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Que se vayan todos
La desocupación, la carestía y la confiscación de los ahorros y de los salarios, o el derrumbe de la salud y la educación, ocultaron bajo sus agravios a una de las fuerzas más potentes de la rebelión popular: la repulsa y el odio a los atropellos y crímenes de la policía.
La cesación de pagos o la quiebra de los bancos, por su lado, disimularon una de las dimensiones potencialmente más decisivas del derrumbe capitalista: la descomposición sin remedio de su aparato de Estado y de sus instituciones de “seguridad”.
Las organizaciones encargadas de proteger la propiedad se han transformado en sus principales violadoras y en una sociedad para el crimen.
Como el Estado no les asegura la existencia material, ellos se la aseguran por sí mismos. Reclutados como servidores del orden, han pasado a poner al orden a su servicio.
Pero el Estado los necesita más que nunca para defender el régimen de explotación.
Manda a la Gendarmería a Cutral Co-Plaza Huincul, a Mosconi-Tartagal y al puente de Resistencia-Corrientes.
No puede desmantelar el aparato de cafisios de la prostitución y de verdugos de las mujeres, porque necesita su función “social”. Tolera el asesinato de jóvenes, porque necesita a los Franchiotti en Puente Pueyrredón.
Ahora resulta que la policía está detrás de la ola delictiva en la provincia de Buenos Aires y hasta de los secuestros express.
Los que piden “seguridad” en las rutas se han convertido en cautivos de sus “protectores”. El asesinato del chico Diego Peralta colmó el vaso, porque sus padres habían concientizado a la población con sus movilizaciones y hasta habían comprometido al matrimonio presidencial.
Este crimen provocó un auténtico levantamiento popular. Como el que a fines de diciembre quemó la comisaria del moderado barrio de Floresta. Como el que al día siguiente del crimen de Diego arrasó con la casa de una policía en Bella Vista.
Como el levantamiento que suscitó, dos días después, un brutal intento de desalojo en Ayacucho al 100.
Como la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre.
Los Rasputines criollos están alimentando las fuerzas de una rebelión definitiva.
El problema es eminentemente político.
La supervivencia del régimen político actual es incompatible con todo, incluso con la vida.
La liquidación del aparato represivo pasa por echar a este régimen político para imponer una Asamblea Constituyente soberana.
El vice-ministro de Seguridad de Buenos Aires denuncia que los secuestros y los crímenes forman parte de un complot para controlar al gobierno de la provincia e influir en la sucesión presidencial.
El adelantamiento electoral de Duhalde lo deciden los guardianes del sistema.
Los discípulos de Ramón Camps.
Que se vayan todos plantea la disolución de los aparatos represivos. Esto sólo puede lograrlo un cambio político impuesto por una movilización popular que realice las aspiraciones de diciembre pasado.