Alfonsín ratificó el pacto
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La conclusión fundamental que deja el discurso de Alfonsín ante la Asamblea Legislativa se reduce a lo siguiente: el gobierno pretende disimular con palabras y puro verso su capitulación ante la última sublevación militar y, lo que todavía es más importante, su completa impotencia frente a la crisis de las fuerzas armadas que se ha ido agudizando en los últimos días.
A nadie se le puede escapar que el gobierno solicitó la convocatoria de la Asamblea Legislativa debido al hecho de que el pedido de retiro de Caridi ponía definitivamente en evidencia el pacto leal-carapintada suscripto en el Parque Sarmiento. Durante dos semanas el alfonsinismo hizo lo indecible para evitar este retiro, con la convicción de que ello serviría para refutar la existencia del acuerdo Caridi-Seineldin. Con la finalidad de evitar ese retiro, Alfonsín reivindicó la “lucha antisubversiva”, en una asamblea de Coninagro, cuando aún no se había puesto fin al levantamiento del regimiento de Mercedes. A renglón seguido dispuso un aumento extraordinario de sueldos para el personal militar. En forma paralela, algunos canales de televisión sacaban de su programación una serie de películas “irritativas” para la “piel” castrense (el 11). Más tarde, el ministro de Defensa, Jaunarena, “se pasaba de la línea” al justificar la “guerra” y sus “suciedades” con el argumento de que las fuerzas armadas no habían estado preparadas adecuadamente con una “doctrina democrática” de la represión. La evidencia de que se estaba cumpliendo un pacto desbordaba por las orejas de todos los funcionarios, pero nada de esto alcanzó para evitar el acto final de esa componenda, el retiro del jefe del Estado mayor. Más grave aún, en las condiciones en que se venía desarrollando la crisis, ese retiro amenazaba concluir en una grave crisis política, si el garante del pacto del Parque, el general Cáceres, terminaba a la cabeza del ejército. Las declaraciones que hicieron diferentes generales durante la semana pasada (Ferrucci, Mabragaña), ponían en evidencia que reinaba en el alto mando una monumental confusión política.
Es decir que durante dos semanas, en lugar de denunciar el pacto y destituir al jefe del Estado Mayor que lo había suscripto en nombre del Estado, del gobierno, del régimen constitucional y de todas las yerbas de similar estilo, Alfonsín y su entorno procuraron lograr lo contrario —evitar el retiro del signatario de ese acuerdo. Esta política del oficialismo era la evidencia misma de que Caridi pactó con Seineldín con el conocimiento y la autorización del propio gobierno. Cuando Alfonsín se encontraba de viaje, por esos días, el vicepresidente Martínez había dado la primera autorización para pactar con los carapintadas.
Presidente “de facto”
A la luz de estos hechos carece de toda importancia que Alfonsín pronuncie un discurso que vuelve al eterno verso de que las fuerzas armadas deben subordinarse a la Constitución, a la ley o al estado de derecho. Ante la sublevación de los carapintadas, de Caridi y del propio gobierno contra la Constitución y la ley, con un pacto que se erige en ley propia, no hay discurso que valga. Alfonsín habría actuado constitucionalmente si hubiera destituido a Caridi el mismo 4 de diciembre, agotado la lista de militares dispuestos a reprimir, movilizado al pueblo y declarado al régimen democrático en peligro. Lo que hizo en cambio fue sumarse a la sublevación contra la Constitución y transformarse, él mismo, en un gobierno de connotaciones golpistas. Aún en el discurso ante la Asamblea Legislativa, Alfonsín volvió a reivindicar la “lucha contra la subversión” y a calificar al alzamiento como motín, con lo cual autorizó a la intervención de la justicia militar en lugar de la civil. En el Congreso Alfonsín sostuvo que las fuerzas armadas forman parte del Estado cuando acatan a un presidente constitucional, pero no aclaró a quien acata él, el presidente constitucional, cuando encubre al jefe del Estado mayor y al conjunto del alto mando que pactaron con una sublevación contra la Constitución. Al capitular ante el acuerdo militar, Alfonsín ha pretendido colocarse como árbitro entre la Constitución y los alzados, es decir como un presidente constitucional que actúa como un presidente de acto. Esto pone de relieve que en el régimen constitucional argentino el presidente de la Nación es un poder que está fuera de todo control democrático y que no es responsable ante ninguna instancia representativa. La centralización creciente del poder económico capitalista y el crecimiento monstruoso de la burocracia civil y militar han reforzado estas características dictatoriales del régimen político establecido en la Constitución.
