CONCILIO VATICANO II | Qué quieren suprimir los integristas (Ratzinger entre ellos)

Santiago, hasta su muerte en el año 62, gobernó la Iglesia de Jerusalén, fue venerado por los judíos y escribió una carta a las doce tribus de la dispersión. En ella incluyó ese versículo ‘Contra los ricos’, que estuvo, por ejemplo, entre las lecturas obligatorias del seminario dirigido por Carlos Mugica en Villa Devoto, donde a comienzos de los años 60 se formaban los futuros montoneros. Se trataba de antiguos textos del cristianismo temprano, de la época en que la religión de Cristo aún era el grito confuso pero rebelde de los parias de Israel.

Ese viejo grito sólo podía volver en tiempos novedosos, en una época de cambios profundos. Aunque, claro está, no volvería de la misma manera ni para cumplir la misma función.

Si la Revolución Rusa había arrebatado al capitalismo la sexta parte de la superficie del globo, la toma del poder en China por los guerrilleros de Mao Tsé-tung en 1949 le quitó casi la mitad de la población mundial, mientras Europa Oriental, después de la II Guerra, quedaba bajo la órbita soviética. Añádase a eso el extendido proceso de rebeliones en Africa, Asia, India y América latina. No eran tiempos para misa tridentina ni para hablar en latín, de espaldas a los feligreses.

La Iglesia, se sabe, tiene letargos prolongados y despertares lentos, pero siempre se ha dado modos de crear sus reaseguros y arreglárselas para sobrevivir, aunque por eso mismo a menudo se generan en ella luchas feroces, conspiraciones permanentes y crímenes palaciegos.

Aún antes de la revolución cubana, los grandes acontecimientos políticos y sociales de la segunda posguerra señalaron el momento, según se ve, de editar la obra de Pierre Theilard de Chardin, un paleontólogo católico que aceptaba la idea evolucionista y había muerto en 1955 sin que uno solo de sus escritos conociera la imprenta. Theilard de Chardin, junto con el “personalismo comunitario” de Emmanuel Mounier, quien desde su revista Espirit promovía la síntesis de cristianismo y socialismo, expresaba, por un lado, la necesidad de la Iglesia de acomodarse a los tiempos y, por otro, también la conmoción interior que le producían las convulsiones políticas en todo el mundo.

Así, el 25 de enero de 1959, 24 días después del ingreso victorioso en La Habana de los guerrilleros de Fidel Castro, el papa Angelo Roncalli, Juan XXIII, anunció la convocatoria al Concilio Ecuménico Vaticano II, que comenzaría a sesionar en Roma el 11 de octubre de 1962 y deliberaría hasta el 8 de diciembre de 1965, ya bajo el pontificado de Pablo VI.

Ese Concilio buscó vías de unidad entre los cristianos, lo cual lo obligó a admitir ciertas formas de libertad religiosa, e introdujo, para furor del integrismo, modificaciones de importancia en usos y costumbres eclesiásticos. Por ejemplo, la supresión de la misa tridentina: ahora, las misas se dirían en el idioma del país, no en latín, y el sacerdote se ubicaría de frente a los fieles sin darles la espalda como hasta entonces. Detrás de esos detalles estaba el propósito de promover una mayor aproximación a las masas populares. Además, Juan XXIII publicó, entre sus encíclicas, dos que influirían en la Teología de la Liberación: Mater et Magistra (1961), que de alguna manera reconoce la dialéctica histórica, y Pacem in Terris (1963).

En América latina, la segunda reunión de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam), reunida en Medellín, fue más lejos que el Concilio y proclamó la “opción por los pobres”. Casi enseguida, el mundo católico sufrió el impacto de la muerte en combate del cura Camilo Torres, guerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ELN), en Colombia.

Incluso fue parte del conflicto la elección del nuevo papa a la muerte de Juan XXIII, un conflicto que se arrastraba desde hacía años. En el cónclave que designó a Roncalli se había librado una lucha feroz para evitar que fuera Papa el cardenal Giovanni Battista Montini, a quien sus enemigos conservadores llamaban “obispo rojo”. A la muerte de Juan, eso no pudo impedirse y Montini fue Pablo VI.

En una Latinoamérica convulsa, los adherentes a la Teología de la Liberación añadían a las lecturas de Santiago y de Theilard de Chardin, las de Gabriel Marcel, existencialista cristiano opuesto a la ontología tomista, amigo del ateo Jean-Paul Sartre; o Henry de Lubac, católico y combatiente en la Resistencia Francesa durante la II Guerra, autor de El drama del humanismo ateo. También influían en ellos los textos del obispo italiano Cornelio Fabro, quien buscó nexos entre el pensamiento de Kierkegaard y lo que él llamaba “humanismo económico” de Carlos Marx; y los del jesuita Jean Yves Calvez, quien decía que el pensamiento marxista consistía en “un conjunto de ideas cristianas que se han vuelto locas”, y vinculaba el cristianismo con el comunismo primitivo.

Pero, sobre todo, influían en estas latitudes los escritos del peruano Gustavo Gutiérrez, cuyas ideas están en la génesis de la Teología de la Liberación. Gutiérrez intentaba vincular ciertos principios cristianos con algunas concepciones económicas y sociales del marxismo, y proclamaba la necesidad de una difusa revolución. El pensador peruano rescataba consignas de Aquino: “matar al tirano” y “resistir la opresión”. Esa muerte y esa resistencia, había dicho Tomás, eran males que permitían evitar males mayores, y añadía: “El pobre siempre es acreedor del rico”.

