de las ciencias sociales: orden y planificación
Nuestro punto de partida es el fracaso estrepitoso de todo el progresismo en la administración del Estado capitalista. Con el peronismo en el gobierno, prometían, se le ponía un freno a las injusticias y voracidades de este sistema, y la población iba a estar mejor. Sus cientistas sociales nos hablaban de las bondades de la intervención del Estado frente al salvajismo del libre mercado. Pero su intervención está sometida a la clase que domina al Estado: la burguesía. De ahí que los estímulos que sugiere el progresismo siempre dejen en manos de las empresas privadas la dirección de la producción y la organización social. Su límite de clase es insalvable, lo que explica la cintura con la cual las empresas particulares pueden impedir, evitar, cambiar o invertir la política estatal.
Esto explica la degeneración que, en manos de la progresía burguesa, sufren las facultades e institutos de investigación social. No son una usina que eleve la productividad del trabajo, sino una montaña de papers que justifican al capitalismo y ocultan lo que deberían develar: la explotación capitalista. Los progres les imprimen a las ciencias sociales el rol que ocuparon la Iglesia y la Rreligión en la sociedad feudal: justificar la dominación de una clase sobre la mayoría de la población.
Sea abiertamente, sea de forma velada o parcial, las ciencias sociales en manos del progresismo tienen una obsesión: impedir en términos intelectuales que la clase obrera se haga cargo de este desastre y ordene a la humanidad de forma eficiente eliminando las clases sociales concentrando los medios de producción en sus manos. Y ahí se encuentra la razón de su desprestigio: si las ciencias sociales no ordenan el desorden de la burguesía y lo justifican u ocultan, si no le demuestran una salida a la sociedad, su cuestionamiento aparece como legítimo. Peor aún, bajo el derrumbe presupuestario que padecen, se ven doblemente devaluadas.
Milei tomó este fracaso y plantea eliminar los parches, caros e inútiles del progresismo. Para ocultar a quienes dominan la sociedad y su responsabilidad en este desastre, toma el camino de sacrificar a sus funcionarios. Pero su programa de guerra civil contra los trabajadores plantea el dominio total de la vida social por la clase capitalista. Un capitalismo salvaje sin regulaciones que reniega de toda ciencia social y de toda planificación: su idea de que la competencia entre capitalistas regularía por sí sola la economía se reduce a decir “vamos y vemos qué pasa”. Cerrar el Conicet, para el oscurantismo, viene necesariamente de la mano de la religión. Si el progresismo expresa la descomposición de las ciencias sociales, el fachismo plantea el fin de la ciencia.
La economía, en manos de los libertarios, deja de ser una ciencia. Adam Smith apuntó contra el parasitismo de las clases feudales con la “teoría del valor trabajo” en un mundo donde la burguesía podía decir de sí misma “yo hago cosas”: “yo administro”, “yo tuve la idea”, “yo invierto y me arriesgo”, etc. Si en el momento en que la burguesía era un motor el límite de Smith fue no poder analizar el plusvalor, los libertarios borran al trabajo como fuente de riqueza porque tienen que justificar a una clase social que se hunde en el parasitismo. En este sentido, cubren la existencia de la burguesía y la propiedad privada de los medios de producción con la “teoría subjetiva del valor”, un lenguaje que parece científico y habla en nombre de “la economía”, pero es un retroceso a las justificaciones religiosas precapitalistas de la explotación. Para justificar que “los nobles no trabajan”, nos dicen que los burgueses son los dueños de todo porque “detectan la subjetividad” de los consumidores. En un mundo donde la clase obrera hace todo, la “teoría subjetiva del valor” es la confesión del parasitismo de una clase social que es una traba para el progreso y la eficiencia.
Las ciencias sociales asumen un contenido revolucionario cuando entienden lo urgente de que todas las decisiones de la sociedad vuelvan a quienes la edifican, y no queden en manos de un puñado de parásitos. Las ciencias sociales, en manos del proletariado, son un arma para cambiar un mundo ineficiente: queremos planificar la solución de la falta de vivienda, eliminar la desocupación de masas e introducir a todo el mundo en el ámbito del trabajo, acabar con actividades socialmente destructivas como el narcotráfico y la prostitución. Nada de eso se puede hacer sin estudiar científicamente la sociedad. Planificación social, orden productivo, cooperación mancomunada. Todas cosas que las ciencias sociales tienen la potencia de traer, pero que en un mundo gobernado por la burguesía son imposibles de realizarse.
La participación tecnocrática en las políticas públicas del Estado capitalista encarcela a las ciencias sociales dentro de los intereses de la burguesía. Y en esa prisión, las ciencias sociales son un recluso condenado. Sólo un gobierno de trabajadores puede liberarlas y utilizar su potencia para ordenar el mundo.
https://prensaobrera.com/politicas/el-affaire-villarruel-y-como-luchamos-contra-la-derecha
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