La burguesía ha interpretado perfectamente que el discurso de Alfonsín es puro verso. “Lo que falta es que se pongan en marcha los pasos concretos”, dice La Nación en un editorial (22/ 12). “Algo de todo ello, agrega, puede llevarse a cabo, todavía, en los doce meses que faltan para la entrega del poder, en diciembre de 1989”. Sin ningún pudor, el diario que se reivindicaba como ultraconstitucionalista aunque haya apoyado todos los golpes militares, exhorta a Alfonsín a consumar la “pacificación” o la “amnistía” después de las elecciones de mayo, cuando sea un presidente con mandato vencido. Esta es precisamente la línea del propio Alfonsín: aguantar hasta mayo para conservar alguna posibilidad electoral y consumar los atropellos cuando se convierta en presidente amortizado.
El Estado conspirativo
Los “progresistas” de toda laya, como ocurre siempre y en todos lados, se consuelan a sí mismos y se dedican a engañar a todo el mundo, elogiando uno u otro concepto del discurso del presidente, como aquel que se refiere a que no reivindicaría el terrorismo de Estado. Basta pensar que en estos cinco años Alfonsín y el Senado han ascendido a los terroristas de Estado en las diversas jerarquías de las fuerzas armadas, para constatar la enorme impostura de “nuestra” izquierda “racional” y “creíble”. No se han percatado en los más mínimo que el discurso es profundamente reaccionario desde el momento en que plantea que la “inserción de las fuerzas armadas en el Estado” debe darse a través del “presidente de la nación”, lo cual equivale a postular el principio monárquico de la conducción militar, sin las ventajas del gobierno vitalicio propio de las monarquías. Es así que los presidentes que deben insertar a las fuerzas armadas en el Estado se transforman en el vehículo de las camarillas militares dentro del aparato estatal. ¡En todo un año Alfonsín no logró que se pase a retiro a Astiz!
La tesis de Alfonsín proscribe la extensión de los principios democráticos dentro de las fuerzas armadas y la extensión del armamento y del entrenamiento militar al conjunto de la población. Esta posición constituye una proclamación de la inviolabilidad de la corporación militar y de sus camarillas, en nombre del maridaje con el presidente constitucional. De tal manera que el poder ejecutivo concluye siendo la cabeza de una enorme burocracia castrense asentada en servicios de informaciones que tienen bajo su control todas las esferas del Estado. Mientras capitula ante la sublevación derechista y de sus propios altos mandos, Alfonsín la emprende con el derecho deliberativo en las fuerzas armadas, es decir, contra el derecho político de la ciudadanía, que se expresa en los soldados y en las capas inferiores del ejército, a determinar su orientación y su composición política. El carácter conspirativo y corporativo que el régimen democratizante le asigna a las fuerzas armadas, es común a la inmensa mayoría de las organizaciones del Estado, pues ni la justicia, ni los fiscales, ni los directores de las instituciones que manejan la política económica, ni los organismos de seguridad, ni la iglesia, son elegidos por sufragio ciudadano. El 80 ó 90 por ciento del aparato estatal es una conspiración organizada contra la ciudadanía.
Más crisis militar
De cualquier manera, si se siguen los comentarios de algunos diarios, el nombramiento del nuevo jefe del ejército, el general Gassino, tendría por objetivo poner en vereda, esta vez sí, a los que “se alzan contra la Constitución”; Gassino es presentado como un cultor de la “disciplina”. Esto es otro verso más; un mero cambio de jefe no puede superar nunca una aguda crisis militar. La función de Gassino es mantener tapada la olla a presión hasta el 14 de mayo, y aún esto es dudoso que lo consiga porque la deliberación militar se proyectará de ahora en más a la propia campaña electoral y a los reaseguros que, en secreto, otorguen los distintos candidatos.
La crisis militar no se reduce al planteo de reivindicaciones y amnistías; hay detrás de ella una disputa por el control político de las fuerzas armadas, en la cual intervienen diferentes fuerzas, incluido por sobre todo el Pentágono norteamericano. La crisis militar refleja el conjunto de la impasse del Estado capitalista, que es manifiestamente incapaz de sacar al país de su enorme retroceso. Hay una crisis política de conjunto del Estado, que no podrá dejar de afectar cada vez más a las fuerzas armadas, que son en definitiva los custodios últimos del Estado y de la estructura social de la Nación que el Estado defiende.
A partir de todo esto es necesario concluir que el apoyo a las fracciones “democráticas” de las fuerzas armadas, o el apoyo al gobierno “democrático” en su relación con las distintas fracciones de las fuerzas armadas, condena al pueblo y a los trabajadores a la pérdida sistemática de sus derechos democráticos y a su completa derrota política. En la cuestión de la crisis militar, más que en ninguna otra, los trabajadores deben movilizarse con su propio planteo político, marcando una rigurosa independencia de la burguesía democratizante. La huelga general, la movilización, la confraternización con los soldados y capas inferiores de las fuerzas armadas— éstos deben ser los métodos de la clase obrera ante la crisis militar.