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14/12/2006|976

Las mentiras de la democracia que fue cómplice de Pinochet

Murió Pinochet, de viejo. No por culpa de los trabajadores chilenos, que lo enfrentaron como pudieron a un costo de 3.000 ejecutados, decenas de miles de presos y torturados, e hicieron agua su promesa de que él moriría y vendría otro, pero elecciones ni soñando.

Murió Pinochet, impune. Con cientos de causas abiertas y ninguna condena. Algunas, por los ejecutados y desaparecidos. Otras, porque robó en sociedad con su familia y la anuencia del Banco Riggs —entre otros– unos 16 millones de dólares, a los que últimamente se agregaron 9.000 lingotes de oro por valor de 127 millones de euros. Robos vinculados al narcotráfico, lavado de dinero, venta ilegal de armas.

Pinochet prometió durar una eternidad, pero en 1978 hizo una ley de amnistía que le garantizó impunidad. Y más tarde se nombró senador vitalicio, con fueros vitalicios. Los demócratas de la Concertación dejaron en pie la amnistía y lo defendieron como a un padre cuando cayó preso en Londres —recién en agosto de 2000 fue privado de su inmunidad parlamentaria-. El gobierno británico arguyó que estaba loco para no extraditarlo a España. Le debían un enorme favor por Malvinas. Mienten los que dicen que la Concertación iba a aprovechar que la amnistía no cubría latrocinios: en 2005 la Corte resucitó la excusa de la demencia para dejarlo en casa. Ahora, “medios cercanos a la defensa de la familia” consideran que el sobreseimiento de las causas, “aliviará la situación de sus parientes”. “Los políticos de la Concertación (socialistas y democristianos) no hicieron el esfuerzo de anular una ley de protección de los crímenes de lesa humanidad. Antes de que su muerte extinguiera sus responsabilidades penales, Augusto Pinochet ya había conseguido en vida garantizar su objetivo: la impunidad vitalicia” (El País, La Jornada, 12/12)

Hijo de la UP, padre de la Concertación

Pinochet subió al poder el 11/9/73, dicen los diarios. Falso. Las Fuerzas Armadas organizaron el golpe desde el mismo aparato el Estado: tenían cuatro ministros en el gobierno de “la vía pacífica al socialismo”: “Las Fuerzas Armadas frenarán la ofensiva de los fascistas”, había dicho Allende y decretado el estado de emergencia y la ley de requisa de armas contra las masas. Los militares no encontraron a los ejecutores de los atentados fascistas —un promedio de 20 bombas diarias-, pero allanaban fábricas, locales de izquierda, sindicatos, confiscando las pocas armas. Cuando 34 oficiales leales a Allende denunciaron con pruebas la preparación del golpe fueron torturados por la Marina y la UP no los defendió. Mientras los trabajadores organizaban cordones industriales y convertían las Juntas de Abastecimiento en organismos de doble poder, el PS y el PC buscaban frenéticamente un acuerdo con la DC —pata civil del golpe– ofreciéndole una reforma constitucional que frenara las nacionalizaciones y devolviera las empresas ocupadas. O un gobierno cívico militar que excluyera al ala izquierda del PS. O un referéndum. Lo que fuera, menos organizar a los explotados contra el golpe: Allende había jurado que no permitiría “ninguna dictadura del proletariado”. El aplastamiento del fascismo exigía romper con el cuadro de la democracia burguesa.

El pacto con la burguesía fue el acta de fundación del gobierno de la UP. Como el Congreso debía convalidar al presidente y el Partido Nacional y la DC tenían mayoría, Allende firmó un Pacto de Garantías con la DC para que lo votara. Se comprometió a “no dar un solo paso fuera del orden legal vigente” y a no tocar al Ejército —la derecha había asesinado al general Schneider, profesionalista-. El Estado financiaría las nacionalizaciones y la reforma agraria, gradual, sería acompañada por indemnizaciones a la oligarquía. ¿Tenía otra opción? Sí: apelar a los trabajadores movilizados en huelgas, tomas y ocupaciones, que organizaban la autodefensa obrera, habían formado casi 15.000 comités de campaña de Antofagasta a Punta Arenas y habían logrado volcar a enormes sectores del campesinado y la pequeñoburguesía hacia la izquierda.

El gobierno de la UP fue coherente hasta el fin: en marzo del 73, a pesar del caos económico, de los ataques fascistas, de que la burguesía había hecho desaparecer hasta lo indispensable del mercado y el paro de camioneros había bloqueado al país, las masas le dieron a la UP el 44% de los votos, 12% más que en las presidenciales: “Este es un gobierno de mierda pero es mío”, decían muchas pancartas en las movilizaciones. La derrota electoral, más el desarrollo de las organizaciones de doble poder, convencieron a la burguesía de que sólo un golpe aplastaría a las masas. La UP intentó aplacar a los golpistas recostándose en ellos. Cuando cientos de miles de trabajadores salieron a parar el Tancazo de junio, un ensayo general del golpe, Allende decidió no castigar a los alzados, pero les dijo a los obreros “que no se metieran en cuestiones internas de las Fuerzas Armadas”.

Mientras, los diputados de la DC y el PN daban cobertura legal a los militares denunciando que el presidente violaba la Constitución. El 4 de septiembre una manifestación de 800.000 obreros en Santiago reclamó inútilmente que los dirigentes organizaran la resistencia. El 7/9 el diario El Siglo, del Partido Comunista, proclamaba: “Hemos tenido, tenemos y tendremos confianza en los militares”.

