Carta desde Santa Cruz
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Realmente la experiencia vivida en las sesiones de la Convención Constituyente de Santa Cruz ha sido extraordinaria. Fueron días y días en los que estoy segura de afirmar sin ninguna clase de soberbia que se dieron clases de política.
No había expectativa de ningún tipo en la población con respecto a esta Constituyente, pero sin embargo, día a día y el haber metido a fuerza de autoridad y responsabilidad políticas los temas que verdaderamente le interesan a la gente, como por ejemplo: derechos de la mujer trabajadora, libertad y educación sexual, la no transferencia de la Caja de Previsión a la Nación, gobierno y autonomía de los Municipios, etcétera, hizo que gran parte de los vecinos empezara a atender, se acercara a la legislatura a escuchar atentamente, por momentos en un gran silencio; y es importante aquí remarcar que aun la gente que el oficialismo llevó casi arreada para que hiciera barra —esto quiere decir por ejemplo funcionarios del Ministerio de Asuntos Sociales y patoteros pagos—, aun así esta gente, por momentos y especialmente en la última sesión, no aplaudió como monitos a los suyos y sí escucharon y no se atrevían a abuchear a los nuestros.
¡Qué experiencia! ¡Aún estoy conmovida!
Nos quisieron “correr” con la caída del bloque socialista, con que “si no creen en el sistema, qué están haciendo aquí”. Siguió el Dr. Zaninni (oficialista), tratando de dar una definición de qué era un trotskista, y por último el presidente de la Honorable Convención Constituyente de Santa Cruz, tan honorable como impotente, hinchado de bronca, lo desafió a Miguel a arreglar “las cosas” en otro lugar. Eso fue el colmo. Las carcajadas de todos cubrieron de vergüenza al honorable.
Pero aún más importante que todo esto tal vez haya sido cómo nuestros constituyentes preparaban sus intervenciones. Las discusiones previas que realizábamos para discutir, aportar y hasta gritarnos cuando no acordábamos con algo y a no moverse nadie hasta llegar a un acuerdo. Nada debía ser dejado sin tratar. Luego de cada sesión (y eran todos los días) nos reuníamos y analizábamos lo vivido y cómo seguir, y así hasta llegar al último día, en el que luego de denunciar nuestros constituyentes el carácter reaccionario y trucho de la Convención, renunciaron a sus bancas.
Todo esto ha quedado registrado en la memoria.
Todo esto debe ser difundido y esparcido.
Nadie debe quedar sin saber y comprobar que el parlamentarismo sirve si uno es un verdadero revolucionario.
Por días, semanas y meses hemos visto a dos hombres defendiendo la revolución.
Sin circo, sin grandes frases, sin estridencias. Con una gran solvencia política y una gran convicción.
Yo por momentos, escuchando las intervenciones, miraba la cara de la gente y es muy difícil poder describirlas. Eran rostros expectantes, tensos, rígidos. Sólo rotos por el aplauso, el abucheo o la ira. No había término medio. Creo que también había asombro, descubrimiento, placer. Y allí, en esos momentos, se me ocurrió pensar en ese hombre que cuidando su huerto y sus conejos en su casita de México pensaba y elaboraba políticas para la liberación del hombre y que fue muerto por un pobre imbécil mandado por otro que pensaba que allí terminaría todo.
Pero nada ha terminado. Todo continúa y ese hombre grande que se llamó León Trotsky y que decía que “me siento un animador, un educador de hombres, no porque halague sus bajos instintos sino porque apelo a su idealismo y a la claridad mental, a la grandeza de ser hombres cabales, de nuevo tipo, llamados a cambiar la sociedad”, ese revolucionario estuvo entre nosotros en estos días, campeando por la barra, sin faltar un solo día, disfrutando…