Aguer y las carmelitas


Las declaraciones de Héctor Aguer, el arzobispo de La Plata, sobre sexualidad, han desatado un comprensible revuelo. Suenan a una reencarnación del viejo credo eclesial de control social, que la pequeña burguesía intelectual entiende socialmente superado desde -al menos- la década del ’60. La declaración de principios de Aguer, sin embargo, no debería sorprender. El núcleo de la misma es la defensa de la familia como una herramienta de control social. Allí, en una institución social e histórica por excelencia, el rol de la mujer como depositaria de la fertilidad aparece sacralizado como parte de un orden natural. El rechazo de la sexualidad libre deriva de esta consideración fundamental, común a todas las doctrinas conservadoras y que ha pervivido a lo largo de todo el siglo XX por un motivo fundamental: para el capitalismo, el control social y especialmente el control de la mujer, es una herramienta central de regimentación política sobre las masas. Si Aguer se escandaliza, es porque el mismo orden social que se vale de la familia como un factor de regimentación, contradictoriamente, desorganiza los lazos familiares.


 


Las novedades del texto de Aguer, sin embargo, se encuentran por fuera de este núcleo fundamental. Ocurre que la crítica que realiza a lo que llama “la cultura del desenfreno”, integra y profundiza en las mismas concepciones de la mujer como objeto que se desprenden de las premisas de la organización familiar. Sostiene, sin que se le caiga la cara, que “los trajes de baño femeninos que se reducen a tres trocitos simbólicos de tela; ¿no sería más sincero que en la playa o la pileta se presentasen desnudas? No cargo la cuenta sobre el bello sexo; era tradicional que el varón tomara la iniciativa, y lo hace muchas veces abusando de su vigor aunque las artes de la seducción no le sean ajenas” ¿Se ha caído en la cuenta que este pasaje justifica las violaciones? La doctrina de Aguer opera linealmente: dentro de la familia, el orden y el recato, por fuera del mismo, se impone la conducta animal, en la cual el hombre “coge” a la mujer. Sus colegas acusados de abuso no habrían podido sobreponerse a este instinto animal. ¡La naturaleza humana!


 


Este razonamiento descarnado, sin embargo, bien mirado, tampoco debe sorprender. Si en la superficie aparece pornografía, cuando se rasca un poco aparece la masiva trata de personas con fines de explotación capitalista del cuerpo. La “democratización” de la sexualidad, que Aguer ataca, no es en realidad “libre elección” sino el sometimiento de la mujer por medios aún más brutales, que llegan a la esclavitud sexual. La crisis de la familia no ha dado lugar a una superación, sino a una mayor descomposición social. El único factor de freno a este proceso es la organización y la lucha de la mujer por sus reivindicaciones, como parte de la lucha de los explotados. Enemigo jurado de esta lucha, Aguer busca sembrar confusión identificando las libertades conquistadas por el movimiento de mujeres -como el acceso a la anticoncepción-, con el dominio “animal” del cuerpo femenino, con el objeto de defender la regresión ultramontana a la represión formada por la iglesia -el Estado y la familia.


 


El descubrimiento de instrumentos de tortura en el Convento de las Carmelitas Descalzas de Nogoyá vino a confirmar la extensión del pensamiento de Aguer. Se sometía a las reclusas, prácticamente presas, a un régimen de torturas sistemáticas en nombre de acompañar “la pasión de Cristo”. Alegóricamente, las monjas se entregan al “amor” de dios como la mujer a su marido. Lo notable es que el régimen de las Carmelitas fue establecido por Juan Pablo II, bendecido en Entre Ríos por Monseñor Karlic y ahora por Monseñor Puiggari, arzobispo de Paraná, quien sostuvo que la Santa Sede permite los castigos corporales que serían un resultado de la “libre elección” de las torturadas y hasta amenazó con un conflicto diplomático con el Vaticano por las denuncias contra el convento. El carácter rabiosamente capitalista de la Iglesia no la libera de sus métodos inquisitoriales: las viejas cadenas sirven a nuevos amos.


 


No debemos oponer la vieja miseria clerical al “avance liberal” de nuestra época, sino la organización de la mujer, a un régimen social podrido por sobre se lo mire, del cual la Iglesia es parte integrante y defensora.