EL MISERABLE DESTINO DE LA LEY DE DIVORCIO
Los alfonsino-justicialistas hacen gala de toda su hipocresía

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El proyecto de divorcio, que en estos días está tratando el Senado, no tiene nada que ver con el derecho personal a formar o disolver la pareja. De tal manera que lo que está en trámite es una ley que cercena el divorcio, con ajuste a algunos criterios arbitrarios de los legisladores o a principios extraídos del derecho canónico. Se llega al extremo de fundar la posibilidad del divorcio en la comisión de lo que define como “delito” (por ejemplo el adulterio, pero el cual solo adquiere tal carácter de “delito” si es invocado en un juicio de divorcio y no en su carácter objetivo). Se configura así la figura del cónyuge “culpable”, con las consiguientes “penas”y “condenas” en lo que respecta a la tenencia de los hijos, o sobre el reparto de los bienes, o sobre la futura aptitud nupcial. El divorcio de “común acuerdo” sólo es admitido si existen causas “morales” que impiden la prosecución del matrimonio, pero aun así deben transcurrir 3 años para solicitarlo ante el juez, de cuyo criterio depende la valoración “moral” respectiva (¡en un país con un poder judicial dominado por el clericalismo!).
Todos estos conceptos delatan el carácter contractual que tiene el matrimonio en la sociedad capitalista, y que como tal será reflejado en las leyes al respecto, principalmente en las de inspiración clerical. La libertad personal y el fundamento afectivo para contraer o disolver el matrimonio son sustituidos por una normativa artificial que permite mantener el actual régimen familiar junto a la violación de la convivencia familiar —lo cual se expresa en el adulterio, la prostitución y la violencia que se ejerce contra el niño y la mujer en el hogar.
Todas estas restricciones los legisladores las han fundamentado, sin embargo, en la necesidad de proteger a los hijos o a la familia. Pero si de esto se tratara, el derecho al divorcio debería ser irrestricto, sin cortapisas, expresión de la voluntad de los cónyuges, porque solo esta libertó puede preservar la salud moral de la familia. La ley que se está tratando obliga, en cambio, al ejercicio de la hipocresía y a la lucha judicial, convirtiendo al núcleo familiar en un campo de batalla.
La tenencia de los hijos o el reparto de los bienes requiere de disposiciones sencillas, al margen por completo, del divorcio; no puede condicionarlo ni mucho menos restringirlo, porque debería corresponder al tema de la responsabilidad de los padres frente a los hijos y a la separación de bienes.
Pero hay más. El Senado debe ahora tratar cada artículo en particular y existe un bloque mayoritario de senadores partidario de ampliar las restricciones y los “castigos”. De la Rúa, un hombre de la Iglesia, ya ha adelantado que se introducirán decenas de reformas al proyecto de Diputados por las cuales “se concedería (el divorcio) en causales muy reducidas y excepcionales, tornando tortuoso a los separados cualquier trámite en procura dé recobrar la aptitud nupcial” (Clarín, 30-4-87).
En Italia, en 1970, se aprobó una ley de divorcio vincular muy similar a la que se está tratando ahora en Argentina. Un reciente informe, publicado en La Nación (4-5), muestra que se trata de un trámite largo y costoso, que no baja de 10 años y que insume “varios miles de dólares”. El resultado es que la inmensa mayoría desiste de divorciarse legalmente, lo que ha provocado que ahora se esté planteando la necesidad de una legislación de divorcio “a la california”, esto es, basada en la voluntad exclusiva de los cónyuges, mediante un trámite administrativo, sin instancia judicial.
De la Rúa y su gente apunta, con todo, más lejos. Al modificar el proyecto enviado por Diputados, obligan a esta Cámara a tratarlo de nuevo, iniciando un peloteo entre las Cámaras. Basados en esto, los cronistas parlamentarios ya aseguran que la ley no saldría hasta octubre —un juicio optimista si se tiene presente el receso que habrá de provocar las elecciones de setiembre. En fin, el fraude parlamentario (y de los parlamentarios) permitirá a la Iglesia cumplir la promesa hecha al Papa.