Partido

30/9/2015|1383

El fuego que vive

La Clase, Uruguay

Luego de varios días de profundo impacto emocional, he podido sentarme a escribir sobre la ausencia de Pablo. En la mañana del jueves en que me dieron la noticia de su partida, a través de un mensaje, quedé en estado de incredulidad. La tarde y noche anterior había estado hablando de Pablo, mirando sus videos y conversando -leyendo el debate sobre arte y cultura- hasta la madrugada sobre cómo “nos vuela la cabeza” y la forma de politizar los debates que nos obligan a leer y releer lo que escribía. Esa misma noche empecé a disfrutar de ese seminario que vendría a dar a Montevideo en noviembre. Le había mandando un mail esa tarde para juntarme con él a fines de setiembre y ultimar detalles. Hacía apenas dos semanas nos habíamos reunido en un café en Buenos Aires para planificarlo, él había quedado encantado y esperanzado de poder colaborar con nosotros, de volver a dar clases y hacer lo que sabía hacer: “volar cabezas”. En esa reunión, sus ojos brillaban mientras nos decía que los seres humanos nos angustiamos porque intentamos comprender un universo que es y nos resulta incomprensible. Y eso es exactamente lo que siento ahora. Un angustia insondable frente a lo incomprensible, frente a la ausencia, a un vacío que no se llena. Frente a la ida de un imprescindible.

 

Como a cientos de militantes que han escrito sus vivencias, también en mi vida y trayectoria el encuentro con Pablo Rieznik fue determinante. El primer impacto fue un curso de “El capital” en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Por ese entonces, yo militaba para el Frente Amplio en Buenos Aires, que se acercaba a conquistar su primer gobierno. Quedé absolutamente fascinado con la oratoria, la fuerza penetrante de las ideas y la pasión con las que las transmitía. Esa fuerza es parte viviente de sus libros, que me dediqué a estudiar frenéticamente durante las siguientes semanas, al tiempo que me incorporaba a la militancia en el PO. Fueron semanas vibrantes en mi vida, que han hecho mucho de lo que soy ahora.

 

La verdad es que no sólo voy a extrañar a Pablo como profesor, quien fue una de las razones por las cuales me cambié de carrera, por el placer de asistir a sus clases que nos metían en un viaje estelar para comprender la economía política… Voy a extrañar al Pablo con el que compartí unos mates en aquellas mañanas y tardes en la playa de Aguas Dulces, en las caminatas por San Pablo o Montevideo, una persona que uno no podía dejar de querer, de admirar y que, definitivamente, encendía en nosotros el fuego y la pasión por luchar por lo más hermoso de la vida: por una sociedad verdaderamente humana, por el amor y la revolución.

 

“Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”, Eduardo Galeano.