Pinochet es un hijo legítimo del imperialismo, de Kissinger, de la CIA y de la Democracia Cristina golpista, que hoy da cátedra de democracia contra los estudiantes chilenos. Pero también del Frente Popular, que abrió dócilmente las puertas del fascismo.

El Tigre del Pacífico

Que Pinochet fue un asesino, nadie lo discute. Asesino pero honrado, se probó falso. Que abrió una época de crecimiento económico en Chile es un mito que pocos desmienten.

Mienten: los militares encontraron una economía devastada por la propia burguesía que generó el caos para hundir a la UP y ganarse a los sectores medios. El pinochetismo no fue un ‘plan económico’ sino una contrarrevolución social; no dirimió divergencias entre dos ‘modelos’ de desarrollo sino que lanzó un ataque histórico contra obreros, campesinos y mapuches: devolvió fundos y empresas, privatizó las empresas nacionalizadas y públicas excepto el cobre —se deshizo de 30 empresas, con una pérdida de más de mil millones de dólares-, abrió el país a la inversión extranjera, incluida la explotación minera en términos de remate. El Plan Laboral anuló los derechos laborales e impuso el despido sin causa como derecho del patrón (la Concertación lo reemplazó por despido “por necesidades de la empresa”).

La evolución lineal de la economía chilena es otro mito: “La privatización de la banca realizada en 1975 le costó al país en 1982 una de las crisis bancarias más grandes del mundo” (El País, 12/12). La privatización de la seguridad social (Administradoras de Fondos de Pensiones e Instituciones de Salud Previsional, que ofrecen planes de salud según los ingresos del cotizante), fue una gigantesca transferencia de ingresos de los trabajadores que derivó en una quiebra total del sistema de seguridad social.

En 1982, comenzó una cadena de quiebras de las industrias más grandes del país y algunos de los mayores bancos. El pasivo de todo el sistema bancario, descontando capital y reservas, superaba los seis mil millones de dólares. La desocupación se fue al 30 por ciento. El PBI cayó en un 14,1 por ciento en 1982 y otro 0,7 por ciento en 1983. El Estado socorrió con miles de millones de dólares (un tercio del PBI) al aparato financiero en quiebra. Para las masas, desocupación y hambre.

Chile comienza a crecer a tasas elevadas a partir de 1987, o sea quince años después del golpe. No por su plan económico sino por el cambio de la coyuntura internacional y la aparición comercial de China, pero desde 1995 sólo crece a un promedio anual del 3,7 por ciento, un ritmo más que mediocre para una economía subdesarrollada, más si se tiene en cuenta que en la última década la integración comercial de China, en especial al Pacífico, se multiplica. En la crisis mundial de 1997-’99, Chile estaba a punto de caerse de nuevo. En una etapa como en la otra, la distribución del ingreso se hace cada vez más regresiva. Y por fuertes motivos. Es que las ganancias capitalistas crecen mucho más que el producto, esto porque Chile se transforma en exportador de capitales; por ejemplo, se queda con un gran número de empresas rentables en Argentina. La exportación de capitales es financiada por una Bolsa de valores ‘excitada’ por los fondos que vienen de las AFP, las que esquilman a los trabajadores. La distribución regresiva del ingreso se transforma en el tema número uno de la reciente campaña electoral (¡brillante performance económica!). La deuda pública de Chile es baja, en relación con el PBI, pero no así la privada, que es la que caerá en cualquier crisis, como ya ocurriera con Tailandia y Corea del Sur en 1997-’98.

Todo esto demuestra que es falso aquello de que la herencia económica del criminal fue brillante, en oposición a su faena política, o de que en Chile se probó la vigencia universal de ‘un plan económico de mercado’.

 

Ante la magnitud de la crisis, los mineros del cobre llaman el 11/5/83 a un paro y protesta. Se suman otros trabajadores y sectores medios en una ola de movilizaciones y huelgas que duró más de dos años; surgieron federaciones de estudiantes universitarios y secundarios en abierta rebeldía ante el régimen.

“Acuerdo Nacional” contra la revolución

1985 y 1986 son años prerrevolucionarios. Crece la conciencia de que es posible derrocar a Pinochet por la fuerza. “Va a caer” se transforma en consigna nacional. Es falso, entonces, que las masas chilenas han vivido una resignada existencia desde 1973, bajo la tutela política de los partidos de la ex UP.

En el PC, la presión revolucionaria se manifiesta en una escisión pactada: surge el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Pero, simultáneamente, para contener una situación revolucionaria surge un Acuerdo Nacional promovido por la Iglesia que une a los golpistas de la DC con los socialistas “que dieron a los empresarios y políticos de derecha la garantía de que el tránsito hacia la democracia no pretendía una revolución socialista, ni siquiera se eliminaría el sistema neoliberal como base económica de la sociedad chilena”.

En el plebiscito de 1988, el 55% de los chilenos se opuso a la continuidad de Pinochet como presidente hasta 1997. La Concertación por el No fue el germen de la Concertación de Partidos por la Democracia, que llevó al democristiano Patricio Aylwin a la presidencia un año después. El PC votó por Aylwin y los candidatos a diputados y senadores de la Concertación.

La Concertación respetó la “continuidad jurídica” y la Constitución de 1980. Murió Pinochet y el gobierno, presidido por la hija de un ejecutado y torturada ella misma, reprime los festejos del pueblo en las calles. Los hilos que unen a los “demócratas” chilenos con el finado, hasta post mórtem, son poderosos: es el odio mortal a las rebeliones populares, a la juventud y a la clase obrera.

 

Olga Cristóbal