Ese revoltijo de ideas en una franja de sacerdotes jóvenes convivía en toda América latina con el obispado más reaccionario. Eso era especialmente así en la Argentina, cuya cúpula ultramontana aceptaba a regañadientes los resultados del Concilio Vaticano II y repudiaba abiertamente los de la Conferencia de Medellín.

De entonces a hoy

El Concilio Vaticano II fue un enorme fraude. No obedeció a un supuesto “giro a la izquierda” de la Iglesia católica, como algunos quisieron ver, sino a la necesidad de la jerarquía eclesiástica de no quedar fuera de juego frente al giro real que se operaba en las masas trabajadoras de buena parte del mundo. No quedar fuera de juego implicaba no sólo mantener influencia en las masas para contener y apaciguar los conflictos; además, el Vaticano necesitaba retener dentro de sus propios carriles a una franja importante de religiosos que, antes de influir en la lucha de las masas, eran influidos ellos mismos por esa lucha. Ésa fue la función clave de ese Concilio y en ese sentido tuvo éxito: al permanecer en el seno de la “santa madre”, los curas rebeldes finalmente contribuirían, también ellos, a la contención y al apaciguamiento o, como sucedió en la Argentina con Montoneros -una guerrilla de origen católico- a que la lucha no sobrepasara los límites impuestos por el régimen social.

Por supuesto, la derecha clerical más ultramontana siempre repudió al Concilio porque ellos no quieren contener ni apaciguar, sólo reprimir. Esa derecha únicamente puede blandir el garrote y considera que la zanahoria es una concesión inadmisible a las fuerzas del mal, un trato condenatorio con los poderes avernales. Ese fue el caso, por citar uno, del obispo cismático Marcel Lefebvre y su Fundación Pío X, a la cual pertenece Richard Williamson, el lefebvriano que niega la Shoá. Lefebvre fundó esa congregación cismática en 1969 para rechazar el Concilio y en 1988 fue expulsado de la Iglesia por Juan Pablo II.

Entre esos derechistas no sólo estaban Lefebvre, Williamson y los otros preconciliares. También un cura como Joseph Ratzinger, antiguo militante de las juventudes hitlerianas (hay que ver qué bien se llevó el pagano Hitler con la cúpula vaticana), quien, sin atreverse a romper con Roma, siempre admiró a los cismáticos que ahora ha “perdonado”.

Cuando en la década de 1970 las masas sufrieron retrocesos severos e incluso derrotas sangrientas, se acabaron los coqueteos con los “teólogos de la liberación”. El turno de los fundamentalistas llegó sin necesidad de mayores cambios en la cúpula. Pablo VI, a quien los tontos habían llamado “obispo rojo”, envió a la Argentina a su embajador personal, Pío Laghi, quien no se cansó de bendecir y avalar, con una promiscuidad repugnante, a la Junta Militar que asaltó el poder en 1976. Al comenzar el Mundial ’78, el propio Montini le envió a Videla un saludo edulcorado, casi zalamero. En 1978 ya ni los menos avisados ignoraban lo que ocurría aquí (y en el Vaticano jamás estuvieron entre los menos avisados).

Mientras tanto, la clerecía que, a su modo, había acompañado las luchas populares, era aplastada con la complicidad abierta de la cúpula episcopal, como sucedió, entre tantos otros casos, con el obispo Oscar Romero en El Salvador, o con Enrique Angelelli y los curas palotinos masacrados en la Argentina.

Pero, precisamente para cumplir esa función, el Concilio Vaticano II es indispensable e irreversible. La Iglesia católica no puede ser sólo garrote como pretenden Ratzinger y los lefebvristas, porque para eso están los organismos estatales de represión directa. La Iglesia, junto con los horrores del castigo eterno, necesita ofrecer la posibilidad del reino, aunque, claro está, el castigo empieza en la vida terrena y al reino sólo se puede acceder pos-mortem.

El Concilio Vaticano II sacó a Roma del medioevo. Suprimirlo significaría, según ha dicho un “vaticanista” de nota, transformar a la Iglesia en una secta minoritaria, no en una secta de masas como aún es a pesar de su declive. La supresión del Concilio aceleraría la decadencia y la descomposición del clero católico, cada vez más retrógrado y más corroído por la corrupción y las depravaciones de todo tipo.

De ahí la rebelión sin precedentes que las posiciones del neonazi Ratzinger han generado extendidamente en los obispados de medio mundo (no en el argentino, por supuesto), frente a la cual, bajo la apariencia de una convocatoria a la unidad, Benedicto XVI hizo el domingo 22 de febrero un llamado a la obediencia. Otro especialista en cuestiones vaticanas acudió a una figura epigramática: “La Iglesia necesita un Obama y tiene un Bush”.

Así, por primera vez en la historia de Roma, se habla de la abdicación de un Papa. Si no, puede suceder que alguien le sirva a Ratzinger aquel té que le hicieron beber a Juan Pablo I en una madrugada de setiembre de 1978. En ese sentido, el Vaticano es rigurosamente tradicionalista: desde hace siglos arregla sus asuntos internos con el veneno y el puñal.

Alejandro Guerrero